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Santo Domingo

El pasado es un prólogo. William Shakespeare

Eran las tres de la mañana cuando Cris llegó en taxi a la intersección de la avenida George Washington con la calle Palo Hincado, donde aún se podía dividir fragmentos de los muros del Fuerte San Gil. Este fuerte, construido entre 1503 y 1510 en la costa marítima de la ciudad, había sido erigido para resguardar la playa que se extendía a sus pies. Su estructura poligonal de cinco lados, con dos fachadas principales, lo destacaba como el primero de los cuatro fuertes que se orientaban hacia el oeste; su mitad izquierda miraba hacia el mar. Fue allí donde Tania aguardaba en compañía de un hombre de pequeña estatura.

—Lamento informarle que está retrasada, casi un mes y medio de demora—observó el hombre con firmeza.

Cris no halló necesidad de responder. Su plan había salido desvirtuado. Los vestidos había llegaron tarde y, además, había tenido que recurrir a otra modista para los ajustes, mientras que el corsé le oprimía las costillas. No solo eso, sino que también tuvo que adquirir otro baúl, reforzando el que ya tenía. El hombre que acompañaba a Tania brindó su asistencia a la viajera para trasladar las maletas.

—Aquí tienes toda la documentación que requerirás—dijo Tania.

Con la ayuda de la luz de un farol, Cris concluyó su arregló. Vistiendo una prenda de color verde manzana, amplia y con mangas abullonadas que se extendían hasta el codo, acompañada de unos pendientes y un broche en su cabello. Los zapatos habían sido su constante conflicto, no consiguió acostumbrarse a ellos.

—¿No trajiste a tus damas de compañía ni a tu chambelán? —preguntó Tania con sarcasmo.

—¡Vete a la mierda! — contestó Crismaylin mientras acomodaba su cabello.

Su paciencia se encontraba al borde. Dejaba atrás una vida y a seres queridos que desconocían sus acciones, todo para soportar los comentarios de Tania.

—Cuida de no morderte la lengua, podrías envenenarte con tu propio veneno—expresó Crismaylin y no dejó espacio para una respuesta, y prosiguió—: ¿Qué información contienen esos documentos?

La tensión entre Tania y Cris se palpaba, como si dos leonas estuvieran a punto de enfrentarse. El odio entre ambas era evidente.

—Tuve que hacer unos cambios de último minuto, princesa. Por suerte, encontré un incidente que juega a tu favor—informó Tania con desdén.

—No te entiendo—dijo Crismaylin.

—No puedes adentrarte en el pasado sin una historia convincente. Allá serás Amelia Sánchez, hija de un acaudalado terrateniente sevillano, enviada a Santo Domingo para casarte con Crescencio Dávila Enríquez. Según los documentos que tengo, ella nunca abordó el barco debido a que se suicidó antes de la boda. Por lo que noté, ella se oponía al matrimonio y buscó refugio en un convento. A pesar de eso, su padre llevó a cabo el compromiso sin su consentimiento. Crescencio, en su ignorancia de estos hechos y cuál versión masculina del "loco de San Blas", la esperó pacientemente. Cuatro meses después, se enteró de la tragedia, lo que le provocó un dolor abrumador que lo llevó al suicidio.

La viajera dejó escapar un suspiro apenas inaudible, como una brisa fugaz.

—No puedo simplemente presentarme y decirle al hombre: "Hola, cariño soy tu prometida, ¿Cuándo nos casamos?". Además, hacer algo así podría alterar la línea del tiempo.

—Tiene razón en su planteamiento—intervino el hombre—. La alineación permanece intacta si no cambiamos el resultado. Permítame explicarlo de esta manera: Crescencio no descubre la muerte de su prometida hasta después de cuatro meses, tiempo suficiente para que usted se dé cuenta de lo que tiene que hacer. Puede simular su propia muerte antes de partir, lo cual desencadenará su depresión y posterior declive, o si así lo decide, puede matarlo el día exacto en que llega la carta. La clave es mantener el resultado sin cambios.

La frialdad con la que habló sobre la vida de Crescencio la afectó. ¿No era acaso eso lo que Gabriel estaba tratando de modificar? La explicación no terminó de encajarle del todo.

—Y ¿usted quién es? —preguntó Cris, curiosa por la identidad del hombre.

—Soy uno de los oficiales del barco, el segundo en mando para ser preciso. Me encargo de las correcciones y publicaciones náuticas. —El hombre hizo una pausa—. Abordaremos la Santa Bárbara, que trae consigo barriles de vino, aceite y queso desde España. También cargamos con culos de la nobleza.

En ese instante, Cris reparó en la vestimenta del hombre y comprendió su disfraz.

—¿Qué intenta hacer? ¿Qué pase desapercibida y que nadie note nuestra ausencia? —inquirió Crismaylin.

El destello de una complicidad fugaz se reflejó en las miradas compartidas entre el hombre y Tania.

