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Capítulo 99


Que no se note que amo los pandas...

Sentada en el suelo miré a mi alrededor. No pude distinguir nada más que una espesa oscuridad. Había tan poca luz en ese lugar que llegué a pensar que tenía los ojos cerrados. El aire que se respiraba era puro, como si me encontrase en mitad del campo. Tardé un rato en darme cuenta de que mis pulmones transpiraban sin problemas y de que mis músculos volvían a estar en plena forma.

El veneno había desaparecido de mi cuerpo. Me sentía como nueva. Estaba segura de que podía correr doscientos metros lisos sin cansarme.

—Bienvenida al núcleo.

Me tensé de la cabeza a los pies cuando escuché una voz entre la oscuridad. Miré fijamente en la dirección en la que creía haberla escuchado. Todo estaba negro. Tragué saliva porque conocía perfectamente esa voz femenina. La había estado escuchando desde que tenía consciencia.

Era mi voz.

Miré en todas direcciones con la esperanza de ver algo que no fuera oscuridad, pero no tuve éxito.

—Mira en tu cuello —dijo mi voz.

De inmediato, me llevé las manos al cuello. Lo primero que noté fue que no tenía la bandana de Kokichi, la que él me había dejado antes de cerrar la puerta de la cápsula. Lo segundo fue que la llave sí que estaba allí. Me quité el colgante y lo sostuve en la palma de mi mano.

—Bingo —apremió mi voz.

—¿Quién eres? —pregunté, apretando la llave en mi puño.

—Lo sabes muy bien.

—¿Eres yo?

—Más bien, tú eres yo.

—¿No es lo mismo?

—No.

Escuchar mi voz en alguien ajeno a mí se me hacía extraño. Y que no pudiera verle el rostro a esa persona complicaba las cosas, además de que me irritaba su tono de arrogancia. ¿En serio así sonaba mi voz? Pero si parecía un loro afónico y con sordera intentando cantar rock. No tenía ni idea de cómo lo aguantaban mis amigos, yo ya me hubiera puesto una cinta americana en la boca.

—¿Un loro afónico y con sordera cantando rock? —se rió mi voz—. Una comparación ingeniosa.

—Espera, ¿qué? ¿Puedes leer mis pensamientos?

—No es que pueda leerlos, es que tus pensamientos son los míos. Eres yo, ¿lo pillas?

—Entonces estoy hablando conmigo misma... —Me tapé la boca con una mano. ¿Me estaba volviendo loca? ¿Había muerto y eso era el infierno? ¿El castigo era estar conmigo misma hasta el fin de los tiempos?

—Relájate, no estás en el infierno.

—¡Deja de leer mis pensamientos!

—Te digo que no los leo. Tus pensamientos son los míos.

No escuchaba nada aparte de la voz de mi imitadora, ni pasos ni repiqueteos, por lo que deduje que la persona que me hablaba estaba quieta, pero se me hacía difícil encontrar la dirección de la que procedía su voz.

—¿Y qué hay de los tuyos? —bufé, indignada—. ¿Por qué yo no puedo leer tus pensamientos?

—Porque eres inferior.

—Ah, vale, gracias.

—No me has dejado terminar —comentó, molesta—. Eres inferior por ahora.

—Gracias, me has cambiado la vida con ese por ahora.

—Me gusta que te hayas vuelto tan sarcástica —se rió.

—¿Eres bipolar o tu objetivo es insultarme y luego halagarme para compensar?

—Ninguno de los dos.

Ugh, qué mal me caía a mí misma. Me tenía harta. Lo peor era que ahora mismo se estaba enterando de que la estaba insultando. Vaya asco.

Como no quería seguir hablando de tonterías, fui directa al grano:

—¿Y Kokichi? ¿Dónde está? ¿Y los demás? ¿Están bien? ¿Qué les ha pasado?

—¿Me insultas y ahora quieres que conteste a tus preguntas?

—¡Contesta, maldita sea!

—No me recordaba tan maleducada —farfulló mi voz—. Contestaré a todas tus preguntas con una sola palabra: puertas.

Lo tenía muy claro: mi otro yo había sufrido un derrame cerebral y era discapacitada.

—¡No tolero más insultos! —protestó mi voz—. Ten un poco más de autoestima, chica. ¿Dónde está tu amor propio?

—Pues no lo sé, está todo oscuro, no veo nada.

—Qué graciosilla.

Decidí que lo mejor era ignorarme, es decir, ignorar a mi doble con problemas mentales. Apoyé las manos en el suelo, que estaba tan frío que se me erizó el vello de los brazos, y me impulsé hacia arriba para ponerme en pie. Encerré la llave en mi puño y estiré los brazos delante de mí para no chocarme con nada mientras me adentraba muy despacio en la oscuridad.

—Para —ordenó mi doble.

Seguí caminando con los brazos estirados como si fuese el mismísimo Frankenstein.

—He dicho que pares.

No le hice ni caso.

—Así solo vas a hacer el ridículo, cosa que, por lo que veo, es tu especialidad.

Me paré en seco cuando escuché su insulto. ¿Cómo se atrevía? Quiero decir, ¿cómo me atrevía? Porque que se supone que era yo misma.

De repente, escuché un chasquido y se hizo la luz en la sala. Cuando mi pupila se adaptó a la luminosidad, observé mi alrededor. Estaba en una habitación circular. No era muy ancha, pero era tan alta que no alcanzaba a ver el techo. En las paredes había puertas empotradas una al lado de otra y una encima de la otra, de modo que se formaban pisos enteros de puertas que llegaban hasta donde mis ojos no alcanzaban a ver y donde era imposible acceder a no ser que pudiera levitar hasta ellas. Entre el marco de una puerta y otra había una lámpara dorada, que creaba sombras tenebrosas en el suelo. Eran las únicas que iluminaban la sala porque no habían ventanas.

Detrás de mí encontré el único espacio que no estaba ocupado por una puerta. En su lugar había un espejo rectangular que mostraba mi reflejo completo, desde la cabeza a mis pies. Al escudriñarlo, me di cuenta de que mi doble del espejo, a diferencia de mí, no tenía la llave en la mano. Me pareció tan extraño que parpadeé varias veces. Pero lo que de verdad me heló la sangre en las venas fue mover la mano en forma de saludo y no verlo reflejado en el espejo.

—Hola —saludó mi reflejo.

Di un paso hacia atrás.

—¿Me han drogado y estoy alucinando?

—No, tonta. Yo soy tú, es decir, tú eres yo. Soy la voz que te hablaba en la oscuridad.

—¿Y estás atrapada en el espejo? ¿Qué es lo siguiente? ¿Tendré que emprender una aventura al más estilo Disney para rescatarte?

Mi reflejo resopló y se llevó un dedo a cada lado de la sien, como si intentara concentrarse.

—Tienes suerte de ser yo —masculló, rechinando los dientes—, porque de ser otra persona ya habrías acabado con mi paciencia y te habría mandado a la mierda.

—No sabes lo afortunada que me siento —ironicé.

—Vayamos directo al grano —Se aclaró la garganta, y preguntó—: ¿Sabes dónde estás?

Miré a mi alrededor una vez más.

