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CAPÍTULO VIII



Copenhague – Vetusta Morla

Él corría, nunca le enseñaron a andar. Ella huía de espejismos y de horas de más.

¿EL ALOE VERA SE PUEDE FUMAR?

○○○


—¿Chupito?

A esa invitación tan peligrosamente atractiva pueden seguirle diversas respuestas que determinarán cómo de mal acabarás la noche. En nuestro caso, cada uno contestó diferente, pero todos dijimos lo mismo.

—¡Sí! —Trevir alza la copa.

—Voy a vomitar...—Larichi bosqueja una mueca.

—¿De qué? —Henzo ladea la cabeza.

—¡CHUPITO! —exclamo.

—Si pedís tequila yo me retiro—coacciona Rash.

Al final, los seis nos apelotonamos en un huequito minúsculo de la barra y sometimos al pobre camarero a una dura presión visual en grupo para que nos atendiera rápido. Como las bajitas tenemos preferencia, ocupamos la primera fila, y el resto detrás. Trevir, que mide un poco menos que los demás chicos, aprovecha esos pequeñísimos centímetros de diferencia a su favor y se cuela bajo mi brazo, sonriente. Puedo sentir los ojos de Hunter grabándome una estrella de seis puntas en la nuca mientras murmulla un cántico satánico que me borre de la faz de la Tierra. Henzo se ha colocado detrás de mí, y sonrío al sentir su aliento en la curva del cuello cuando se inclina hacia delante para hablarme al oído.

—¿Te apetece cambiar la música pop por rock? —propone—. Aprovechemos que el alcohol ha surtido efecto y convenzamos a los chicos para trasladarnos.

Mientras un único camarero culebrea agobiado por la barra intentando atender a todo el mundo, Henzo se echa muy imperceptiblemente hacia atrás cuando yo muevo la cabeza para encontrar su mirada. La punta de su nariz prácticamente toca la mía.

Sonríe.

Sonrío.

Y se siente como si compartiéramos un secreto.

—¿De verdad crees que podemos convencer a ese de ahí? —señalo disimuladamente a Rash, que chapurrea una de las canciones de One Direction, usando su puño como micrófono.

Henzo lo mira, lo evalúa y vuelve conmigo.

—Tú déjame al adolescente a mí. Tengo buena mano con los niños.

—¿Y yo me encargo del resto? —finjo indignación—. Menuda repartición más injusta.

—Por favor, Trevor se convence solo, Hunter solo necesita una copa gratis y Lara va dónde tú vayas. Como fracases en tu misión, temo por el futuro del país.

—Perdona, pero la dificultad no se mide por...

—¿Qué os pongo?

La voz del camarero interrumpe nuestra conversación, y como Hunter ha acaparado a Trevor y Larichi sufre un ataque de ansiedad en cada interacción social que incluya hablar con una persona desconocida, me toca responder a mí. Me giro hacia muchacho y le pido los seis chupitos, inclinándome un poco sobre la barra para decírselo al oído y que lo escuche bien por encima de la música. El camarero asiente una vez con la cabeza y se pasa el antebrazo por la frente antes de desplegar diligentemente una fila de vasitos frente a nosotros. Luego los sobrevuela con la botella, llenándolos todos de una. Que velocidad. Yo lo derramaría todo y me despedirían.

Tú siempre pensando lo mejor de ti...

—¡Seis pavos! —el chico cierra la botella y se limpia las manos en la camiseta, alzando la mirada hacia el grupo por primera vez—. ¿Tarjeta o efecti...? ¡Hostia puta! ¡¿Eres Venom?! No me jodas, chaval.

¿A quién le habla? Los ojos del camarero chisporrotean felicidad al tiempo que revolotean frenéticos por encima de mi cabeza. ¿Qué pasa? ¿Ha dicho Venom, la némesis de Spiderman? Curioseo las reacciones del resto y frunzo el ceño al fijarme en que todos tienen la vista clavada en un punto fijo, también más allá de mi cabeza. Dirijo la mirada hacia atrás y encuentro a Henzo con una sonrisa tensa en los labios. ¿El camarero se refería a él?

—Hola—saluda, bastante incómodo.

Sin vergüenza ninguna, el chaval se inclina sobre la barra, extiende la mano para apartarme descaradamente, y le ofrece a Henzo un plano perfecto del interior de su antebrazo. Con la otra zarpa le tiende un bolígrafo con la barrita de tinta más baja que mis expectativas con los hombres.

—¿Me firmas? —casi le suplica—. Quiero tatuármela. Me encantas, tío. Tu música me ha salvado de miles de resacas y noches de puta pena. Necesito que vuelvas ya.

¿Su músi...? ¡Aaaaah! Que Henzo antes de estudiar concienzudamente medicina componía canciones de rap que gustaban mucho a la gente. Se me había olvidado. Repaso a Henzo de arriba abajo cuando no mueve ni un músculo. Se ha quedado mirando fijamente el bolígrafo, inexpresivo. ¿Qué le pasa? ¿Por qué no le autografía ya el brazo al chaval; hay clientes mirándonos fatal por estar entreteniendo al camarero?

