CAPÍTULO XV
A mi yo de ayer – Rayden
A mi yo de ayer, siento si no fui lo que quisiste ser. Te juro que lo hice lo mejor que supe hacer.
NEGRURA DEL PASADO Y GRISURA DEL PRESENTE
○○○
SHARIF
Relativiza la vida.
Sharif, relativiza la vida.
Ríete.
No le des tanta importancia a las cosas.
Me repito esa mierda de mantra día tras día, como la Santísima Trinidad de mi depuración mental. Puta mierda de pautas. No sirven para nada. No puedo más, joder. Me siento como un coche sin frenos que acelera y acelera cuando sabe que se va a estrellar y le da igual. Todo ha colapsado. El pasado me ha explotado en la cara, y continúa disparando a coñazo limpio, mientras que yo todavía sigo recuperándome del primer golpe. Primero reapareció Brooke, luego mi primo y ahora la puta discográfica.
Me alejé de ese estercolero social por algo. Preferiría arrancarme el brazo a mordiscos antes que volver al mundo de la música; antes que rodearme de sanguijuelas chupasangre y de mierda chupavidas. No pienso tirar cuatro años de sobriedad a la puta basura, pero ¿Qué otra alternativa me queda, si he de responsabilizarme de un chaval que solo se encuentra entre porros y farlopa? Mis amigos creen que desaparezco los miércoles por la mañana por las prácticas del hospital, pero todavía acudo a las reuniones de exdrogadictos del centro de rehabilitación en el que me internaron hace años. Los porros no cuentan como droga fuerte ¿Vale? Además, uno al año no hace daño.
La psicóloga todavía intenta que no me posean las ganas de descuartizarme el gaznate cada vez que escucho el inicio de unas de mis canciones. A veces me da por pensar que si me jodiera las cuerdas vocales, la fábrica de mierda cerraría para siempre y la discográfica cejaría en sus putas insistencias de que regresara al escenario. Muerto el perro, muerta la rabia ¿No? Pero... me acojona que opten por contratarme como compositor y yo no pueda rechazar la oferta, porque sí, mi vocabulario olvida el no cada vez que alguien me propone algo. Después de cinco años de terapia, continúo sin ser capaz de decir que no a ciertas cosas, especialmente si generan dinero. Como regrese a ese mundillo, retornarán las malas amistades y las reuniones de risitas en el baño. Y... ahí sí que no voy a ser capaz de pronunciar un no.
Poca gente lo sabe, pero realmente renegué de la música por falta de inspiración, no por adicciones ni mierdas de esas. He compuesto canciones en distintas etapas de mi vida. Primero escribía con los puños apretados. Luego acompañado de una botella. Después rodeado de tías. Y el culmen fue cuando necesitaba esnifar mil rayas para componer porque así la inspiración manaba a borbotones. Las rimas me brotaban de los poros mientras sudaba el mono. La discográfica siempre me ha presionado para que sacara más maquetas, para organizar conciertos y para dar más de lo que podía. Me exprimieron la vitalidad hasta agostarme. Deserté de mí mismo y me volqué en cuerpo y alma a la música, a las letras, a los conciertos y a las fiestas. Perdí las cuentas de las noches que no dormí y de los amaneceres que saludé. Hubo momentos en los que de verdad creí que iba a morir.
Y, claro, toqué fondo. Joder, ni siquiera había cumplido los veinte. ¿Cómo pudieron presionar tanto a un chaval de esa edad? Putos monstruos.
Compraba demasiada cocaína, demasiada mierda. Porque sin una raya la inspiración me rehuía. La necesitaba. No podía arrasar en los conciertos sin ella. No me imaginaba a mí mismo subido a un escenario sin el trampolín de una raya en el baño. Cuando empecé con la música, no ganaba ni la mitad de pasta de la que gano ahora que me he labrado un nombre. Me endeudé hasta las cejas. Apostaba cosas que no tenía en aras de recuperar las que tuve. Pero al final de la noche siempre terminaba debiendo más de lo que venía debiendo. Hoy en día, me cambio de acera cada vez que paso por un casino. De hecho, soy capaz de dar mil rodeos con la moto para, simplemente, eludir la fachada.
Lyon, mi hermano mayor aunque no de sangre, me sacó de ese mundo cuando ya no pude más, cuando o me sacaba a tirones o en coche funerario. En el preciso instante en el que reventé, pasé tiempo de más en los baños y decidí ponerle fin a todo metiéndome en uno de esos garitos que ahora frecuenta mi primo. En mi cabeza, se repetían una y otra vez las palabras de Killian ¿Qué temes perder, tío? ¿Una vida que apesta? Si tenemos suerte, saldremos ganando de todo esto. Yo... Yo iba colocadísimo, borrachísimo y asqueadísimo. Ni siquiera había cumplido los veintiuno cuando me apunté a jugar a esa mierda.