—En un lugar con muchas puertas.

Mi reflejo puso los ojos en blanco.

—Vale, Sherlock, probémoslo otra vez. ¿Tienes alguna idea de lo que puede ser este lugar?

—Sí, creo que tengo una idea.

—¿Y?

—¿Estoy dentro de mi mente?

—¡Bingo! —exclamó mi doble juntando las palmas—. El núcleo, esta habitación, es el centro de control de tu mente. Si nos ponemos quisquillosos podemos nombrarla como el almacén de tus recuerdos.

—Ah, así que para eso están las puertas —comprendí.

—Me alegra ver que todavía nos quedan algunas neuronas vivas —bromeó, pero a mí no me hizo ninguna gracia—. Sí, las puertas sirven para eso. Detrás de ellas están tus recuerdos. Los verdaderos, claro. Tú eres la única que puede acceder a ellos. Tardaste tanto en llegar aquí que pensé que te habías quedado atrapada en la ficción.

Le di la espalda ignorándola por completo. Lo siento, pero mi doble era muy pesada, así que decidí acercarme a una de las puertas que había en el primer piso (a los otros pisos no podía acceder por ningún lado). Me di cuenta de que la madera con la que estaban hechas algunas puertas estaban más desgastadas que otras y que unos pomos eran dorados mientras que otros plateados.

Mi doble me leyó la mente y explicó:

—Las puertas con madera desgastada esconden recuerdos débiles, aquellos que apenas tienen detalles y que tan solo son imágenes estáticas. Las puertas con madera de buena calidad esconden recuerdos que han dejado huella en ti, pueden ser tanto antiguos como nuevos, y tienen tanto detalle que es como si los vivieras de nuevo. Por otro lado, los pomos representan la importancia de ese recuerdo para tu mente. Los dorados son los que te han marcado como persona mientras que los plateados son importantes pero no cruciales para el desarrollo de tu personalidad. Los de bronce son insignificantes. Ah, y no soy una pesada, deja de insultarme en tu mente.

—Me acaba de explotar una arteria del esfuerzo que he puesto en comprender lo que me acabas de explicar.

—Pues aún no he terminado. —Mi reflejo me observó con los ojos entornados—. Todas las puertas están cerradas con llave y tú eres la única que puede abrirlas. No solo porque tienes la llave en tus manos, sino porque eres la única que puede acceder a este sitio, al núcleo, a tu mente.

—Que mal rollo da esto.

Mi reflejo bufó, como un profesor que ha explicado más de diez veces la teoría de la evolución y sus alumnos siguen sin entenderla.

—No es la primera vez que abres una puerta con un recuerdo tuyo, ¿sabes? —dijo con voz de enterada.

—Eh... ¿Qué?

—Tu laboratorio.

—¿Qué?

—La puerta de tu laboratorio escondía un recuerdo. El de la celda de aislamiento en la que estuviste reclutada. Por eso, al entrar, tenía ese aspecto aburrido, con paredes blancas, sin muebles y con paneles insonorizados.

—¿Qué? —Estaba flipando.

—Cada vez que entrabas a tu laboratorio, entrabas a tu recuerdo de aquella celda.

Guau. Simplemente, guau.

Mi doble malvado del espejo puso cara de enfado y se cruzó de brazos.

—¿Quieres conocer la verdad de tu pasado o no? —me preguntó.

—Sí, si quiero.

—Si lo dices con tanta emoción, parece que te estoy pidiendo matrimonio.

—No entra en mis planes casarme conmigo misma, la verdad.

—Yo pediría los papeles del divorcio el mismo día de la boda.

Mi reflejo esbozó una sonrisa burlesca, mientras que yo ponía los brazos en jarra y fruncía el ceño.

—Entonces... —Miré la llave en la palma de mi mano. De repente, me sentía emocionada—. ¿Puedo empezar a abrir puertas como loca para conocer mi pasado?

—No, tienes tiempo límite.

—¿Qué? ¿Pero qué es esto? ¿Un mapa del Mario Bross? ¿Cómo voy a tener tiempo límite? ¡Es mi mente! Me quedo en ella el tiempo que quiera.

—Por desgracia, la cosa no funciona así —replicó mi reflejo—. Dentro de poco tendrás que elegir, y cuando llegue ese momento, desaparecerán todas las puertas.

—¿Elegir el qué? Me pone muy nerviosa que no expliques bien las cosas. ¿Y no puedes salir del espejo? Me da mal rollo ver que mi reflejo no coincide con mis movimientos.

—Deja de quejarte.

—No quiero —me resigné—. ¿Y qué ha pasado con el veneno? Aún no has contestado a mis preguntas anteriores. ¿Dónde están los demás?

—El veneno desapareció en el momento en el que saliste de la ficción. Y lo otro ya te lo he dicho. Puertas. P. U. E. R. T. A. S.

—Pero si tengo tiempo límite, ¿cuáles abro primero?

—Las que tienen el pomo dorado —repuso mi reflejo, señalando la más cercana a mí con un gesto de la cabeza.

Le di la espalda y me coloqué frente a la puerta. La madera estaba como nueva, nada desgastada en comparación a otras, así que ese recuerdo tenía que ser muy vívido. En el centro del pomo dorado había una cerradura con la forma de mi llave. Justo cuando introduje la punta de la llave en la cerradura, escuché a mi doppelgänger quejarse.

—Espera, no entres tú sola. Llévame contigo.

No sonaba como una petición, sino más como una orden, cosa que hizo que me hirviera la sangre en las venas.

—No, gracias. Si sigo escuchando tu voz, me van a sangrar los oídos.

—Es tu voz, te aguantas —se resignó—. Venga, que voy contigo.

—¿Cómo esperas venir conmigo? No pienso cargar con el espejo. Es enorme. A mis problemas de espalda no les hará ninguna gracia.

—No, idiota —soltó, llevándose una mano a la frente—. ¿Cómo voy a hacerte cargar con el espejo? Dios mío, me da vergüenza ajena que seas yo misma. A ver, rómpeme.

—Oye, ¿como que vergüenza ajen...? Espera, ¿quieres que te rompa?

—Sí, venga. —Hizo un gesto para que me acercara—. Rompe el espejo.

Fruncí el ceño por un instante mientras pensaba en las consecuencias de lo que me pedía. Si rompía el espejo, ella desaparecería, ¿no? ¿Cómo me podía estar pidiendo algo así? ¿Se quería suicidar?

—No me quiero suicidar —saltó ella—. Mira, ¿ves el pomo bronce de esa puerta? Está medio suelto. Lo puedes usar para lanzarlo contra el espejo y romperlo en pedacitos. Una vez lo hayas hecho, coge un trozo y llévalo contigo. Yo estaré dentro de él.

Solté un largo suspiro antes de acceder. Mi doble era insufrible, y la tentación de irme sin ella se hacía palpable, pero al fin y al cabo era yo misma, y parecía saber más que yo sobre mi vida pasada. En definitiva, la necesitaba. Pude ver como se formaba una sonrisa en su rostro cuando leyó mis pensamientos.

Maldita sea, ¡vete fuera de mi mente!