Finalmente, Trevor, en su bonito mundo de ingenua felicidad, engancha el bolígrafo y prácticamente se lo mete en la boca a su amigo al agitarlo delante de su cara.

—Te dice a ti, colega.

Henzo clava los ojos en Trevor, pero más que ver a su amigo parece estar viendo una columna de humo; porque ni reacciona ni tampoco parpadea. De hecho, da la sensación de que simplemente mira en su dirección como si en lugar de una persona hubiera una extensión de vacío espacial. Finalmente, tras unos breves pero tensos segundos de silencio, Rash se percata de la situación y carraspea antes de ponerle una mano en el hombro a Henzo, dándole un apretón suave.

—Venga, tío, lo has hecho miles de veces. Sabes que no significa que tengas que volver.

Henzo se gira hacia él, y la niebla de su mirada se disipa ligeramente cuando parpadea y asiente con la cabeza a la vez que la sacude un poco, como si acabara de volver de un trance muy chungo quisiera desprenderse de los malos pensamientos.

—Sí, sí—se pasa una mano por el pelo, luego le sonríe al camarero y acepta el bolígrafo—. ¿Dónde te firmo?

El muchacho mueve el brazo con entusiasmo, señalando la pequeña porción de piel que no ha llenado de tinta todavía, justo por debajo del pliegue del codo.

—Aquí. Pienso tatuarme tu firma.

—Joder, pues voy un poco borracho—murmura mientras acerca el bolígrafo al lienzo—. Espero no pifiarla.

—Cualquier cosa que salga de tus manos molará—le tranquiliza el muchacho, igual de convencido que emocionado—. Dios, te juro que me encanta tu música. ¿Cuándo vas a volver?

Henzo está a mi lado y percibo con los cinco sentidos el súbito disparo de tensión que le crispa los hombros. Alza bruscamente la cabeza hacia la cara del chaval y se queda mirándolo a los ojos durante cinco eternos segundos. Luego vuelve a bajar la vista hacia el brazo.

—No lo sé—responde, y casi me abrazo a mí misma del frío que siento de pronto—. Ya está la firma. Te pago los chupitos con tarje...

—No, no, no—niega frenéticamente mientras se acaricia el futuro tatuaje, fascinado—. Invita la casa. Muchísimas gracias, Venom. Siento ser pesado, pero de verdad, me encanta tu trabajo. Tu canción Baladas Malva la pinchamos siempre. A la gente le flipa.

—Ya.

—Y la de Reina de las Ratas y Plata o aplomo. Pero mi favorita es Cariño mío, aunque da un poco de pena. Bueno, ¿Y la de Nostalgia de plata? Esa es brutal. Buah, y la que le dedicaste a tu madre. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí. Ni estás, ni nunca estarás. Es preciosa, tío.

Automáticamente, Henzo engancha el vaso de chupito y se lo traga de una, sin siquiera esperar al resto.

—¿Puedes rellenarlo? —le pide al muchacho, que asiente enseguida con la cabeza y cumple con su deseo en tiempo récord—. Gracias.

—¡Oye! —una tía cualquiera empieza a chasquearle los dedos al camarero—. ¡Menos cháchara! ¡Llevo dos horas esperando, joder!

Qué maleducada.

—No le chasquees los dedos al chaval—le reprende Rash de pronto, en plan defensor del pobre, y todos nosotros nos quedamos mirándolo con los ojos muy abiertos—. No es ningún perro, niñata.

La chavala abre la boca de par en par, y, cuando me fijo bien en ella, enseguida la identifico. La estúpida de la clase de Larichi. Esa imbécil que le tira bolitas de papel a mi amiga cada puñetero día y se inventó el rumor de que habían enchufado a Larichi en la universidad por ser hija de un condecorado biólogo marino. Ahora entiendo la reacción de Rash.

一Vamos ¿No? 一Henzo alza su vaso recién rellenado, mirándonos con impaciencia—. El alcohol se calienta.

¿Qué le pasa? ¿A qué ha venido ese cambio de actitud? Mi curiosidad interna se retuerce cuando cada uno coge su chupito con toda la normalidad del mundo y, en lugar de comentar lo que acaba de pasar, siguen el brindis de Henzo. Bueno, Hunter sí que busca mi mirada para preguntarme telepáticamente qué coño acaba de ocurrir. Yo respondo que no lo sé con un encogimiento de hombros y una mueca con la boca, y, en cuanto nos bebemos el chupito, intercambiamos la mirada-señal.

—Voy a salir a que me dé el aire—pronuncia el código secreto.

—Te acompaño—empiezo a abanicarme con la mano—. Ese chupito me ha subido los calores.

—¡Fantástico! —enhebra su brazo con el mío—. Enseguida volvemos.