Apenas recuerdo que pasó; demasiado ruido, demasiado alcohol y demasiado de todo lo malo. A la ruleta rusa solo juegan los desquiciados que, literalmente, no temen perder nada porque no tienen nada. Cuando César apareció, acababan de pasarme la pistola. Fue Lyon quien me la quitó de las manos. Jamás olvidaré lo muchísimo que temblaban las suyas y cómo me miró. Nunca volveré a ver una manifestación del terror tan de cerca, tan real y tan... tan dolorosa. Cuando me sacaron de aquella habitación le tocó el turno a Killian y... Todavía siento el eco del disparo por todo el cuerpo cada vez que suena un chasquido. Esa bala llevaba mi nombre.
Y me aterra que el destino se la revenda a mi primo.
Yo no soy como Lyon. Yo no... Yo no sé afrontar los problemas y darlo todo por las personas que quiero. Yo me acojono. Yo me acojono porque me exprimieron la fuerza de voluntad hace años y literalmente solo me queda avanzar sin ganas y ser aquello por lo que luchó César. Después de todo, le debo esto. Le debo una carrera, le debo un futuro y le debo una sonrisa. Aunque por dentro siga creyendo que me vaya a morir porque no sé cuántas noches llevo sin dormir.
○○○
—Me la suda.
Otro «me la suda» y juro por Dios que me rindo.
—Nasser—le pido, intentando sonar autoritario—, ponte el uniforme y ve a clase.
—Me la... ¡EH! ¿Acabas de tirarme la puta ropa a la cara?
—Sí. Y yo que tú me andaría con cuidado, porque luego tocan los zapatos—me pongo de pie y camino hacia la puerta del dormitorio—. En diez minutos, estés como estés, te llevo a clase. El autobús ya lo has perdido.
Nasser refunfuña por ahí atrás, pero por el bien de mi salud mental lo ignoro y cierro la puerta de la habitación para que se prepare a gusto. Aunque no haya nadie en el piso, odia desvestirse sabiendo que "alguien" puede verle desde el pasillo. Se siente demasiado expuesto.
Sabiendo que desde el otro lado no me escucha, suelto un suspiro pesado mientras me paso una mano por la cara. Este chaval va a acabar conmigo. Después de un poquito de autocompasión, voy a la cocina a preparar algo rápido para desayunar.
Necesito un puto café quíntuple.
Desde pequeño, César y mi hermano mayor han insistido en que padezco un mal despertar crónico cuyo único remedio temporal es el café. Pese a que mis amigos, que conviven conmigo desde hace más de cinco años, avalan esa halagüeña teoría, yo nunca creí en ella hasta que una mañana Trevor entró felizmente a la cocina un día que yo todavía no había dado un mero sorbito a la taza de café y, con toda la tranquilidad del mundo, me giré hacia él y le solté Trevor, ¿Qué tal si repites el sonido de la h en bucle hasta que termine el día?
Ahí me di cuenta de que sufro un pequeño problema de interacción social matutina; y la cosa no mejora con Nasser rondando por ahí.
Enciendo la cafetera y abro la terraza de par en par. Trevor odia que el piso huela a tabaco y siempre anda quejándose de que no ventilamos después de fumar. Desde que se propuso quitarse del vicio, está insoportable con el tema del humo. Que yo lo entiendo ¿eh? Sé mejor que nadie lo que cuesta superar una adicción y lo que supone tener cerca la tentación, pero, coño, no me cierres la puta ventana en el hocico, que la nariz la uso para respirar y, si me la mutilas, pues ya me dirás tú qué hacemos.
—¿Dónde tengo el tabaco? —mascullo mientras me palpo los bolsillos.
Estoy apoyado en la encimera cuando mis manos dan con un trozo de papel que no recordaba haber guardado en los pantalones. Frunzo el ceño y lo saco, pensando de qué puede tratarse. Quizá el ticket de alguna compra. Pero no. Mierda. Cuando leo el papelito, me estrello con cuatro garabatos mal trazados. Ayer por la noche intenté componer algo mientras todos dormían y Brooke parloteaba por teléfono. Últimamente compartimos muchas lunas de insomnio. Recuerdo que ella me estaba hablando de un proyecto de la academia, pero realmente apenas le prestaba atención mientras intentaba vomitar algunas palabras en el folio. Aunque terminé regurgitando rimas del pasado.
—Puto sistema educativo.
Guardo el papelito en cuanto oigo la voz de Nasser. Menos mal que viene anudándose la corbata del uniforme y no me ha visto; porque seguramente me hubiera acribillado a preguntas sobre el papelito y yo habría respondido de malas formas.