Me dirigí a la puerta que había señalado, saqué el pomo que estaba medio suelto y me coloqué en frente del espejo. Me puse en posición para lanzar el objeto como si fuese a hacer un saque de béisbol. Cerré los ojos mientras repetía en mi mente: «Por favor, que mi doble desaparezca cuando rompa el espejo».

—Lánzalo ya, pesada —protestó ella.

Hice una mueca y lancé el pomo con todas mis fuerzas contra el centro del espejo. Me había alejado un poco para que no me cayeran encima los trocitos de cristal. Me quedé muy a gusto al verlos desparramados por el suelo. Me agaché para coger el menos afilado y la vi. Rodé los ojos cuando me sonrió desde el otro lado del cristal. Como era del tamaño de mi palma, solo podía ver su cara, es decir, mi cara. Bueno, ya me entendéis.

—¿Y ahora qué? —refunfuñé.

—Ahora abre la primera puerta con el pomo dorado. No te preocupes, estaré contigo en todo momento.

Eso último había sonado como un gesto de apoyo, lo que hizo que me pusiera nerviosa.

Sostuve el cristal en una mano con cuidado de no cortarme y le di un empujoncito a la llave para que entrara del todo en la cerradura. Cuando abrí la puerta, no pude ver nada detrás de ella, tan solo una brillante luz que rebotó en el cristal de mi mano y me cegó. Tapándome los ojos con un brazo, traspasé el umbral.

Parpadeé varias veces cuando la intensa luz desapareció. Ante mis ojos se abría un paisaje otoñal precioso. Me encontraba en medio de un parque, en el que se podía ver a muchos niños jugando en los toboganes y los columpios, a los padres vigilando desde los bancos y una ristra de hojas perennes rodando por el suelo.

—¿Te suena este lugar? —preguntó mi doble desde el trozo de espejo.

—No.

—Acércate al columpio.

Estaba a punto de hacer lo que decía cuando un chico con ropa deportiva y de más o menos veinte años pasó corriendo a través de mí. Literalmente, me atravesó como si fuera humo. Me quedé helada al darme cuenta de lo que había pasado.

—¿No me ven? —inquirí, alarmada—. ¿Soy un fantasma?

—Algo así. No pueden verte, oírte ni tocarte. Estás en un recuerdo, no puedes modificar el curso de las cosas —Al ver mi cara de pánico, añadió—: No tienes por qué alterarte. Piénsalo como si estuvieras en el libro de Charles Dickens, Cuento de Navidad —Y al ver que fruncía el ceño, suspiró—: ¿Nunca has oído hablar del fantasma de las navidades pasadas, de las presentes y las futuras?

Parpadeé varias veces y negué con la cabeza.

—Agh, eres una inculta... —rezongó mi reflejo.

Lejos de molestarme su comentario, lo pasé por alto, porque había otra cosa que acababa de captar mi atención. Tragué saliva y caminé muy despacio hasta los columpios. En uno de ellos había una niña con el pelo atado en dos coletas que estaba chillando de felicidad mientras era columpiada por el que di por hecho que sería su padre.

—Más alto, papi —gritó la niña, agarrándose fuerte a las cadenas del columpio—. ¡Quiero llegar hasta el cielo!

—Lo que mi pequeña diga —sonrió el padre, un tipo alto y delgado, con gafas de pasta y barba recién cortada.

—¡Yupi! —chilló la niña—. ¿Sabes lo primero que haré cuando llegue al cielo?

—¿Qué harás, tesoro? —preguntó el padre, deteniendo lentamente el columpio.

—Me haré amiga del sol y le daré muchos abrazos.

—Eso está muy bien, cielo, pero tienes que tener cuidado, el sol quema.

—Ya lo sé, papi. —El columpio se había detenido del todo y la niña sacudía sus pies en el aire—, pero yo aguantaré el calor como una campeona.

—¿Y por qué tienes tantas ganas de hacerte amiga del sol?

—Porque siempre está solo en el cielo. El sol nos mantiene calentitos y nos cuida, pero nosotros lo ignoramos. Nos aprovechamos de él sin pensar en sus sentimientos. Hasta las estrellas y la luna lo abandonan cuando aparece. Nadie quiere estar con él. Pienso que si yo fuera el sol, estaría muy triste. Por eso quiero hacerme su amiga para que vea que yo sí lo quiero mucho.

Sin darme cuenta, esbocé una sonrisa y me apoyé en la barra del columpio. Solté un suspiro nostálgico. La niña era tan feliz. Sin problemas ni preocupaciones. Lo único que le importaba era que su padre la columpiase cada vez más alto.

—Dan ganas de achucharla, ¿verdad? —suspiró mi reflejo—. ¿Sabes quién es esa niña?

Asentí con la cabeza lentamente mientras notaba cómo se acumulaba la presión en mis ojos.

—Somos nosotras. —No sé cómo conseguí que me saliera la voz.

El ruido de un teléfono móvil interrumpió la conversación de la niña y su padre. Este último se agachó al lado de ella y le dijo que esperara un momento, que luego la seguiría columpiando. Pero la niña puso mala cara y se cruzó de brazos. Ella quería que la columpiaran ya. Aun así, el padre se llevó el movil a la oreja pronunciando un «¿Sí? ¿Diga?» mientras le daba la espalda a su hija.

—Ahora es cuando ocurre —advirtió mi doble.

—¿Cuándo ocurre el qué? —Tragué saliva porque ya sabía la respuesta.

—Lo que nos cambiará la vida para siempre.

Mientras el padre hablaba por teléfono, la niña le tiraba de la camisa para que le hiciera caso. El primero terminó cansándose y le dijo a la segunda que buscara algo para distraerse, pero ella solo quería columpiarse, así que empezaron a llenársele los ojos de lágrimas. Al ver que su padre seguía enfrascado en la conversación del teléfono, corrió hasta un arbusto para esconderse, muy indignada.

La seguí con los nervios a flor de piel. La niña se había sentado en la hierba con las rodillas encogidas y la cabeza escondida entre ellas. Era una posición que a día de hoy todavía usaba para llorar. Me di cuenta de que algunas cosas nunca cambiaban. El lugar donde nos encontrábamos estaba un poco apartado del parque y el arbusto tapaba a la niña de la visión de su padre, quien todavía hablaba por teléfono.

—Ya viene —murmuró mi reflejo—. Puedo sentir sus malas intenciones.

Escudriñé mi alrededor. Habían dos cosas bastante sospechosas. La primera era una furgoneta negra con cristales tintados aparcada de forma estratégica cerca del parque, pero en un punto de fácil incorporación a la carretera, como si planearan salir lo más rápido posible. Lo segundo era un hombre con un sombrero de paja y unas gafas de sol, que no destacaba nada, pero que venía caminando directamente hacia la niña.

—¿Es Connor? —le pregunté a mi doble.

—No, él nunca se arriesgaría a que lo pillaran —contestó, resentida—. No es él. Es uno de sus hombres, uno de los que trabajan para él. Ni idea de cómo se llama, pero ojalá lo hubiera atropellado un camión cisterna.