Ni siquiera esperamos una respuesta cuando nos internamos de nuevo en el tumulto. Salimos de la discoteca y nos falta tiempo para mirarnos con los ojos muy abiertos y sacudir una mano con vehemencia.

—Vale, Brookie—nos acodamos en una de las mesas altas de fuera, uno frente a otro—. ¿Qué coño acaba de pasar? Qué fuerte.

—¿Tú también te has dado cuenta? —hundo la mano en el bolsillo del abrigo para sacar el tabaco—. La situación requiere cigarrito ¿Quieres uno?

—Por supuesto que sí. Desde que Trevor se ha propuesto dejar de fumar, no fumo delante de él y, como lo tengo cada día en mi habitación, estoy que me subo por las paredes.

—Trevor no fumará, pero a mí ya me ha gorroneado tres cigarros y a Henzo otros tres.

—Y a mí también me ha pedido tabaco, que yo le doy encantado ¿Eh? Pero, vamos, así yo también me voy a proponer dejar de fumar.

—Ya ves. Bueno, que nos desviamos del tema.

—Eso, eso. ¿Has visto la cara que ha puesto Henzo cuando el camarero lo ha llamado por ese nombre raro? Ese esconde algo, te lo digo yo. Y tú sabes que en esas cosas nunca me equivoco ¿eh? Nací con un radar para los secretos. Como los cerdos esos que rastrean trufas, pues yo igual, pero con las entretelas de la gente.

—Sí, sí—empiezo a liarme el cigarro—. ¿Tienes el móvil a mano?

Hunter frunce el ceño, confuso por el cambio de tema, pero igualmente me enseña el teléfono que saca del bolsillo del vaquero.

—¿Por?

—Busca en Internet la canción esa de Baladas malva o algo así. Vamos a leer la le...

—Hola.

Cierro la boca de golpe en cuanto la voz de Henzo brota de la nada. Ha apoyado los codos en la mesa, y el humo que sale del cigarro que trae entre los labios expele aromas demasiado silvestres para tratarse únicamente de tabaco. Fieles a nuestra discreción máxima, ni Hunter ni yo nos dignamos siquiera devolverle el saludo mientras intercambiamos miraditas significativas que comprenden secretos más allá de nuestra casi pillada chismosa y de que el foco de nuestros marujeos acaba de plantarse a nuestro lado mientras se aprieta un buen porro entre pecho y espalda.

Aunque a Henzo parece sudársela que dos personas estén hablando telepáticamente sobre él delante de sus narices. De hecho, me da la sensación de que ha saludado por educación, porque tiene cara de estar en cualquier parte del mundo, menos con nosotros. Él le da una profunda calada al "cigarro" y, cuando expulsa el humo, Hunter retuerce el cuello en su dirección y lo escanea de pies a cabeza.

—¿Te estás fumando un porro? —exclama.

Madre mía...

Henzo tiene un codo en la mesa y cara de muy pocos amigos cuando le enarca una ceja de reojo.

—No—responde, brutalmente irónico—. Estoy chupándole la sabia a un rulo de aloe vera.

Hunter va demasiado borracho y frunce el ceño, extrañadísimo.

—¿El aloe vera se fuma? Vaya... ¿Y sube? Quizá te hidrate la garganta, como se utiliza para cremas y cosas de esas.

Henzo se mueve para mirarlo abiertamente y arruga más todavía las cejas, casi montando el inicio de una sobre la otra.

—Era sarcasmo, tío. Claro que es un porro.

—Ah—responde, y me entran ganas de pedirle que pare de mirar el porro con deseo—. ¿Me das un calo?

Ha tardado en gorronear.

Al final, los tres terminamos compartiendo el cigarrito de la felicidad, y Hunter, que ya de por sí vive con la risa por bandera, después de tres caladas se descojona hasta por entablar contacto visual con una piedra. Henzo lo mira de reojo cuando entramos en la discoteca y va directo a abrazar por detrás a todos sabemos quién. Y todos sabemos que no pasaría nada, si Trevor no estuviera parloteando muy animadamente con una chavala que se queda mirando a Hunter con los ojos muy abiertos. Luego se gira hacia Trevor y le hunde la uña en el pecho.

—¡Eres un cerdo! —espeta—. ¡No te mereces a tu novio! Ni tú tampoco te mereces a un novio tan mierdas como este. No te conozco, pero tienes cara de ser una persona estupenda.

Madre mía.

Henzo oculta una carcajada en su hombro y Trevor parpadea mientras Hunter babea por su perfil, todavía aferrado a su espalda, y la muchacha se larga sin más dilación. Aunque su despedida épica se resiente un poco cuando tropieza con el pie de un chaval que bailoteaba por ahí delante y casi se come el suelo. Ahora sí que a Henzo se le escapa una carcajada gigantesca que activa el gas de la risa entre Hunter y yo. Trevor nos mira raro mientras los tres nos descojonamos.