Alzo la cabeza en su dirección y suspiro al ver el estropicio que trae atado al cuello.
—Déjame a mí, hijo de mi vida—hundo los dedos en la tela granate para deshacer el nudo marinero, pero está más duro que el talón de Pocahontas—. ¿Qué coño te has hecho aquí?
Nasser tiene el cuello estirado hacia arriba cuando suelta una risita burlona.
—Aprieto bien los nudos para que no se deshagan fácilmente, primo. Imagínate que palo atarme algo al cuello y que se desate cuando salte.
Me abstengo de lanzarle una mirada de advertencia o de reprochar por el chiste suicida. Solo busca provocarme. No pienso entrar en su juego. Aunque me aterra que en algún punto de su vida las coñas se cumplan. En nuestra familia tendemos mucho a la prejubilación prematura de la vida. Mi padre se suicidó después de que el médico le diagnosticara un cáncer cerebral, se desquitara con mi madre, los vecinos llamaran a la policía por los gritos y su hijo casi le adelantara la llamada negra a golpes. Yo solo tenía diecisiete años y mucha rabia acumulada cuando llegué a mi antigua casa y encontré el percal. Sé que a un padre nunca se le debe poner la mano encima, pero... pero ese monstruo no se merecía ese nombre. César tuvo que separarme del exnovio de mi madre porque estuve a punto de matarlo, de dejarlo igual de destrozado que él la había dejado a ella.
Al día siguiente, la ambulancia lo encontró tirado en la bañera. Se había tragado un bote de analgésicos. Nadie lloró su muerte. Bueno, yo sí lloré, pero de alivio y alegría. Luego me enteré de que había heredado todas sus deudas, de que el diablo me buscaba y empecé con la música para conseguir pasta, ya que a la gente le gustaba lo que hacía, cosa que no entiendo porque solo le gritaba al mundo, hablaba de follar y contaba mis penas con rimas burdas y malsonantes.
Aunque las bases enganchaban, las mezclas de ritmos y estilos musicales se repetían como el ajo. Era de otro mundo, la verdad. Los coros y la pasión que refulgía en mi voz cada vez que tocaba el micro y cómo conectaba con las miradas de la gente, con sus voces internas y con los sentimientos anudados de sus cabezas y nunca pronunciados con sus propias palabras, sino con las mías... Todo eso no lo consigue cualquiera y yo lo logré sin darme cuenta. Y ahora intento resolver aquella fórmula secreta que en su día descodifiqué con los dientes apretados y hoy en día se presenta como una secuencia de incógnitas inexpugnables.
Pero sí, el hombre que me jodió la vida se suicidó y el padre de Nasser, el hermano pequeño de ese monstruo, siguió el mismo camino que su antecesor. No me gusta que la historia de nuestra familia se traspase de pariente a pariente. No me gusta porque Nasser no cuenta con ningún César ni con ningún Lyon. Cuenta con un tío que todavía sigue oxigenando heridas que se niegan a cerrarse. Ya ni siquiera pido que cicatricen, solo que se cierren y palie el dolor.
Juro por lo que más quiero que intento hacerlo lo mejor que puedo con Nasser. Lo he matriculado en un buen instituto, le he apuntado a baloncesto, que siempre le ha gustado, le he comprado un móvil de última generación y trato de consentirle todo lo que no me consintieron a mí. Joder, si hasta le he prometido regalarle el carné de moto cuando cumpla los dieciocho. Una parte de mí, hizo esa promesa con la esperanza de disponer de un año de margen para que Nasser no cometa las locuras que, al parecer, llevamos inscritas en la sangre. Como si un objetivo a largo plazo le aclarara un poco las ideas y le diera un motivo para seguir... vivo.
—¿Ya? —pregunta, aburrido—. A este paso, cuando acabes, ya habrán terminado las clases...
—Ya casi—mascullo, empecinado. Este nudo lo deshago por mis huevos.
No puedo fracasar en una tarea tan jodidamente simple como anudar una puta corbata de mierda. Necesito una pequeña victoria, aunque no signifique nada. Necesito... necesito hacer una cosa bien. Solo una. Demostrar que puedo con esto, que puedo darle lo que le falta. Yo de pequeño me quedaba asombrado cuando César se ataba la corbata a la velocidad del rayo. A mí me costaba una barbaridad. Pero luego Lyon me enseñó. Recuerdo lo gallito que me puse el primer día que me anudé la corbata yo solo. Entré a la cocina pavoneándome y César respondió con una divertida ceja alzada.
—Fíjate—me dijo—, menudo hombretón estás hecho.
Y apenas había cumplido los quince.