Por instinto, me puse delante del hombre para frenarle el paso. Incluso le grité un «No te acerques a ella». Pero fue inútil. El hombre me atravesó y se agachó al lado de la niña, la cual levantó tímidamente la cabeza mientras se secaba las lágrimas.

—Hola, bonita —la saludó con una sonrisa que a primeras podía parecer amable, pero que escondía unas intenciones crueles—. ¿Qué haces aquí solita? ¿Te has perdido?

La niña negó con la cabeza, pero no dijo nada más.

—¿Están tus padres por aquí? —preguntó el hombre, mirando por encima del arbusto.

La niña se encogió de hombros.

—¿Por qué lloras?

Apreté el puño por la impotencia de no poder hacer nada y me costó mantener los ojos fijos en la escena.

—¿Te has caído y te has hecho daño? —insistió el hombre al ver que la niña permanecía muda.

—No —dijo la niña con voz queda.

—¿Qué te ocurre entonces, bonita? Si me lo cuentas, estoy seguro de que podré ayudarte.

—Mi padre me ha dicho que no hable con desconocidos —le contestó ella, mirándolo con miedo.

—Oh, ¿en serio? —El hombre mostró una sonrisa amigable—. Pero yo no soy un desconocido. Soy amigo de tu padre. Trabajamos juntos y me habla mucho de ti y de tu madre.

Estaba claro que era mentira, pero la niña no pudo ver la maldad en su mirada y sonrió más tranquila.

—¿En serio eres amigo de mi papá?

—Pues claro, bonita. —El hombre se fijó en que la niña llevaba una chapa en la camisa con la forma de un osito de gominola—. Eres una niña muy golosa por lo que veo. ¿Te gustan los ositos de gominola?

—¡Sí! —exclamó la niña, que ya se había olvidado del columpio—. Son mis chuches favoritas. ¿Cómo lo has sabido?

—Ya te dije que tu padre habla mucho de ti —mintió el hombre descaradamente, pero la niña no se dio cuenta—. Si quieres puedo darte unas cuantas chuches, ¿qué me dices?

—Vale, dámelas. —La niña estiró la mano, pero el hombre dejó escapar unas pequeñas risas falsas.

—No las tengo aquí conmigo. Están en mi coche. ¿Vienes conmigo a buscarlas?

—No quiero caminar, quiero chuches. —La niña se cruzó de brazos.

—Te prometo que el coche está aquí mismo. No tendrás que caminar mucho. Además, tengo las chuches que a ti te gustan, una caja entera llena de ositos de gominola. ¿Qué me dices?

—No sé —dudó la niña—. A lo mejor mi padre se enfada si me voy contigo.

—No te preocupes —dijo en un tono persuasivo—. Yo hablaré con tu padre y le diré que me eche toda la culpa a mí. No le importará. Tú padre es un tipo muy enrollado. Le puedes dar una golosina a él también.

La niña terminó cediendo y se fue de la mano con aquel hombre hasta la furgoneta de los cristales tintados. En menos de un segundo, el coche se había ido y la niña no volvió a pisar la hierba del parque. Su padre, que había terminado la conversación telefónica, la buscaba a gritos por todo el lugar. Incluso otros padres se unieron a la búsqueda.

—Pero no encontraron a la niña ese día —dijo mi doble—. Ni el siguiente. Ni al otro. Ni los otros que le siguieron. No nos encontraron porque nosotras ya estábamos muy lejos de allí. En un coche extraño con desconocidos mucho mayores que nosotras. Y aun así, todavía pensábamos que nos iban a dar las chuches y que luego nos llevarían con nuestro padre. Pero pasó un día, y otro, y otro. Y nunca lo volvimos a ver.

No me había dado cuenta de que mis ojos se habían llenado de lágrimas hasta que el recuerdo se volvió borroso y aparecimos de nuevo en medio de la habitación circular rodeada de puertas: el núcleo. En otro términos: mi mente.

—¿Esto era lo que tenía que recordar? —pregunté, secándome las lágrimas.

—No —contestó mi doble, seria—. Esto es solo el principio.

Mi doble no estaba tan conmocionada como yo con la situación. Por eso se me hacía extraño mirarme en el trozo de espejo y no ver mis lágrimas cuando las notabas caer por mi mejilla.

—Vamos al siguiente recuerdo importante —proclamó ella.

Me guió hasta la siguiente puerta con pomo dorado que seguía estando en el mismo piso que la anterior. Volví a sufrir el mismo episodio de deslumbramiento hasta que se formó el recuerdo con mucha nitidez. Esta vez estábamos en una habitación bastante grande, llena de niños y niñas que rondaban los cinco años. Algunos parecían felices jugando con figuras de acción, peluches y pelotas, mientras que otros estaban llorando o agazapados en una esquina.

Era aterrador ver como una mujer con ropa de enfermera entraba cada diez minutos y sacaba a un niño al azar. Ya sabía el destino que le esperaba a la gran mayoría de esos niños: la muerte.

Encontré a la niña del recuerdo anterior, a mí yo de pequeña, sentada en una silla jugando con un cubo de rubik 2x2. Parecía muy empeñada en resolverlo. Sacaba la lengua ligeramente cada vez que hacía un movimiento. Todavía tenía el pelo atado en dos coletas, pero ahora con un aspecto más desaliñado. Me fijé que llevaba una ropa distinta al día del secuestro: pantalones blancos con una camisa del mismo color que portaba una pegatina con el número: 064.

La puerta se abrió de golpe y apareció la mujer vestida de enfermera, que observó a través de sus pequeñas gafas los papeles que sostenía en las manos. Dio tres golpes en la pared con el puño para acallar a los niños y anunció:

—Número sesenta y cuatro, levántese y camine hasta la puerta.

La niña tardó unos segundos en percatarse de que la estaba llamando a ella. Se levantó, dejó el cubo de rubik en la silla y caminó con la cabeza gacha hasta la puerta.

—Venga, niñata, date prisa —masculló la mujer, dándole un empujón a la niña para sacarla de la habitación, y me dieron ganas de abofetearla (suerte para ella, mi mano atravesó su fea cara).

—Tranquila —dijo mi doble, y cuando miré el espejo, vi que sonreía con satisfacción—. Esa es la enfermera que más tarde apuñalamos con unas tijeras.

Inevitablemente, levanté la comisura de mis labios con satisfacción.

—¿A dónde vamos? —preguntó la niña, mientras ella y la enfermera avanzaban por un pasillo parecido al de un hospital.

—Cállate, asquerosa —bufó la enfermera, mientras ojeaba sus papeles.

—¿Cuándo voy a ver a mis padres? —quiso saber la niña, pero la enfermera no dijo nada—. ¿A dónde vamos? No me gusta este sitio. ¿Y quién es usted? ¿Es usted bruja? Es que tiene la nariz torcida como una bruja. ¿Es verdad que las brujas se dejan crecer las uñas de los pies?

La enfermera le lanzó una mirada fulminante a través de sus gafas ovaladas. Al acercarme a ella para hacerle un corte de manga (aunque no lo vio, me quedé satisfecha), me fijé en que tenía una verruga muy asquerosa encima de su labio superior.

—¿Me van a dar golosinas? —dijo la niña, frotándose la barriga—. Tengo hambre. Si usted es bruja, ¿puede hacer aparecer una caja de chuches?