—¿Qué pasa? —pregunta, sonriendo un poco—. ¿De qué os reís?

Hunter sigue pegado a su espalda cuando descansa la barbilla sobre su hombro, rodeándole la cintura con los brazos. Trevor no reacciona ante el gesto. De hecho, actúa como si fuera su pan de cada día y vuelve a preguntar por qué nos reímos. Henzo los repasa a ambos con los ojos y busca mi mirada de soslayo.

Mhm... Suspicius...

—Espero que hayas traído espátula, porque a esos dos no los despegamos ni con aceite hirviendo.

Alrededor de las cuatro de la mañana, One Direction nos sabe a poco y optamos por cambiar de discoteca. Rash y Larichi prefieren una que pinche reguetón, pero Henzo y yo nos negamos. En mitad de una calle, iniciamos un debate sobre qué música es mejor, si rock o reguetón. Por otro lado, Trevor le lía un cigarro a Hunter, que se ha sentado en el bordillo de la acera y está mirando al rubiales con una fascinación increíble. Tiene el puño en la mejilla y una sonrisa suave en los labios.

Quiero a alguien que me mire como Hunter mira a Trevor.

Voilá—Trevor le muestra el cigarro—. ¿Fuego?

—Implacable.

—¿Eh?

—¡Trevor! —interrumpo su conversación, alterada—. ¿Qué prefieres: reguetón o rock?

Él está sentado en la acera, así que necesita girar el cuello hacia atrás para mirarnos.

—¿Eh?

No se entera de nada.

—Trevor prefiere rock—asegura Henzo, como si conociera a su amigo mejor que él mismo.

—¿Rock? —Hunter tuerce el gesto—. Yo paso.

Para una vez que el tío interviene en una conversación grupal y es para llevarme la contraria. Justo cuando creía que los bandos se habían dividido en tres contra tres, Trevor mira a Hunter y se rasca la mandíbula, claramente dudando sobre su postura. No. Vamos a perder a un soldado.

—Podríamos separarnos—sugiere Rash, resolutivo—, que cada uno vaya a la discoteca que le apetezca.

—Pues sí—convine Henzo, asintiendo con la cabeza—. Trev, ¿Te vienes con nosotros?

Pero Trevor sigue mirando a Hunter mientras se rasca la mandíbula. Lo único que nos indica que ha escuchado a su amigo es la forma indecisa en la que aprieta los labios, porque por todo lo demás continúa con los ojos pegados en el perfil del emporrado. En cualquier otro momento, habría tejido varias conjeturas sobre esto, pero ahora solo me importa alargar la fiesta en el sitio en el que yo quiero.

—Pues...—empieza—. No sé. Hunter ¿Tú qué vas a hacer?

—Si vienes con nosotros te invito a una copa—salto enseguida, un poco desesperada por reclutar a gente.

El trato puede dirigirse a cualquiera de los dos, pero claramente es Hunter quien se da por aludido y acepta enseguida.

—Tú prefieres rock ¿no, Trevir? —le pregunta.

—Me da igual—encoge un hombro, y nadie duda de su palabra porque realmente hasta la vida se la suda.

—Pero si no conoces ninguna canción de reguetón—se ríe Hunter.

—Me sé las que escuchas tú—protesta, ladeando la cabeza—. Y algunas de Rash.

—Pero te llama más el rock.

—Sí.

Y de este modo, terminamos los cuatro en un tugurio de mala muerte apelotonados en torno a un futbolín con varios salpicones de bebida en la mesa. Antes de iniciar el juego, Henzo y Hunter han ido a por las cervezas mientras Trevor y yo guardábamos el sitio. Luego hemos soltado los botellines en la misma mesa redonda en la que nuestra frenética tendencia al desorden ha amontado las chaquetas y nos hemos enzarzado en una partida infinita. Vamos Hunter y yo contra Trevor y Henzo. Y el capullo de Henzo juega demasiado bien.

Varias personas se arremolinan a nuestro alrededor, a la espera de que finalice el juego y cedamos el turno. Sin embargo, Henzo y yo necesitamos la victoria como el respirar, y no ha sido buena idea enfrentar a las dos personas más competitivas del grupo; porque ninguno va a aceptar la derrota.

Hunter resopla cuando consigo parar el pepinazo de Henzo, que escupe un exabrupto. No miento si aseguro que la última pelota nos está durando quince minutos. Nos jugamos la victoria a un único gol y perder no es una opción.

—Por Dios, si estáis jugando solos—protesta Hunter, que ha optado por alzar sus muñequitos y despejar nuestra parte del campo.

—Deberíais haberos puesto juntos—murmura Trevor, que ha seguido el ejemplo de mi compañero.

—Mierda—mascullo cuando Henzo me la cuela por los delanteros.

—Esos reflejos, Brooke...—se recochinea, el capullo.