Uso los tristes restos de uñas que no me he mordido para deshacer el nudo y la tela se desliza liviana por el dorso de mis dedos antes de que tire de los extremos para alinear una punta con otra.
—Se anuda así—le explico los pasos a la par que los realizo, aunque sepa que no me está haciendo ni puto caso.
—¿Qué leías antes? ¡AH! Que me ahorcas, joder. Si quieres matarme, pégame un tiro, pero no esto.
—Por preguntón—le doy una palmadita en el hombro después de asegurar el nudo. Ha quedado niquelado—. El desayuno te espera en la encimera. Come rápido. Voy a cepillarme los dientes y te llevo a clase.
Nasser pasa por mi lado y procede a engullir las tostadas que le he preparado. Ayer fui al supermercado explícitamente para comprarle la mantequilla que le gusta ¿Se habrá dado cuenta?
—¿Hoy tampoco vas a las prácticas? —me pregunta, y por primera vez no detecto ningún ápice de maldad o provocación en su voz—. Vas a suspender. Sería un palo que sacaras un cero por vigilarme las veinticuatro horas del día.
No te vigilo, te cuido. Pero no lo digo porque... porque creo que todavía es demasiado pronto para darme tanto mérito. Justo iba a cruzar el umbral de la arcada cuando mis pies se detienen de golpe. De hecho, ni siquiera soy verdaderamente consciente de lo que estoy haciendo cuando giro la cabeza y me quedo mirando a Nasser. Está recostado en la encimera, con la corbata perfectamente anudada y una tostada untada de la mantequilla que le gusta. Se me acaba de ocurrir algo.
Mi primo alza una ceja cuando no digo nada.
—Qué mal rollo, primo. Pareces un puto loco mirándome así.
—¿Sabes? Hoy va a ser tu día de suerte; vas a faltar a las dos primeras clases y te lo voy a justificar.
Se le ilumina la cara.
—¿En serio?
—Sí. Voy a llevarte a un sitio la mar de divertido.
○○○
Nasser arruga la nariz en cuanto aparco la moto delante del pabellón donde mis coleguis y yo nos reunimos todos los miércoles de ocho a diez. No le explico nada mientras nos guardamos el casco bajo el brazo y lo oriento hacia la puerta.
—¿Vamos a entrar aquí?
—No, solo vamos a cruzar la puerta y meternos dentro.
Pone los ojos exageradamente en blanco y le doy una palmada en la nuca, dejando ahí la mano.
—Voy a presentarte a unos amigos. Son un poco grises, pero cuentan anécdotas interesantes.
Entramos al pabellón detrás de una pareja más o menos de mi quinta que suele faltar la mitad de los miércoles del mes. A ella no le gustan estas cosas y él la anima a, simplemente, escuchar las historias de otros. Nasser ojea el corto pasillo y no permito que frene el paso cuando se da cuenta del final de trayecto. Un espacio enorme se abre frente a nosotros y varias personas ya están ocupando las sillas que se han dispuesto en ese típico círculo que trata de propiciar un ambiente cercano y confidencial en el cual todos nos podamos ver las caras.
Nasser me mira al instante y, pese que haga fuerza para deshacerse de la mano que he anclado en su nuca, no aflojo y sigo presionándole para que avance.
—Suéltame—alza la voz, y unas cuantas cabezas se giran en nuestra dirección—. Yo me piro de aquí. No me puedo creer que me hayas traído a una de estas reuniones de yonquis.
—Exyonquis—corrijo, y lo empujo hacia delante—. Elige silla.
Nasser protesta bastante, pero finalmente consigo sentarlo a mi lado. Todos nos observan de reojo, y sé que muchos nos han relacionado como hermanos y piensan que es una lástima que haya terminado igual de mal que yo. Cuando llega la terapeuta, algunas sillas continúan vacías y ella se sienta en la que primero pilla.
—Siento el retraso—se disculpa la mujer, que en cuanto alza la cabeza y barre el círculo con la mirada para ver quien ha venido, se sorprende al tropezar con Nasser—. Vaya, una cara nueva. ¿Cómo te llamas?
Mi primo responde con un rictus torcido y un bufido desdeñoso. Luego se cruza de brazos y clava la vista en la puerta del fondo del pasillo; la de la salida.
—Es mi primo—contesto por él, masajeándole el muslo—. Ha tomado decisiones... espinosas y he pensado que le vendría bien un poco de terapia de choque.
Nasser suelta una risita desdeñosa que suena más bien como un chist tembloroso. Sigue sin mirar a nadie a la cara, pese a que muchos ojos lo repasan de arriba abajo y de abajo arriba. Como tiene la cabeza girada hacia la puerta, solo puedo verle la nuca. La terapeuta también lo analiza de la cabeza a los pies antes de esbozar la típica sonrisa de psicóloga, esa suave que, de alguna forma, logra inspirarte confianza.