La enfermera se hartó, se frenó en seco de modo que la niña imitó su gesto y la agarró de sus dos coletas.

—Escúchame bien, parásito —acometió, tirándole de las coletas, a lo que la niña soltó un quejido: «¡Me haces daño!»—. Tienes prohibido abrir la boca el resto del camino. Si se te ocurre emitir un solo sonido, por muy pequeño que sea, torceré tu cuello ciento ochenta grados. Hay un montón de niños aquí. No se darán cuenta si uno desaparece. Tampoco les importará. Así que cierra el pico, niñata.

La niña hizo una mueca, pero no dijo nada más durante el resto del camino.

—¿Dónde le clavé las tijeras? —le pregunté a mi doble, sujetando el espejo con fuerza.

—En el hígado —repuso, sonriente—. Sobrevivió, pero las tijeras estaban sucias y tuvo una infección muy grave en el órgano, lo que la llevó a desarrollar ictericia, es decir, que su piel se volvió amarilla. Tenías que haberla visto, parecía un teletubbie.

Al final terminamos entrando en una consulta en la que había una camilla y varias máquinas alrededor. Dos hombre que se hacían llamar médicos raparon al cero a la niña, que miraba con tristeza los mechones de su pelo repartidos por el suelo. Luego la acostaron en la camilla, le colocaron en la cabeza una especie de cascos con electrodos y le inyectaron un sedante.

A partir de ahí, el recuerdo se volvió borroso.

Cuando volvimos a la sala circular, me di cuenta de que el suelo había ascendido hasta el segundo piso, de manera que el primero había quedado bajo tierra.

—¿Eso que vimos era el comienzo de los experimentos? —pregunté.

—Sí, ese fue el primero que nos hicieron. Querían investigar la reacción del cerebro a ciertos estímulos, pero acabaron matando a todos los niños excepto a tres de ellos.

—Los dos niños de mis pesadillas.

—En efecto. Los tres niños, incluyéndonos a nosotras, pasaron dos semanas en observación hasta que una de las implicadas los intentó sacar de ahí. ¿Recuerdas a la esposa de Connor?

—La mujer que no estaba de acuerdo con los experimentos —recordé.

—Al principio sí estaba de acuerdo. Fue engañada por su marido. Ella pensaba que no habrían muertos y que solo estaba ayudando a esos niños, pero era todo mentira. Y después de meditarlo mucho decidió sacarnos de allí, pero fue un plan complicado y arriesgado.

—Y no lo consiguió.

—No, no lo consiguió. Le pegaron un tiro en la cabeza. Es mejor que te ahorres el ver de nuevo ese recuerdo, así que pasemos al siguiente.

Al pasar por la siguiente puerta, acabamos en una habitación pequeña que tenía un aspecto bastante triste y solitario. Habían tres camas que ocupaban la mitad del espacio; una de ellas estaba desecha, pero las otras dos parecían no haberse tocado en varias semanas. Se podían ver algunos juguetes desparramados por el suelo. El que más me llamó la atención fue un peluche de oso gigante: Monokuma. La niña estaba pintarrajeando algo en la pared, parecía un perro con tres cabezas.

—¿Dónde están los otros dos supervivientes? —pregunté—. Me refiero a 178 y a 025.

—Murieron —repuso mi doble—. Ambos sobrevivieron al primer experimento, como nosotras. Pasamos una semana jugando juntos en esta habitación. Se puede decir que nos hicimos amigos. Juntos nos ayudamos mutuamente cuando alguno tenía miedo. Al principio solo nos revisaban las actividades cerebrales, pero luego Connor decidió hacer un segundo experimento que acabó con la vida de 178 y 025. Mira sus camas, están hechas. No duermen en ellas desde hace días.

»Nosotras fuimos la única superviviente. La única superviviente al ojo de Connor, claro, porque por dentro nosotras ya estábamos muertas. Tener amigos nos ayudaba a mantenernos cuerdas. Que experimenten con tu cerebro no es precisamente agradable. Deja muchas secuelas. Y si encima te pasas sola más de la mitad del día, acabas por volverte loca.

—¿Eso fue lo que me pasó? —inquirí, mirando como la niña cambiaba de crayón y seguía pintando en la pared.

—Eso fue solo el principio.

—¿Y qué pintan Tsumugi y Rantaro? ¿Y los chicos de la foto? Ellos eran adolescentes. Si 178 y 025 murieron antes de sacarla, ¿cómo es que...?

—Pronto lo sabrás —me cortó—. Tú solo mira.

Mi doble apuntó con el dedo a la niña que estaba dibujando en la pared, y entonces me di cuenta de que estaba diciendo algo por lo bajo.

—¿Qué te parece mi dibujo, 178? —preguntó, mirando a su lado derecho donde no había nadie.

¿Estaba hablando sola?

—Gracias, tú siempre eres bueno conmigo —sonrió la niña, y luego miró a su lado izquierdo—. Calla, 025, siempre tienes ideas muy locas. No puedo dibujar a un muerto, eso sería muy raro.

—¿Tengo esquizofrenia? —Puse cara de horror.

—No del todo. Tenemos alucinaciones, pero no se debe a la enfermedad de la esquizofrenia. Vemos a nuestros dos amigos, 178 y 025, vivos porque no pudimos aceptar sus muertes. Fue la única forma que encontramos para no quedarnos solas. Para nosotras ellos seguían vivos.

—Esto es... muy triste.

—Lo sé, pero es la realidad. Nuestra vida fue un continuo paso por la camilla. Desde que nos secuestraron experimentaron con nuestra cabeza. Era de esperar que nos volviésemos locas. Connor se dio cuenta de que hablábamos solas, y entonces se puso a investigar por qué nuestro cerebro tenía esas alucinaciones y cómo era capaz de crearlas.

—¿Qué quería conseguir él con todo esto?

—Connor quería descubrir los misterios que esconde el cerebro humano. Se obsesionó con eso. Todavía no se comprende ni la mitad del funcionamiento del órgano. Connor quería respuestas y le daba igual los métodos que tuviera que utilizar para conseguirlas. Los niños fueron una presa fácil para él. Los conejillos de indias perfectos. Y nosotras fuimos su mayor regalo. Una chica que siempre sobrevivía a sus experimentos por muy crueles que fueran.

—Pudo experimentar con nosotras hasta hartarse. —Sentía mis puños arder de rabia.

—Sí, pero atenta —me advirtió mi doble—. Mira lo que va a pasar a continuación.

La puerta de la habitación se abrió y entró un hombre corpulento con una mirada que transmitía las más viles intenciones: Connor. Cerró la puerta tras de sí, y la chica soltó el crayón y bajó la mirada, asustada.

—¿Con quién hablabas, 064? —preguntó con una voz potente y grave.

—Con nadie.

—No me mientas, ya sabes lo que le ocurre a las mentirosas.

—Van a la habitación del terror... —La niña empezó a jugar con sus dedos, nerviosa.

—Exactamente —sonrío el hombre—. Las malas acciones tiene malas consecuencias. No lo olvides. Ahora dime con quién hablabas.