El hecho de que la gente que esperaba para jugar empezara a disiparse entre resoplidos y maldiciones no muy halagüeñas, debería habernos avisado de que quizá tocaba enterrar el hacha de guerra. Pero yo quiero ganar. Finalmente, como ambos mareamos la pelota entre las dos filas de delanteros y defensas, con alguna que otra intervención tocapelotas del portero, Trevor, en un momento de desesperación máxima, arriesga la integridad física de su mano al introducirla velozmente entre los pies de nuestros monigotes, atrapando la pelota y lanzándola a la portería de Henzo, que no lo ve venir y se come el gol con patatas.

—¡SÍ! —alzo las manos en señal de clara victoria—. ¡He ganado! ¿Quién tiene que pulir sus reflejos ahora? ¿Eh, manquito?

Henzo ha sufrido un duro golpe en el ego y no despega los ojos de la escena del crimen, mientras que yo celebro mi victoria entre sorbos de cerveza y bailoteos un poco ridículos. Una chica que llevaba un buen rato esperando el turno se abalanza sobre el futbolín para introducir la moneda en la ranura, declarándolo oficialmente suyo. Aparta a Henzo delicadamente con la cadera para ocupar sus mangos y solamente en ese momento él regresa al mundo real

Cuando alza la cabeza en un gesto automático y su mirada conecta con la mía, su ceño se arruga muy lentamente.

—Has hecho trampas.

Pero menuda falacia.

—¡¿Qué?! —detengo mi baile de la victoria—. He ganado limpiamente. No es mi culpa que tú tengas tan mal perder.

—Pero si Trevor ha metido la manaza en mitad del regateo para coger la pelota. Eso en mi pueblo significa tongo.

—Pero ¿qué pueblo? Aquí vivimos en una ciudad, paleto. Has perdido, y punto.

—Por Dios, es un juego—clama Hunter, que por fin se ha recuperado del colocón—. Parad de discutir y pensad un poco en los demás. Hemos venido a la discoteca que solo vosotros dos queríais, accedido a jugar al futbolín por presión y aguantado una puta partida interminable ¿Podemos hacer algo de gusto general por una maldita vez?

Henzo y yo paramos de fulminarnos con la mirada al instante. Nunca había oído a Hunter hablar tan serio. Pensaba que les gustaba el futbolín y que les apetecía venir a esta discoteca. No me había dado cuenta de que ambos habían estado cediendo todo el rato a nuestros gustos. Joder, ahora me siento fatal.

—Joder—murmura Henzo, bastante arrepentido—. Perdón.

—Sí, eso—secundo enseguida—. Lo mismo digo.

Hunter me pone mala y sé perfectamente la razón, pero finjo que no va conmigo y propongo un plan alternativo a gusto de todos para evitar una conversación incómoda. No entiendo por qué me cuesta tantísimo pedir perdón. Es como si esas dos míseras sílabas me produjeran alergia y no pudiera pronunciarlas sin sufrir un choque anafiláctico.

De todas formas, Hunter se olvida enseguida de mi particular forma de disculparme cuando Trevor lo engancha del codo para internarlo en el corazón de la discoteca. Henzo y yo intercambiamos una mirada antes de seguirlos y unirnos a los saltos y berridos. La noche termina desenvolviéndose de perlas y abandonamos el antro cuando nos echan. Nada más poner un pie en la calle, el sol nos clava sus rayos en los ojos y ahogamos un gemido de dolor.

—¿En qué momento ha amanecido? —gruñe Trevor.

La gente que sale de la discoteca se va dispersando según las calles que conducen a sus casas, mientras que nosotros nos quedamos parados en la pared de enfrente, pensando qué coño hacer con nuestras miserables vidas. A mí me ha dado frío, cosa de la que obviamente me he quejado en voz alta, y Henzo me ha prestado su chaqueta mientras me regalaba una de esas medias sonrisas que no sé por qué me atontan tantísimo. Luego me ha frotado los antebrazos con las manos para ayudarme a entrar en calor, y os aseguro que ha logrado su cometido con creces.

Y, claro, ahora parezco una foto de un anuncio de dentífrico, porque no puedo parar de sonreír de oreja a oreja mientras mis amigos agonizan a mi alrededor.

—Bueno—Henzo lame el papel del cigarro—. ¿Y ahora qué hacemos?

¿Cuántos pitillos se ha pimplado ya? ¿Setecientos? Como continúe así sus cuerdas vocales van a solicitar la prejubilación incluso antes de que decida retomar su carrera musical. No entiendo por qué está noche Henzo está devorando los paquetes de tabaco; normalmente no fuma tantísimo. Aunque algo me dice que todo está relacionado con su pasado en el mundillo del rap. Debería buscar información en Internet.

—No sé—Hunter encoge los hombros, hecho un ovillo contra la pared—. Qué frío ¿No? Se me van a congelar las neuronas.