—Bueno, primo de Henzo, es un placer tenerte aquí—le dice, amistosa—. Que sepas que siempre serás bienvenido y que todos vamos a ayudarte y a guiarte. Espero que la sesión te sirva y la veas como una experiencia nutritiva.
—Sobre todo nutritiva...—ironiza, y algo me aprieta la garganta cuando noto que algo no cuadra.
¿Le ha temblado la voz?
La terapeuta me mira, como esperando a que yo añada algo más que anime a mi primo, pero como no se me ocurre nada, me limito a darle un apretón en el muslo a Nasser. Pero no recibo ninguna reacción. Trago saliva. Creo que la he cagado. Pensaba que ver a otras personas en su misma situación le ayudaría a ver que siempre hay luz al final del túnel. Pero... pero nadie en esta sala parece muy contento...
Joder ¿Qué he hecho?
¿Y por qué esta gente no sigue la rutina habitual de las reuniones? ¿Cuándo va a hablar Ramón de su puta adicción al crack y de cómo eso arruinó su sueño de viajar por el mundo? El tío siempre cuenta lo mismo ¿Y hoy ha decidido guardar silencio? Me incomoda que todos nos estén mirando fijamente, casi esperando algo a lo que no le pongo nombre. Casi como si esperaran que yo le diera a Nasser la plantilla de respuestas de todas sus preguntas. Esperan que yo tenga la solución que mi primo necesita, igual que la tuvieron César y Lyon conmigo.
Tragó saliva con fuerza, aunque trato de que no se note mucho. También intento ignorar la presión visual cuando me inclino hacia el oído de mi primo.
—Oye—susurro—, ¿Te apetece que salgamos un segundo?
Nasser no responde, y lo único que me indica que me ha escuchado es que se ha puesto de pie. Sigue sin despegar los ojos de la puerta y yo sigo sin poder verle la cara y confirmar mis sospechas. La terapeuta, que se había girado hacia Nasser en cuanto se levantó, me mira enseguida, con la pregunta implícita en las pupilas.
—Vamos a que nos dé un poco el aire ¿Verdad, primo?—aclaro, y le pongo una mano en el hombro, acariciándole la curva del cuello con el pulgar—. No hace falta que nos esperéis para empezar.
La psicóloga vuelve a repasar a Nasser con los ojos, y gracias a su posición debe de ver algo que yo no, porque cuando devuelve la vista a mi cara, esboza una sonrisa comprensiva y alentadora que anuda más todavía mi garganta.
—Bueno, sabéis que la puerta siempre está abierta, por si decidís volver.
Asiento con la cabeza y me despido de todos con una mano.
—Yo también necesito que me dé el aire—se apresura a decir la chica que suele faltar los miércoles.
—Nora...—el novio la vuelve a sentar.
Nasser sigue sin mirar a nadie cuando echamos a andar hacia el pasillo y, en cuanto salimos del pabellón, se gira en mi dirección. Apenas me da tiempo a reaccionar cuando me mete un empujón que me manda contra la pared.
—¡¿Estás mal de la puta cabeza?! —me vocea, y trago saliva cuando me doy cuenta de que está llorando—. ¿No te riega el cerebro o qué coño pasa contigo? ¿¡Cómo has podido traerme a un sitio así!? ¡No soy un puto yonqui! ¿Te enteras?
—Nasser, no...
—¡Ni Nasser ni hostias! —se pasa el antebrazo por los ojos—. Te odio. Eres lo puto peor del mundo. No tienes ni puta idea de cuidar de alguien. Ves una herida abierta y solo se te ocurre volcar encima un puto bote de sal y vinagre. Vas a conseguir que un día de estos coja tu moto y me estrelle. Si algún día me pasa algo, que sepas que habrá sido por tu culpa, porque eres una puta mierda de primo.
Entreabro los labios, pero no consigo articular sonido. Ni siquiera logro respirar.
—Yo...
—Te odio—repite, y juro por Dios que lo siente de verdad—. Te odio, Sharif. Preferiría vivir con mi padre mil veces antes que contigo. Ojalá te hubieras matado tú.
Parpadeo. Joder ¿Por qué coño no reacciono? Me he quedado totalmente bloqueado. No me puedo creer que me esté pasando esto, que Nasser me esté soltando toda esta mierda. Sabía que no me merecía un premio al mejor tutor, pero... pero ¿Tan mal se me da? ¿Tan mal lo estoy haciendo?
Nasser me está mirando con la cara llena de odio, de rabia. Una balsa de lágrimas le gotea de las mejillas y respira todo lo agitado que no respiro yo, que ni siquiera noto la entrada del aire en mi cuerpo. De verdad me odia. Incluso más que a su padre. Su padre, que es la puta rencarnación del diablo.
—Ojalá mi padre no se hubiera ido—sisea, con los dientes estrangulados—. Ojalá hubieras sido tú al que hubiera encontrado inconsciente en el sofá. Ojalá César nunca hubiera aparecido aquel día; nos habría hecho un favor a todos.
○○○
Apenas puedo respirar cuando entro al piso. Juro por Dios que no puedo respirar. Me dejo caer en la pared, estampando la espalda contra ella y clavándome el gotelé por encima de la ropa. Retuerzo la tela de la camiseta en un puño, a la altura del corazón, mientras trato de sostenerme, de mantenerme en pie mientras siento que el mundo entero se abre bajo mis pies y me traga un puto abismo. Dios. Aprieto los párpados con fuerza. Necesito respirar.
Necesito...
No.
Joder, no me puedo creer que esté pensando en esa puta mierda ahora. Después de cuatro años no pienso...
Pero...
—¡Joder! —me llevo las manos a la cabeza, tirándome del pelo—. Dios. Que puta mierda. Todo es una puta mierda, joder. Estoy harto.
○○○
—Pero—Brooke se arrodilla en el suelo—. ¡Qué cosa más bonita! Parece un pastor alemán con cruce de algo ¿Desde cuándo la tienes?
—Desde ayer. Hace unos años que soy voluntario en una protectora y de vez en cuando acojo temporalmente a algunos perros para hacer hueco en el complejo y que así quepan más animalillos callejeros.
La cachorrilla menea el culo frenéticamente mientras Brooke la abraza y acaricia por todas partes. Barrilete se sube encima de su regazo y empieza a lamerle la cara mientras yo, recostado en la pared, las miro sin mirarlas realmente. No sé nada de Nasser. No me ha escrito desde ayer, y mi solución fue acoger a un perro desamparado para suplir mis carencias paternales. Dios, esto se me da como el puto culo.
—¿Cómo se llama? —me pregunta, y no sé por qué sonrío al verla a ella tan feliz.
—Barrilete—respondo, olvidando por un momento el tema de Nasser—. La encontraron detrás del barril de un bar y no me pareció mal nombre. Ya sabes, la mierda esa de apropiarse de aquello que te marcó para empoderarte.
Brooke me mira desde abajo, y su expresión meditabunda se ve un poco trastocada por el cachorro blanco que le lame la cara sin parar, reclamando su atención.
—Vaya—murmura—. ¿Por eso prefieres que te llamen por el apellido de tu madre y no por tu nombre? Tu padre se llamaba Sharif, y tu abuelo, y tu bisabuelo... ¿Si algún día tienes hijos, continuarás la tradición y lo llamarás igual?
Ni de puta coña.
Mi sonrisa se congela y Brooke curva los labios con socarronería.
—He investigado...
Ya, pues que no investigue tanto. Preferiría que no leyese ningún titular de mi pasado. Ni mucho menos buscara información sobre mi padre. Lo ponía a caldo en las entrevistas y eso siempre generaba mucha polémica.
—Bueno—despego la espalda de la pared—, voy a preparar café. Con leche SIN lactosa.
—¡Eh! —protesta, y me mosqueo de antemano porque la conozco y sé que va a insistir con el tema hasta conseguir una respuesta que la satisfaga—. ¡No has contestado!
Oigo los pasos de sus calcetines de elefantes y las patitas de Barrilete detrás de mí, pero no me doy la vuelta y dejo que sea su mano quien me gire el cuerpo antes de que entremos a la cocina. Me gusta que Brooke me toque. Me gusta su tacto porque, por un momento, logra disipar los nubarrones de mi cabeza. Cuando la miro a la cara, no puedo evitar explorar cada rasgo de su rostro. Es como si siempre viera un cuadro nuevo por primera vez y quisiera captar cada detalle, atesorándolos para siempre en mi baúl de los recuerdos bonitos.
Brooke tiene unos ojos enormes, felinos y llenos de color. Nunca había visto un verde tan intenso, parece artificial, como si Picaso los hubiera pintado con cuatro brochazos. Y sus labios... Ella dice que son naturales, pero yo sé de sobra que se los embadurna a diario con el brillo ese que pica y los hincha. Aunque me da igual. Dudo mucho que el pintalabios ese tenga complejo de mesías y haga milagros en la boca de la gente. Me gusta que cuando Brooke sonría se muerda siempre el labio inferior, porque le da un aspecto travieso y juguetón. Me gusta que nunca sepa predecir el rumbo de sus pensamientos. Cada vez que abre la boca para decir algo, trato de adivinar lo que saldrá de ella, pero siempre me sorprende con alguna ocurrencia o pregunta meticona.