—Con 178.

—¿Está aquí contigo? —El hombre miró a todos lados con el ceño fruncido. Obviamente él solo veía a la niña en la habitación.

—Sí.

—¿Y a dónde a ido 025?

—No lo sé.

—Dile que venga, es mi favorita.

—Ella viene cuando quiere —dijo la niña, encogiéndose de hombros.

—Ya veo. —El hombre rebuscó algo en su chaqueta y sacó un cuaderno color lavanda que me resultó bastante familiar: el diario. Tenía mejor aspecto que el que Shuichi había encontrado. Imaginaba que con el tiempo se había estropeado—. ¿Esto es tuyo? Y recuerda, nada de mentiras.

La niña negó rápidamente con la cabeza.

—No quiero mentiras, 064.

—No miento —musitó la niña, temblando—. El diario no es mío. Yo no he escrito nada en él, lo ha hecho 025.

—¿El diario es de 025?

—Sí.

—Entonces, ¿quien mató una rata el otro día fue 025?

—Sí, ella escribe todo en su diario porque se siente sola.

El hombre no dijo nada más. Dejó el diario encima de la cama de la niña y se fue sin mirarla ni una sola vez. Esta última continuó pintando como si no hubiera pasado nada.

—El diario lo escribíamos nosotras —aclaró mi reflejo—. Pero dentro de nuestra cabeza lo estaba haciendo 025. Ellos vivían dentro de nosotras y tenían su propia personalidad. 178 era mejor influencia, nos incitaban a hacer cosas buenas, pero 025 era todo lo contrario. Ella fue quién te instó a clavarle las tijeras a una enfermera y a matar un ratón con tus propias manos. Como el ángel y el demonio.

—¿El ratón también lo matamos nosotras? —Puse cara de asco.

—Todo lo hacíamos nosotras. 025 y 178 a los ojos de las personas normales no existían, pero dentro de nuestra cabeza sí. ¿Con qué aspecto crees que nos lo imaginábamos, a 025 y a 178?

—Una chica pelirroja y un chico de cabellos blancos... —Caí en la cuenta—. Como en la foto. Espera, ¿eso quiere decir que la foto...?

—Es falsa, sí —afirmó mi reflejo—. O sea no del todo. La foto te la hizo Connor, pero solo estabas nosotras y ese peluche de Monokuma. Nos imaginamos que a nuestro lado estaban 025, la pelirroja, y 178, el de cabellos blancos, pero ellos nunca estuvieron allí. Solo en nuestra mente.

Enterarme de todo aquello debía haberme desesperado, pero ocurrió todo lo contrario. Saber la verdad me alivió, porque por una vez podía entender quién era (t/n).

—¿Y dónde encajan Tsumugi y Rantaro en esta historia? —quise saber.

—Verás... Cuando cumplimos los once años nos dieron nuestro primer regalo. Nunca antes nos habían hecho un regalo, excepto el oso de peluche de Monokuma, que en aquellos momentos estaba de moda por los juegos de Danganronpa. Connor pensó que las alucinaciones se irían si nos daba algo con lo que pudiéramos entretenernos. Por eso, nos dejó jugar de vez en cuando con el ordenador de su despacho. Él nos vigilaba, claro, pero eso a nosotras nos daba igual. Era la primera vez que tocábamos las teclas de un ordenador.

»Solo nos dejó jugar a un juego: el de Danganronpa V3. Nos pasábamos horas enteras jugando. Lo repetíamos una y otra vez. Pero en lugar de ayudarnos con las alucinaciones, las aumentaron. Nos obsesionamos con dos personajes de la saga. Tsumugi y Rantaro. En nuestra mente convertimos a 025 en Tsumugi y a 178 en Rantaro. Les dimos un nombre y una nueva forma.

—Una nueva forma... —repetí—. Eso es lo que dijo Tsumugi en el último juicio. ¿Quieres decir que el juego no eliminó nuestras alucinaciones, sino que las modificó? Pero eso quiere decir que Tsumugi y Rantaro...

—Nunca existieron —dijo mi doble, y sentí una punzada de dolor en el pecho—. Nosotras queríamos creer que estaban a nuestro lado, pero no lo estaban.

—Espera, ¿entonces todo lo que he vivido en el juego es falso?

—Ya responderemos a eso más tarde, ahora vayamos a otro recuerdo —indicó mi doble—. A uno de los más importantes.

Al llegar a la sala circular, el suelo había vuelto a ascender. Esta vez estábamos en el tercer piso. Habíamos dejado atrás todas las puertas del primero y del segundo. Tragué saliva cuando nos metimos en otro recuerdo que aguardaba tras una puerta con pomo dorado y madera en perfecto estado.

Llegamos a la misma habitación del recuerdo anterior, pero con pequeñas diferencias: las otras dos camas habían sido retiradas y ahora solo había una y todas las paredes estaban pintarrajeadas con dibujos que probablemente había hecho la niña. Pero lo que más me sorprendió fue no ver el peluche de Monokuma.

Iba a preguntarle a mi reflejo que dónde estaba la niña porque tampoco la veía por ningún lado, pero justo en ese momento apareció por la puerta una adolescente que podía rondar los quince años. Era la niña, que había crecido. Ahora se asemejaba más a mi aspecto actual. Me brillaron los ojos cuando vi que en sus manos abrazaba al peluche de Monokuma. Ahí estaba.

—Nunca se separa de él —dijo mi doble—. Le da confianza. Nos daba confianza.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde el último recuerdo a este?

—Diez años.

—Los mismos que él estuvo experimentando conmigo.

—Sí, hoy es el día.

—¿El día?

—El día en que lo matamos.

Miré a la adolescente que daba vueltas por la habitación mientras susurraba algo por lo bajo. Era una escena tenebrosa de ver. La chica estaba hablando con alguien, pero no había nadie aparte de ella en la habitación.

—Está hablando con 025, que ahora es Tsumugi —aclaró mi reflejo—. La está incitando a hacerlo, mira.

La adolescente se dirigió a su cama. Se sentó en el borde y sostuvo el peluche en sus manos. Al principio no entendía qué estaba haciendo, pero luego me di cuenta de que estaba abriendo la barriga del oso por la mitad y sacando un cuchillo del interior. Una vez tuvo el arma en sus manos, apagó las luces de la habitación y se sentó en una esquina a esperar.

La escena que ya había vivido en mis sueños se volvió a repetir. Connor entró en la habitación y la adolescente saltó sobre él y lo apuñaló hasta matarlo. Luego entraron otros hombres cómplices de Connor, la apartaron del cuerpo y la encerraron en otra habitación.

—Fue una gran liberación para nosotras matarlo —comentó mi doble—. Pero, por desgracia, hacerlo acabo con nuestra poca estabilidad mental.

—¿Qué me pasó después?

—La muerte de Connor permitió que la policía investigase el lugar. Nos rescataron de las manos de esos monstruos. Estuvimos diez años encerradas en un hospital abandonado. Hospital que utilizaban esos hombre y mujeres de gran estatus para hacer experimentos ilegales de todo tipo. Nosotros no fuimos la única víctima. También traían a vagabundos prometiéndoles una vida mejor, pero la mayoría acababa muriendo por la crueldad de los experimentos. Fue un escándalo para la sociedad cuando se descubrió todo el pastel.