—Si presionas la lengua contra el paladar, la sensación de frío disminuye—le dice Henzo, que está escarbando en los bolsillos de su chaqueta en busca del mechero. Yo llevo puesta su chaqueta. ¿Nadie más tiene mucho calor? —. Lo he estudiado.

—¿En serio? —pregunto, y compruebo su teoría, aunque, honestamente, en estos momentos mi cerebro parece Pinocho en una hoguera. Encima Henzo acaba de dar con el mechero, y se ha inclinado más todavía hacia mí para alcanzarlo con la punta de los dedos. Y ahora su nariz y la mía prácticamente se susurran los átomos de oxígeno mientras nos miramos a los ojos—. Mhm... No noto nada diferente.

Henzo levanta una ceja con aire malicioso cuando toma conciencia de la cercanía y de que he tartamudeado un poco. Entonces, saca el mechero y me lo enseña haciendo una elegante floritura antes de prender la llama delante de mi cara durante un mísero segundo que, ristemente, es suficiente para asustarme y que dé un respingo.

—Eso sí lo has notado ¿A que sí?

—Cabrón—pero me estoy riendo.

Se separa y devuelve la espalda a la pared, retomando la postura indolente de un pie contra el ladrillo y una mano en el bolsillo. Él tan tranquilo y yo midiendo en nanogramos la cantidad de aire que expulso por milisegundo para no dejar constancia de que he estado conteniéndolo durante la media hora en la que hemos estado pegados.

—Se supone que lo de lengua en el paladar ayuda cuando se te congela el cerebro por comer o beber algo frío—Henzo encoje los hombros mientras se acerca el cigarro a la boca, no muy interesado en la fiabilidad de sus conocimientos. Y yo me pregunto ¿A este chico le importa algo, aparte de fumar y atontarme con sonrisitas traviesas? —. Hablando de comer y beber ¿Desayunamos?

Creo que, en definitiva, solo le importa lo relativo a llevarse cosas a la boca...

De este modo, los cuatro terminamos sentados en una cafetería del centro a las siete de la mañana. Nos encontramos con más gente que vuelve de fiesta y con otros adultos responsables que inician la jornada y nos observan con ligera envidia y molestia por el jaleo que levantamos. Nosotros ocupamos una de las mesas pegadas al ventanal que da a la calle y, como me ha tocado la silla de fuera, la tarea de pedir el desayuno en la barra recae legítimamente sobre mí.

—Mi café con leche sin lactosa—insiste Henzo por cuarta vez mientras me pongo de pie.

—Sí, claro—bufo—. Pónmelo más difícil. Voy a trabarme pidiendo treinta cafés diferentes.

—Soy intolerante a la lactosa.

—Sí, claro.

—Que sí—se ríe—. ¿Por qué iba a inventármelo?

—No lo sé—finjo que me lo pienso, mosqueada—. Ah, ya sé. Quizá porque llevas vacilándome toda la noche.

Y el idiota se ríe, como restándole importancia al asunto.

—Te juro que esta vez no miento—alza las manos, demostrándome que no ha cruzado ningún dedo que invalide su promesa.

Enarco una ceja ¿Habla en serio? Con ojo clínico, analizo esa sonrisa eternamente granujilla, ese corte quinquillero en la ceja que no tiene nadar que ver con mentir o no mentir, pero que escruto igual, ese brillo juvenil en sus ojos claros y las palmas de esas manos tan masculinas y llenitas de anillos. Qué guapo es.

¡Brooke!

Ay, perdón. Sí, concentración. Detector de mentiras activado. Polígrafo, sentencie el veredicto.

Qué guapo es...

Hasta el polígrafo se me ha atrofiado. 

Finalmente, emito un ruidito de desconfianza resignada y descarto la idea de responder con un Vale, te creo que me pueda dejar de ingenua en caso de que me esté vacilando. En lugar de arriesgarme a quedar mal, deslizo la mirada hacia los demás antes de anclarla de nuevo en Henzo mientras pregunto:

—¿Alguna intolerancia más que deba saber?

—¿Patológica o adquirida? —se cachondea, el palurdo, y pongo los ojos en blanco—. He desarrollado muchas intolerancias hacia determinados grupos sociales a lo largo de mi dura existencia.

—¿No me digas? —le preguntó, irónicamente sorprendida—. Pues debe ser contagioso, porque justo he desarrollado una hacia ti—y luego miro a Trevor y a Hunter—. El intolerante sin lactosa, ¿Vosotros?

—¡Yo con canela! —exclama Hunter, entusiasmado—. ¡Y azúcar moreno!

Y yo con polvo de arcoíris, no te jode.

—Yo con bebida de avena fría y con hielo—continúa Trevor, y por un segundo de verdad pienso que me están vacilando.

—¿Es que nadie puede pedir un puñetero café con leche normal?

Henzo ni se molesta en disimular lo mucho que le divierte la situación y le pongo muy mala cara cuando se ríe.

—Venga, anda—empieza a levantarse, a lo que parpadeo ¿Qué hace? —. Te acompaño y pido yo.