Y también me gusta que sea ella, sin florituras ni adornos. Brooke sabe que es un poco desastre, y no se molesta en ocultarlo o disimularlo. Simplemente se deja ser, y eso, en realidad, más que gustarme, me encanta.
—Deja de mirarme así—protesta, riéndose—. No vas a persuadirme. Quiero respuestas.
—Tú siempre exiges respuestas.
—Bueno—encoge un hombro con falsa inocencia—, soy una persona curiosa.
—Mhm...—finjo que me lo pienso y ella se muerde la sonrisa de esa forma que me vuelve loco—, yo no diría curiosa. Más bien...
—Por el bien de tu integridad física—me corta—, voy a interrumpirte para que no acabes esa frase con algo de lo que luego puedas arrepentirte. Y por el bien de mi integridad física, no voy a insistir más con tu vida. Quid pro quo.
Niego con la cabeza, pero estoy sonriendo. Al final, nos tomamos un café en la cocina. Brooke se aúpa de un saltito en la encimera e intento contener una carcajada cada vez que veo como le cuelgan los pies. Barrilete corretea a nuestro alrededor, poniéndonos ojitos y gimoteando con la esperanza de que le caiga algo de comida. El sol entra al sesgo por la ventana, creando una atmósfera calentita y muy tranquila. Hacía mucho tiempo que no se escuchaba silencio en este piso. He dejado la puerta de la terraza abierta para que Barrilete entre y salga a su antojo, pero, como se ha cansado de mendigar comida, ha preferido acurrucarse en el empeine de mis pies y roncar.
El silencio flota entre nosotros como pompas de jabón llenas de pensamiento. Que a gusto se está. Antes no valoraba tanto el silencio, pero hoy en día me cuesta mucho intimar con una persona que no sepa respetar mis momentos de introspección y los rompa parloteando sin parar. Y Brooke, aparte de respetarlos, los comparte. De alguna manera, siempre consigue hablar cuando me apetece charlar y callar cuando me apetece navegar sin rumbo por mi mente.
La miro de reojo y una curva se desliza discreta por mi boca cuando veo como se mete distraídamente un mechón rubio tras la oreja mientras observa como un gorrión que se ha posado en la tapa del cubo de la basura va dando saltitos en círculos, intentando alzar el vuelo. Agita las alas con desesperación, pero no consigue despegar nunca. Brooke no ha parado de repiquetear rítmicamente el pulgar en el extremo superior de la taza que abraza entre los dedos y los muslos. Me pregunto qué estará pensando. Y también me pregunto si algún día lo compartirá conmigo. O si yo podré compartir mis negruras con ella.
—Fue bonito, y muy triste—murmura de pronto, y necesito sacudir la cabeza para centrarme en lo que dice.
—¿Eh?
Brooke gira el cuello en mi dirección y siento el choque de sus ojazos verdes con los míos como el impacto de un rayo que se sumerge por la cabeza y emerge por los pies. Joder.
—La metáfora del ave fénix y el brote de amapola—aclara, aún bastante meditabunda—. Le he estado dando vueltas a eso de que existe gente que, de tanto intentar sacar lo mejor de otra persona a su modo, termina estancándolas por no saber animarlas bien.
Ya, yo en mi momento menos esquizofrénico comparando a Rash con un pajarraco de fuego y a Lara con un capullo verde. Sí... por ese entonces todavía olisqueaba alguna que otra raya de apoyo moral. Aunque concuerdo con mi yo del pasado.
No me avergüenza reconocer que le puse fecha de caducidad a la relación de mi mejor amigo en el preciso instante en el que los vi de la mano. Lara me cae de puta madre ¿Eh? Me parece una chavala de la hostia con unas vibes estupendas, pero no vibra en la misma sintonía que mi amigo. Rash... Joder, Rash es pura pasión. Y Lara... Lara es la mesura personificada. Verlos juntos era como ver un brote de amapola que nunca termina de brotar y a un ave fénix esperando a que floreciera para echar por fin a volar. Estaban perdiendo el tiempo, y peor aún, frenándose el uno al otro.
—¿Y tú? —me pregunta, mirándome fijamente—. ¿No se te ocurrió ninguna metáfora para ti?
Puf... muchísimas. Pero dudo que te apetezca escuchar alguna.
—No, la verdad—hago un gesto despreocupado con la boca—. No pienso demasiado en mis relaciones amorosas.
