CAPÍTULO II
La ciudad estaba inmóvil, como si el tiempo y el movimiento no existieran allí. Solo yo me movía, desesperada, caminando por las calles desiertas. Sentía las miradas fijas en mí, aunque no había ojos que me observaran. Era como si el peso de un juicio invisible cayera sobre mi apariencia y, más profundamente, sobre mi alma, cargada de oscuridad y secretos.
Caminé hasta una de las tiendas abandonadas. Tomé unas prendas de vestir y me las puse; el frío era insoportable. Al abrir la puerta de cristal para salir, todo comenzó a moverse a una velocidad vertiginosa. Los colores se mezclaron hasta formar una blancura infinita. Avancé, y las suelas de mis zapatos dejaron marcas en lo que parecía ser… ¿nieve? Sí, era nieve.
A unos pasos frente a mí, distinguí huellas humanas, descalzas. Las seguí, impulsada por una mezcla de curiosidad y temor. Todo era blanco, infinito, y a medida que avanzaba, las huellas comenzaron a deformarse. Caminé y caminé, hasta que dejaron de ser humanas. Ahora eran marcas extrañas, con garras, que desaparecían en un punto específico de la blancura, como si aquello que las había dejado se hubiera desvanecido.
Miré a mi alrededor, pero no había nada. Absolutamente nada. Caí de rodillas, llorando desconsoladamente, como si algo en mi alma se rompiera. Un llanto amargo y desgarrador escapó de mi pecho.
—¿Cuándo terminará este maldito martirio?
Abrí los ojos y vi dos gotas de sangre espesa caer del cielo. Las observé con atención y pánico. Las toqué, y al hacerlo, comenzaron a expandirse lentamente, cubriendo el terreno antes impoluto. Retrocedí aterrorizada, aunque mi rostro, demacrado y pálido, apenas mostraba una mueca de falsa calma.
La sangre tomó forma. Una figura humana, alta, de unos dos metros, emergió. Sus piernas eran como troncos deformes, llenos de heridas, y sus brazos, largos y delgados como ramas, dejaban escapar líneas de sangre que flotaban en el aire como hilos movidos por el viento. Era una criatura espeluznante, completamente hecha de sangre.
Dio un paso hacia mí. Luego otro. Sus movimientos eran lentos, pero sus zancadas eran largas. No tenía rostro, pero en su lugar se distinguían dientes afilados, como los de una sanguijuela, ansiosos por alimentarse. Se acercó, me tocó con su brazo carmesí, dejando una mancha de sangre en mi brazo.
Corrí sin rumbo, pero algo atravesó mi pecho, levantándome en el aire.
—Serás mía para siempre. Aquí es donde perteneces.
La voz era profunda, como un trueno que resonaba en todo el lugar. Al mirar, vi aquella sombra oscura que me perseguía, negándose a dejarme ir.
—No pertenezco aquí. Encontraré mi salida —dije con firmeza.
La sombra me arrojó lejos. Sentí que volaba por los aires, aterrorizada. Al caer, la blancura a mi alrededor se quebró como un cristal, y caí en un vacío oscuro.
Desperté en el mismo lugar. Las huellas seguían allí, pero esta vez no se deformaron. Permanecieron humanas, llevándome hasta un iceberg. Al llegar, me vi reflejada en la roca helada, que parecía un espejo. De repente, el reflejo se tiñó de carmesí, y detrás de mí apareció la figura de sangre. Me giré, pero no había nada.
Volví a mirar la roca, y esta vez, como si contuviera cuerpos atrapados en su interior, alguien abrió los ojos y me habló:
—Aquí perteneces. Ven.
La voz era un susurro gélido, ahogado.
—No pertenezco aquí —respondí con seguridad.
—Sí, aquí perteneces. Ven, ven, ven…
—Me estoy volviendo loca.
—La demencia no existe aquí. Solo estás viviendo lo que otros consideran irreal.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunté, dudosa pero ansiosa por una respuesta.
—Somos tú. Somos ellos. Somos todos.
La roca comenzó a derretirse de forma extraña y rápida. No entendía nada de este lugar, ni de mi vida, vagando de dimensión en dimensión. Todo era claro, pero nada era tranquilo.
El monstruo de sangre apareció de nuevo, revelando sus colmillos. Se lanzó sobre mí, manchando mi cuerpo con su sangre viscosa. Grité con todas mis fuerzas, y el eco de mi voz resonó en todo el lugar. En el forcejeo, el mundo comenzó a quebrarse como un espejo golpeado. Todo se desmoronó, y caí en el vacío, arrastrando conmigo a aquella criatura.
Grité mientras descendía, hasta que mi grito se transformó en uno de dolor.
Había caído de mi bicicleta.
—¡Tribby! Te dije que no intentaras pedalear sin las ruedas de seguridad. Aún no sabes manejar bien —dijo mi madre, preocupada.
—Creí que podía, mami.
—¡Creíste! Tienes que estar segura, sentirte segura.
—Quiero aprender.
—Con el tiempo lo harás, hija. Ahora ve a bañarte.
Me vi a mí misma de niña. Mis padres estaban vivos. La sangre en mis rodillas y en el asfalto desapareció, consumida por el monstruo, que se desvaneció en forma de una línea movida por el viento, entrando en mi casa.
Entré silenciosamente. Todo parecía igual a aquel tiempo. Mi madre preparaba la cena: macarrones con queso cheddar, de esos que siempre me encantaban. Pero algo no estaba bien.
Cuando nos sentamos a cenar, el monstruo de sangre apareció de la nada, derramándose por todo el lugar. Cerré los ojos, y al abrirlos, mis padres estaban muertos, con la sangre serpenteando por el comedor.
Corrí, abriendo puerta tras puerta, pero todas me llevaban al mismo lugar. Exhausta, decidí explorar mi casa, que ya no era mi casa. Al subir las escaleras, entré en lo que parecía… un comando de policía.
—Se reportaron múltiples muertes en la zona norte de la ciudad, en la casa 111 del condado de Aegor. Las víctimas murieron de forma trágica y desconocida. Entre ellas, una niña de seis años llamada Tribby Eleanor Sifuente, de quien no hay rastro desde hace años…
El sonido se cortó. Mi mente estaba llena de dudas.
—Tenemos que encontrarla. Es la clave de todo esto —dijo el jefe de policía, mostrando una foto mía.
Los policías salieron, y yo los seguí hasta un bosque oscuro. Allí, un perro comenzó a ladrar ferozmente a un viejo tronco. Al rascarlo, un hilo de luz emergió del interior. El policía, curioso, tocó el tronco, y en ese instante, su cuerpo cayó del cielo, agonizando.
Cada persona que se acercaba a mi verdad moría.
Corrí, perdida en el caos de mi mente.
—Somos tú. Somos ellos. Somos todos.
Esa frase resonó en mi cabeza mientras intentaba comprender.
Finalmente, abrí los ojos. Un hombre me cubrió con una chaqueta.
—¿Qué haces aquí tirada, chica? —preguntó.
—¿Dónde estoy?
—En Nueva York. Se acerca una tormenta invernal. Puedo llevarte a mi casa si quieres.
Sin pensarlo, asentí. Solo quería descansar y encontrar claridad.
.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro