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Prólogo

Todas mis pesadillas comenzaron una noche de otoño, el viernes 22 de  septiembre de 1997, a las 01:11 de la madrugada.

Tenía apenas seis años cuando empecé a soñar con cosas que no podían ser reales, pero que se sentían terriblemente tangibles. Eran escenas llenas de misterio y horror, reflejos de vidas ajenas… y a veces de la mía. No era un don psíquico, porque nunca sabía a quién le ocurrirían esas tragedias. Solo veía las imágenes: rostros borrosos que se desdibujaban en las sombras, como si algo o alguien no quisiera que los recordara.

Mis padres decían que eran simples pesadillas infantiles, esas que tienen los niños pequeños que aún no han sido bautizados. Pero yo sabía que no era tan simple. Incluso a esa edad tenía la certeza de que ningún crucifijo o imagen religiosa podía protegerme. Cada noche era una batalla que peleaba sola, luchando contra el sueño, contra las visiones, contra aquello que me acechaba en la oscuridad.

La primera pesadilla que recuerdo fue la peor. Vi a un ser oscuro, alto, con ojos que brillaban como dos faros blancos. Sus brazos eran largos y delgados, como ramas secas, y llevaba un sombrero viejo que le cubría un rostro que no podía describir, como si mi mente se negase a comprenderlo. La escena era familiar: estábamos en la cena, mi familia y yo, cuando todo comenzó. Las luces comenzaron a parpadear, cada vez más rápido, hasta que explotaron en un estallido de chispas y penumbra. Me quedé inmóvil. Solo tenía seis años, pero ya había aprendido a no gritar ni llorar. Mis sueños me habían endurecido.

Mi madre se levantó para tomarme de la mano. Todo era un caos silencioso, oscuro y siniestro. Su grito helado me sacudió antes de sentir un abrazo frío, como si no fuera ella quien me sostenía. Y entonces las luces volvieron… pero algo no estaba bien. La escena que vi me persigue hasta hoy: los cuerpos de mis padres estaban decapitados sobre la mesa, inmóviles, como si fueran maniquíes rotos. Solo la sangre fluía, lenta, serpenteando por la mesa, goteando al suelo, abriéndose paso como un río silencioso de tormento.

Desperté sobresaltada. Era un sueño. Otra pesadilla. Pero la calma no llegó. Corrí escaleras abajo para buscar a mis padres. Al llegar al comedor, la escena era la misma. Exactamente la misma. Mi mente intentaba encontrar una explicación, pero no había ninguna. Allí estaban ellos, decapitados, la sangre fluyendo con la misma siniestra tranquilidad. Y yo… yo estaba también allí, sentada en la mesa. Me vi a mí misma.

Mis pasos inseguros me llevaron hacia… mí. Mis ojos eran pozos vacíos, oscuros, sin alma. Sentí que algo se movía detrás de mí. La sombra. Ella. Se alzó y me atrapó, sujetándome con una fuerza que no era física. No pude gritar. No pude moverme. No pude hacer nada. Se inclinó hacia mi oído y me obligó a callar. Las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta, como si no existieran.

Salí corriendo, desesperada, y abrí la puerta principal. Pero no había salida. Mi casa flotaba en un abismo oscuro. El mundo había desaparecido.

Si me preguntan dónde estoy… ¿Dónde estoy?

—No lo sé.

Sigo atrapada en esta pesadilla. El tiempo avanza, pero yo no salgo. Vivo en un bucle constante: envejezco, vuelvo a nacer, soy la niña asustada, la adolescente perdida, la mujer sin respuestas. Todo se repite, siempre.

Han pasado once años desde aquella noche. Y aquí sigo, en un lugar donde los sueños no son refugios, sino portales a mundos ajenos, silenciosos, aterradores. He buscado ayuda, pero la sombra siempre está allí. Me sigue, me observa, y nunca me deja huir.

Soy prisionera de una pesadilla que ya no sé si es mía… o si yo soy de ella.

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