—Genial—sonrío de oreja a oreja.

Pienso estar pendiente cuando le diga la comanda a la camarera; a ver si es intolerante a la lactosa de verdad.

Se ve que nuestro fino atino a la hora de seleccionar cafeterías ha ido a escoger la más concurrida de la ciudad, porque la cola para que te atiendan es kilométrica. La gente se hacina en derredor a la barra y resoplo cuando nos colocamos al final del todo, casi al lado de la puerta de entrada. Henzo me sonríe de reojo mientras me recuesto en la pared, cruzada de brazos y con una ristra de cuadros de molinillos de café y churros sobre mi moño deshecho.

—¿Tú como quieres el café? —me pregunta.

—Con leche.

—¿Solo?

—No, con leche.

Parpadea, y enarco adustamente una ceja cuando se echa a reír.

—¿Qué te parece tan gracioso? —inquiero, desconfiada—. No sabía que hubiera nacido payasa para hacerte reír tanto.

Que borde, tía.

—Me refería a si querías el café con algo más que leche, no a que fuera a pedirte un café solo. Estás empanada.

ª

—Ha sido una pregunta confusa—mascullo, y como he quedado fatal después de haber dejado constancia de mi empane mental, procedo a cambiar de tema—. ¿Qué es eso de Venom?

Fiel a mi pésima puntería a la hora de elegir rodeos discrecionales, la sonrisa de Henzo se congela un instante antes de esombrecerse un poco. Aunque el resto de su cara continúa igual, como si no hubiera ocurrido nada. Uy, que raro. Alzo las cejas con renovado interés.

—Antes cantaba—responde, y casi le tengo que suplicar que frene el podcast de su biografía...

Nótese la ironía.

—Un chico parco en palabras—comento, divertida.

Henzo me lanza una miradita de reojo, y quizá el hecho de que haya parado de hablarme de frente y orientado el cuerpo hacia delante debería hacer que sobreentendiera que no le apetece una mierda continuar la conversación. Pero el alcohol todavía fluye por mi organismo y mi exacerbada curiosidad se niega a aparcar el tema.

—Cantabas rap ¿no? —insisto mientras me rasco la barbilla—. No es un género que me llame mucho la atención.

—Mejor.

La cola avanza a paso de caracol, pero Henzo se pega más todavía a la persona de delante, impaciente.

—¿Por qué lo dejaste?

—Tesituras de la vida ¿Cuánto tardan en pedir nota en este sitio?

—¿Eso qué significa?

Henzo me lanza una mirada seca de reojo, y creo que debe leer en mi expresión que no tengo pensado parar de preguntar hasta saciar un poco mi curiosidad, porque finalmente, suelta un suspiro cansino y vuelve a fijar la vista al frente.

—Significa que preferí centrarme en la universidad.

—¿Eso quiere decir que no volverás a componer?

—No lo sé—mira la hora en el móvil, con la mandíbula apretada, y resopla—. Joder, macho. A este ritmo, cuando nos atiendan, será vía Oujia, porque me habré muerto hace un siglo. No me jodas.

—O sea que simplemente te estás tomando un descanso—considero, pensando en voz alta—. Debes ser muy bueno si la gente aún te espera después de más de cinco años de inactividad.

De pronto, Henzo me mira directamente y, por primera vez en mi vida, soy consciente de que en ocasiones conviene más mantener el pico cerrado y no tensar tanto la cuerda, que luego se rompe y te cruza la cara. Trago saliva ante su mirada pétrea.

—No necesito compañía para pedir cuatro cafés—empieza, y no sé por qué siento desilusión cuando vaticino el final de su oración—, puedes volver a la mesa con los demás.

—Pero...

Me callo cuando Henzo vuelve a centrarse en el frente. Tiene los hombros encuadrados y la punta del pie estrellándose compulsivamente contra el suelo. Se pasa una mano por el pelo y noto cierta violencia en sus gestos. Creo que he presionado mucho un tema que, por alguna razón que me muero por averiguar, no ha cicatrizado aún.

—Adiós, Brooke.

La forma en la que pronuncia mi nombre hace que descruce lentamente los brazos, como dolida. No me ha hablado mal, solo... No sé, ha sonado muy frío y distante. Joder, soy una maldita bocazas.

—No me importa acompa...

—Te he dicho que no necesito compañía—me interrumpe, sin despegar los ojos del frente y sin abandonar ese tono falsamente tranquilo—. Vuelve con Hunter antes de que arrincone a mi amigo contra el ventanal y le llene la ropa de babas.

Frunzo el ceño al instante. Por ahí sí que no.

—No hables así de mi amigo. Hunter jamás cruzaría los límites.

Entonces, Henzo hace la cosa que más odio en el universo y la cosa revienta. No soporto que la gente resople y mire la hora en el móvil cuando expongo algo que me cabrea.