»A nosotras nunca nos procesaron por el asesinato de Connor porque no estábamos en nuestras capacidades mentales. Habíamos sufrido mucho. Nos trasladaron a un centro psiquiátrico, donde se redactó en informe que leíste. Nos pasamos un año entero en el centro, pero no conseguimos mejorar. Los psiquiatras estaban asustados porque éramos muy violentas. Nuestro cerebro tenía muchas secuelas y nos costaba comportarnos como una persona normal. Aun así, probaron todo tipo de tratamientos.

—Imagino que no funcionaron —murmuré.

—No solo no funcionaron, sino que nos llevaron al borde de la muerte. Y aquí es cuando entramos al mundo de Danganronpa V3, el único mundo que conocías aparte de las cuatro paredes blancas en las que siempre estuvimos encerradas. Nuestro cerebro busco una vía de escape al trauma, y lo encontró en un universo ficticio. Los medicamentos nos dejaban en un estado de calma en el que nuestro corazón casi no latía, gracias a ellos pudimos viajar al interior de nuestra mente. Todo este tiempo has estado atrapada en la ficción, atrapada en tu mente.

Casi me quedé sin aliento cuando mi doble terminó de hablar.

—¿Era todo falso? ¿El miedo? ¿Las ejecuciones? ¿Los asesinatos? ¿Mis amistades? —Se me quedó la boca seca antes de añadir—: ¿Y... Y Kokichi?

Mi doble inspiró hondo y soltó un suspiro que me dio a entender que ella también compartía mi dolor.

Pensaba que había encontrado una familia, unos amigos que me apoyarían ante cualquier cosa. Pero, después de todo, seguía estando sola. No tenía a nadie, y nunca lo había tenido.

—Ellos nunca existieron en otro lugar que no fuese nuestra mente —comentó mi doble—. Creamos un universo perfecto en el que pudimos vivir todas esas emociones que Connor no nos permitió experimentar, como el amor, la amistad, la emoción... Todo lo que ocurrió allí estaba manejado por nuestra mente. Al entrar a ese universo decidiste borrarte la memoria para mejorar la experiencia, pero Tsumugi y Rantaro, que eran parte de nuestra conciencia, sabían perfectamente todo lo que estaba pasando. Sabían que era todo falso y que el único objetivo de ese juego era proporcionarte una vida mejor. Monokuma también lo sabía, él era la representación del oso de peluche del que nunca te separabas.

»Tsumugi rompió las normas cuando te inyectó el veneno. No podías morir. Principalmente porque tú eras el cerebro de todo. Si tú desaparecías, desaparecían todos. Por eso era crucial mantenerte con vida. Pero Tsumugi era la parte mala de tu conciencia, por así decirlo, así que decidió matarte para convertirse ella en el cerebro del juego. Gracias a Rantaro, la parte buena de tu conciencia, no lo consiguió. La Tempestad apareció cuando el veneno estaba dañando tu cerebro ficticio. Todo ese mundo no podría existir sin ti.

—¿Y ahora qué? Si todo era falso, ¿ahora qué hago? ¿Volver a mi vida de mierda? ¿Volver a ser una loca?

—No, ¿no me has escuchado? Estabas al borde de la muerte cuando entraste en tu universo perfecto creado por tu mente.

—¿Y qué?

—Ven, te enseñaré lo que está pasando ahora mismo.

Mi doble me condujo de nuevo hasta el núcleo. Allí esperamos a que el suelo ascendiera hasta el cuarto piso y entramos por una puerta distinta a las demás. Era de un color rojo muy llamativo. Tanto el pomo como el marco eran dorados, como si fuera la entrada de un palacio de la realeza.

—Detrás de esa puerta no hay un recuerdo —dijo mi doble.

—¿Y qué hay? —pregunté, acercándome a la puerta.

—El presente —contestó, seriamente—. Cuando la cruces, veremos a la adolescente que hemos visto en los otros recuerdos, pero en la actualidad. Tú y yo somos conciencias separadas, pero pertenecemos al mismo cuerpo. Ese cuerpo es el que veremos tras esa puerta.

—¿Por qué me da la sensación de que no voy a ver nada bueno?

Mi doble suspiró, y murmuró:

—Entra y lo verás.

Introduje la llave en la cerradura y giré el pomo lentamente. Me daba miedo abrir la puerta, pero no podía retrasar el momento para siempre. Inspiré hondo antes de tirar del pomo y traspasé el umbral de la puerta. Cerré los ojos cuando me cegó el resplandor momentáneo y, cuando los volví a abrir, me encontraba en una habitación de hospital.

Las paredes era de un gris aburrido que daba un aspecto depresivo a la sala. Delante de una pequeña ventana por donde apenas se colaba la luz había una camilla, en la que reposaba una adolescente idéntica a mí: era mi cuerpo en la actualidad, tal y como había dicho mi doble. La chica estaba conectada a una máquina que contaba cada uno de sus latidos. Los pitidos eran débiles y lentos. Estaba viva, pero casi muerta.

—Se pasaron con los sedantes después de que tuvieras un episodio de violencia descontrolada en el centro psiquiátrico —explicó mi doble.

—¿Está en coma? —pregunté. Aunque casi prefería no saberlo.

—No, no está en coma. —Su repuesta me alivió—. Solo está aturdida, casi no puede ni moverse.

Me di cuenta de que en la sala solo estábamos la chica, mi doble y yo; tres consciencias pertenecientes a un mismo cuerpo.

—¿No viene ninguna enfermera a vigilar? —quise saber.

—A los enfermeros no les gusta acercarse a nosotras, nos tienen miedo. Nuestros padres también nos temen. Al principio se alegraron mucho de recuperar a su hija perdida, pero nosotras no éramos la misma niña que ellos recordaban. Ya no éramos esa niña que se columpiaba y soñaba con abrazar al sol para reconfortarlo. Eso les chocó un poco, pero no les importó, al fin y al cabo éramos su hija. Sin embargo, con el tiempo, su emoción por el reencuentro terminó marchitándose. Mamá siempre salía llorando del hospital cada vez que nos venía a visitar. Y papá no se atrevía a mirarnos a los ojos porque todavía se culpa por lo que pasó aquel día en el parque. Ambos dejaron de venir a vernos cuando nos quedamos postradas en la camilla por culpa de los medicamentos y los sedantes. No soportaron vernos en ese estado. Nos abandonaron. Todos terminan haciéndolo.

Apreté los puños cuando observé los pequeños picos del electrocardiograma que correspondía con los débiles latidos de la chica.

—¿Y qué propones? —solté, mirando el espejo. No me había dado cuenta de que mi mano estaba sangrando ligeramente porque lo había apretado muy fuerte—. ¿Qué hago ahora?

—Ahora que ya conoces toda la verdad es el momento de elegir una puerta.

—¿Elegir una puerta?

—Volvamos al núcleo —me indicó.