Brooke se cree una persona poco expresiva, pero os juro que los rasgos de su cara componen un atlas emocional que descifré el mismo día que nos conocimos. Cuando arruga el ceño y echa ligeramente la cabeza hacia atrás, algo no le gusta y seguramente opte por detenerlo. Cuando frunce la nariz, definitivamente no le gusta ni lo que está escuchando ni lo que está viendo. Y cuando alza ambas cejas y una diminuta sonrisa aúpa las comisuras de sus labios, le encanta lo que tiene delante. Recuerdo que cuando me conoció, su cara pasó por esas tres fases en menos de cinco segundos, pero en orden inverso. Primero le encantó lo que vio, luego definitivamente lo odio y al final me dio una oportunidad con ligera reticencia.
Siempre se me ha dado bien leer el lenguaje corporal de la gente. Mi psicóloga dice que tengo el sentido de la empatía enardecido al máximo. No lo considero algo positivo; tampoco negativo. Pero preferiría no ser una esponja emocional que absorbiera toda la mierda del resto para disminuir su sufrimiento.
El caso es que Brooke ha arrugado el ceño y echado ligeramente la cabeza hacia atrás, y tras meditar mi respuesta durante dos breves segundos, el rechazo definitivo se manifiesta latente en su cara cuando frunce la nariz y, además, alza la esquina del labio.
—¿En serio? —me pregunta, sin pelos en la lengua—. ¿Nunca has analizado tu versión enamorada?
—Supongo que la hubiera analizado si alguna vez me hubiera enamorado. Estuve cerca de conseguirlo, supongo, pero lo frené a tiempo porque no era el momento.
Ahora, en tiempo récord, el asco da paso a la sorpresa y Brooke alza las cejas, sonriendo un poco.
—Tienes veinticinco años, Sharif ¿Cómo no has podido enamorarte nunca? ¿Ni con dieciséis?
Niego con la cabeza y ella suelta un bufido tan divertido como altanero.
—No me lo creo.
—Te lo juro—me río—. ¿Por qué siempre crees que te miento?
—Porque eres un hombre—bromea, y pongo los ojos en blanco, porque nosotros funcionamos así—. Y porque a tu versión más sádica le encanta vacilarme. He desarrollado un detector de mentiras sharifniano.
—Pues bájale la intensidad, porque no todo lo que te digo es mentira.
—¿Cómo cuando me has negado que nunca te has atribuido una metáfora, cuando claramente lo has hecho?
Ahora el que alza las cejas soy yo y Brooke sonríe como el gato ese loco de Alicia en el País de las Maravillas.
—Soy una persona muy perspicaz, Sharif—me dice, y suena un poquito a aviso—. ¿Cómo te imaginas a ti mismo en tu cabeza?
—Supongo que igual que cuando me miro al espejo.
—Ya.
—¿Y tú?
Brooke se muerde la sonrisa y encoge un hombro, a lo que yo tengo que hacer un gran esfuerzo para no sustituir sus labios por los míos y la encimera donde tiene sentado el culo por mis manos.
—Yo he preguntado primero.
Eso me saca una risotada, porque esta tía ha nacido con una caradura que se la pisa. Me encanta.
—Tú siempre preguntas primero, Brooke.
—Porque odio las dudas.
—Joder, pues yo debo de parecerte un misterio de Indiana Jones...
—Desde el primer día—me responde, y mi sonrisa se mitiga un poco porque sé que va a tirar de la cuerda hasta tensarme y romperme—. Nunca hablas de tu pasado y te mosqueas cada vez que alguien lo menciona. Luego me contaste que te sientes identificado con tu primo, que... Bueno, digamos que Nasser es, cuanto menos, problemático.
—Brooke...—le advierto, con los hombros rígidos—. No sigas por ahí.
—¿Por qué?
Me acojona saber cuántas veces al día formulará esa puta preguntita.
—Porque es algo muy personal y privado.
—Pero... —se muerde el labio inferior, y por primera vez lo hace sin sonrisa—. Bueno, vale. No insisto más.
—Perfecto.
Pero ya me he cabreado y cerrado en banda.
Esto es lo que más odio de Brooke, que le cueste tantísimo saber cuando parar. La tía pregunta y pregunta hasta que da con el tope, y lo peor es que, incluso con esas, continúa exigiendo más.
Sinceramente, eso me echa muchísimo para atrás. Brooke me gusta una puta barbaridad. En serio, lo que me provoca no es ni medio normal. Me encanta como es, como habla y como le encuentra lo divertido a lo dramático. Pero no sé hasta qué punto puedo salir con una persona que me presione tantísimo a profundizar sobre una herida abierta que he tapado con una tirita y que prefiero olvidar; como si me hubieran rajado la espalda de nuca a coxis, mientras no use un espejo para ver la incisión, no existe.
Mientras Nasser no vuelva, no existe.
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