—Denota mucha madurez tu forma de evitar un tema que te incomoda, Henzo. Bravo—doy un aplauso sarcástico—. Muy bien. Totalmente conmocionada.

Es instantáneo, vira el cuello en mi dirección y alzo la barbilla con soberbia ante esa mirada ensombrecida.

—También denota mucha empatía tu forma de insistir e insistir cuando no te dan pie a más.

—Pues perdóname por sentir curiosidad por tu vida. Creo que cualquiera que se encontrara en nuestro punto se interesaría por algo así. Llámame cotilla, pero no pesada.

Menos mal que estamos cabreados y ninguno se ha detenido más de la cuenta en ese patético nuestro punto. ¿Qué punto? ¿Qué cojones dices, Brooke?

—No te he llamado pesada—aclara lo primero de todo—. Me refería a que, aunque yo también sienta curiosidad por muchos aspectos personales de tu vida, mantengo la boca cerrada. Se llama educación.

Normalmente tiendo a pensar lo peor de cada persona para que cuando me fallen el golpe duela menos, pero creo que en este preciso momento pienso justo lo que Henzo me ha dado a entender con ese «aspectos personales de tu vida». Se refería al tema de mis fotos comprometidas. Es cierto que nunca me preguntó por qué alguien me haría algo así y entiendo que eso despierte su curiosidad, pero su tema y el mío no son remotamente comparables.

—¿En serio acabas de comparar tu situación con la mía? Con solo escribir tu puto nombre en Google podría saber hasta tu color favorito, pero prefiero preguntarte a ti, que para eso te estoy conociendo.

—¿Mi nombre? —suelta una carcajada seca—. Ni siquiera conoces mi nombre, Brooke. Henzo es el apellido de mi madre. Y táchame de psicópata, pero cuando empiezo a conocer a alguien primero pregunto lo básico antes de zambullir el hocico en lo personal.

¿Cómo? ¿Qué no se llama Henzo? Parpadeo. Aunque no permito que por haberme dejado momentáneamente sin palabras se crea que ha ganado la discusión y vuelvo a cruzarme de brazos.

—Bueno, pues vamos a conocernos partiendo de lo básico. ¿Cómo te llamas?

—A buenas horas.

—Lo bueno se hace esperar—sonrío cínicamente, sin prescindir del tono de enfado—. Venga, cómo te llamas. Nombre y apellido.

—Sharif Henzo—responde, también con voz de cabreo—. Encantado. 

Vale, no usa el apellido de su padre. Eso significa que no se llevan bien.

—Brooke Arison. Igualmente.

—Bien.

—Bien.

¿Por qué seguimos hablando con enfado si la discusión ha terminado?

—Pues ya está—bueno, lo retiro. No ha terminado—. ¿Contenta?

—Pues no.

—Pues qué pena.

—Pena la tuya, porque mía ninguna.

—Perdonad, pareja—una tercera voz tercia entre nuestros rayos láser—, siento interrumpir, pero os toca pedir.

¿Nos ha llamado pareja?

Una señora señala tímidamente todo el espacio vacío que se abre paso frente a nosotros. Mierda. Sharif Henzo y yo intercambiamos una última miradita de Esto no ha acabado y nos aproximamos a la barra donde una mujer teñida de rojo nos saluda con desparpajo.

—¿Qué queréis, guapos?

—Un café con leche sin lactosa, otro con bebida de avena...

Henzo endulza drásticamente el tono de voz a la hora de soltarle la parafernalia a la mujer, que asiente con la cabeza una vez para de hablar.

—Y de comer seis porras y una tostada con tomate—finaliza el pedido.

—Muy bien—y la mujer se vuelve hacia la ventana que da a la cocina—. ¡Seis porras y una media con tomate!

Henzo y yo ni nos miramos durante los seis minutos que tarda la camarera en preparar la comanda. Organiza los cafés en una bandeja que le ofrece directamente a él y a mí me tiende un plato con una pirámide de churros y otro con la tostada de Henzo.

—Gracias—sonreímos los dos al unísono, y acto seguido nos miramos mal por haber coincidido hasta en el momento de hablar. Me ha copiado el gracias...

—Que no se te caigan los cafés...—le digo, muy digna.

—He caminado sobre la cuerda floja durante toda mi vida, una bandeja no me supone ningún reto.

—Pues felicidades, funambulista de oro.

—Gracias, condecorada inspectora de vidas.

Nos miramos a la vez, entrecerrándonos los ojos, todavía parados en la barra.

—Tú primero—le suelto.

Y el idiota responde con una sonrisa amable que resuda ironía por cada grado de la curva forzada.

—No, por favor. Las damas primero. Fíjate, acabo de regalarte otro aspecto de mi vida personal; mi intachable educación.

Idiota.

Llegamos a la mesa cabreados e interrumpimos descaradamente la conversación sobre videojuegos que disfrutaban nuestros amigos.

—Tu tostada, Sharif Henzo.

—Tu café, Brooke Arison.

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