Todo a mi alrededor se desplomó: la cama se deshizo y la paredes de la habitación se cayeron hacia detrás como si estuviesen hechas de papel. Al cabo de unos segundos estaba de vuelta en la sala circular. El suelo ascendió hasta el último piso, de modo que encima de nosotras se encontraba el techo de la habitación. En esa planta solo habían dos puertas: una de color negra que tenía el aspecto de ser la entrada de un cementerio y la otra era blanca, dando la impresión de ser la entrada al elíseo de los ángeles.

—¿Qué es esto? —le pregunté a mi reflejo.

—Son las dos puertas definitivas —repuso, mordiéndose el labio con nerviosismo—. Todo terminará cuando elijas una de ellas.

—¿Elegir? ¿Por qué tengo que elegir? ¿Y el qué se supone que tengo que elegir?

—Contestaré a todas tus preguntas, no te preocupes. —me tranquilizó.

—Ahora me caes mejor, eres más amable.

—He llegado a la conclusión de que si yo no me trato bien a mí misma, nadie lo hará.

—Nunca había escuchado algo tan real.

Mi reflejo suspiró, agotada, y volvió a coger aire para mentalizarse sobre lo que tenía que explicarme.

—Podíamos haber tenido una vida, (t/n) —dijo en un tono de voz triste—. Pero Connor nos la arrebató, como si no valiésemos nada. Es muy injusto. Al parecer, el mundo está muy mal repartido y a nosotras nos tocó lo peor —Volvió a suspirar—. Pero hay algo que tienes que saber. Así como la vida es injusta y está llena de desigualdades, morir es todo lo contrario. La muerte nos iguala a todos. Proporciona justicia a quien no la tuvo en vida.

—¿Y eso qué se supone que significa? —quise saber, con el corazón bombeando a mil por hora—. ¿Qué son esas puertas?

—La puerta negra representa la ficción y la puerta blanca la realidad.

—¿No debería ser al revés?

—No, escúchame bien. Quiero que prestes especial atención a mis palabras, ¿vale? Porque desapareceré cuando termine de explicártelo.

—Vale. —Me mordí el labio de tal manera que me hice sangre.

—Como te dije, la puerta blanca es el camino a la realidad. Si decides cruzarla, tu conciencia se conectará con el cuerpo que vimos postrado en la camilla, con tu yo de la vida real. Básicamente, volverás a tu vida de siempre: enfermeras, inyecciones, medicamentos, mareos, etc. Si eliges esta puerta puedes intentar recuperarte del trauma y seguir adelante. Será difícil, pero puedes luchar por intentarlo. Eso sí, no recordarás nada de lo que viviste en el juego ni a las personas ficticias que conociste allí. Nada. Será como si nunca hubiese pasado.

Tragué saliva mientras pensaba en la chica que había visto acostada en la cama. ¿De verdad esa era la mejor opción? ¿De verdad podía recuperarme y empezar una vida normal? Eso fue lo que Kokichi me deseó antes de separarse de mí, pero, claro, él ni siquiera era real.

«No era real»

Pensar en ello dolió como si me hubiesen pateado las costillas.

—La puerta negra es el camino a la ficción. Pero no a una ficción que está solo dentro de tu cabeza, una que va más allá. La muerte permite a los humanos vivir lo que siempre soñaron. Nadie que esté vivo lo sabe, pero nunca llegamos a morir de verdad. Nuestra conciencia siempre se queda en algún lugar. Eso sí, si eliges esta puerta, tu cuerpo real morirá. Se te parara el corazón y dejarás de existir en la realidad. Esto ocurre porque no se puede coexistir en dos mundos distintos permanentemente. Siempre se tiene que elegir.

»Esta puerta negra hará que esa ficción que tú creaste se convierta en tu realidad. Para ti todo será real, y es que lo será de verdad. El problema es que no recordarás nada de tu vida pasada, nada de tus padres, nada de tu secuestro ni de los experimentos. Supongo que eso en lugar de un problema es una bendición. Se te crearan nuevos recuerdos y será como si siempre hubieses pertenecido a la ficción. Ninguna de las personas que conozcas allí recordará tampoco que tú vienes de otro mundo. Porque ya no vendrás de otro mundo, sino que pertenecerás a ese.

Me tomé unos minutos para meditarlo. Era una decisión importante. Mi futuro dependía de ella. Empecé a repasar en mi mente todos los pros y los contras, y entonces se acumularon un montón de dudas en mi cabeza.

—¿Tú que harás? —le pregunté a mi reflejo.

—Yo iré desaparecido poco a poco —contestó, pero no estaba triste por ello—. Me fusionaré contigo ahora que ambas compartimos el mismo conocimiento sobre nuestra vida pasada.

—¿Qué pasará con los estudiantes que han sobrevivido? ¿Si elijo la ficción los volveré a ver?

—Sí, si han sobrevivido sí.

—¿Y los que han fallecido?

—Eso ya no lo sé —admitió—. El mundo en el que entrarás si eliges la ficción ya no está controlado por tu mente, así que las normas no las ponemos nosotras.

Apreté los labios al pensar que quizá no volvía a ver nunca más a Kokichi. Puede que elegir la ficción fuera un despropósito. ¿Pero qué haría si elegía la realidad? Hasta mis verdaderos padres me habían dejado de lado. ¿Podría al menos estar con Himiko, Kaito y Shuichi en la ficción? ¿O murieron por culpa del chispazo? Eran preguntas que me atormentaban porque no tenía una repuesta clara.

Pero no podía estar allí parada para siempre.

Por eso, miré al espejo una última vez y esta vez fui yo misma quién se devolvió la mirada a través del reflejo. Mi doble se había ido. Dejé el pedacito de espejo en el suelo y observé ambas puertas. Solo podía elegir una, y esa decisión cambiaría mi futuro.

Ya lo tenía claro.

Me acerqué a la puerta elegida, introduje la llave de mi collar en la cerradura y crucé el umbral sin mirar atrás.

• ────── ❋ ────── •

Solo tengo tres letras para describir este capítulo: WTF!!!!

Sí, es muy WTF este capítulo y quizá a alguno le explotó el cerebro, tranquis que a mí me petaron varias neuronas también. La protagonista estuvo atrapada en su mente todo este tiempo, pero por fin puede elegir si quedarse en la ficción, y hacer de esta su nueva realidad, o quedarse en la verdadera realidad. Creo que es muy obvio qué puerta eligió, pero si no dejaba el suspense no era yo misma xD

Pregunta: ¿Qué puerta elegiríais vosotros?

Solo queda un capítulo!!! AAAH!!! Pero no estoy triste, bueno, solo un poco, porque también estoy emocionada con la siguiente historia de Danganronpa.

Os cuento: es de Danganronpa V3. Sé que hay muchas personas que me han pedido que haga lo mismo que hice con esta historia pero con el 2. Y la verdad es que sería buena idea. El problema es que el 2 no me motiva tanto como el V3, por tema de gustos, así que no está en mis planes hacer uno. Además de que lleva muchísimo más trabajo que una historia normal por los asesinatos y los giros inesperados. Y me quiero tomar un descanso con eso.

El lunes os daré más detalles de la nueva historia de Danganronpa V3, jurado.

Un abrazo virtual enorme. Os quiero de aquí hasta la luna🌚

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