—Algunos tripulantes están en la misma situación que nosotros, por eso velarán por nuestro resguardo si fuese necesario. En su caso, usted será la responsable de resolver cualquier interrogante que pueda plantearle algún otro pasajero. Puede inventar cualquier excusa, por ejemplo, decir que no abandonó el camarote debido a una indisposición, cualquier cosa que evite las sospechas. Responda con soltura y precisión, sin dejar lugar a dudas.

—El tiempo apremia, tiene menos de cuatro meses hasta que expire tu cuartada—añadió Tania con tono serio—. Antes de qué te vayas, hay un mensaje que deseo que entregues, pero sé lo mezquina que eres.

Cris rodó los ojos y con un gesto impaciente le indicó a Tania que prosiguiera.

—Dile a Turey que su hijo nació—expresó Tania con un brillo de orgullo maternal—. Es tan fuerte, inteligente y amable como su padre.

Cris asintió, respiró hondo y se esforzó por no dejarse llevar por la familiaridad de esas palabras.

—Si no te conociera, diría que estás celosa—añadió Tania con una sonrisa maliciosa.

La viajera optó por no responder. Enfocó su atención en las indicaciones del oficial, quien la ayudó a abordar una pequeña embarcación. Remaría hasta la posición exacta en la que el barco debería de encontrarse en 1512, allí ambos tocarían sus objetos, fusionando el pasado y el presente en un solo instante. La sensación de temor era abrumadora, tanto si iba como si no. Sin embargo, cuando recibió la señal, se colocó el collar alrededor del cuello, su corazón latiendo con fuerza.

Santo Domingo, La Española, 1512.

Al atravesar el umbral temporal, Cris fue envuelta por un agudo dolor en el pecho que la hizo caer sobre el baúl. Arqueó la espalda, apretando los dientes con fuerza para contener cualquier grito. Una sensación de mareo se apoderó de ella, y su cabeza comenzó a latir con intensidad. El oficial la ayudó a llegar hasta su camarote, donde se acostó en la litera, acurrucándose bajo una manta.

Desde su posición, examinó su camarote. Era de dimensiones reducidas, con paredes revestidas de madera de pino oscuro y muebles austeros, incluyendo una palangana en la esquina. Cris suspiró y cerró los ojos, sumergiéndose en un estado de somnolencia. A mitad del sopor, fue despertada por un sueño inquietante que le dejó la extraña sensación de ser observada desde las sombras. A pesar del malestar y el cansancio, volvió a quedarse dormida.

Cuando finalmente despertó, se dirigió a cubierta, donde los marineros apenas la registraron. Los nobles a bordo se limitaron a saludarla. Su mirada fue atraída hacia el extremo del puerto, donde se desplegaba una escena brutal: un indígena estaba colgado, y a su lado, preparaban otra soga para ejecutar a un hombre de raza negra.

Un sollozo inesperado se escapó de sus labios. Sacudiendo la cabeza, sintió su pulso resonar en sus oídos. Con el barco anclado, y ayudada por unos criados, comenzó a bajar sus pertenencias por la rampa. Los labios apretados y las mejillas pálidas revelaban su angustia. La fuerte fragancia del salitre y otros olores nauseabundos la envolvieron. En ese momento, recordó que no había obtenido de Tania una descripción de como identificaría a su supuesto prometido.

Una sensación de malestar invadió su estómago, y recordó al segundo oficial que la había señalado mientras hablaba con otra persona. Un hombre de constitución gentil, ojos sensibles y elegancia extraordinaria se acercó a Crismaylin. Realizó una reverencia y le dedicó una radiante sonrisa.

—Mi señora, soy Crescencio Dávila Enríquez, a su disposición.

La mirada desconcertada de Cris al enfrentarse a su recién descubierto prometido, quien a lo sumo le llegaría a la estatura del pecho. Extendió la mano hacia él, pero al captar su confusión, decidió cambiar la estrategia y optó por saludarlo como correspondía a la época.

—Gracias por recibirme. —dijo Crismaylin tras una pausa. Dudó en si debía usar su apellido o nombre, pero "mi señor" o "mi cielo" resultaban inviables, así que improvisó un dialogo dramático—. El calor aquí es asfixiante. Creo que me desmayaré.

La viajera divisó varios rostros entre la tripulación y la nobleza. Crescencio llamó a cuatro de sus sirvientes, quienes tomaron el equipaje. Mientras los observaban, notó las marcas de los grilletes en sus muñecas, un recordatorio constante de la esclavitud que aborrecía con vehemencia. Sus baúles fueron ubicados en una carreta tirada por dos burros. Crescencio la ayudó a subir en una litera que sería llevada por dos esclavos. Rogó para que el trayecto no fuera tan largo. Consideraba este medio de transporte humillante.

Lo primero que captó su atención al llegar a la zona colonial fueron las imponentes murallas de piedra que rodeaban la ciudad, resguardadas por cañones y parapetos. Las calles se desplegaban en una disposición reticular, y la actividad era frenética: esclavos transportando pesadas cargas sobre sus cabezas, mientras que un penetrante olor a excrementos y orina se filtraba en el aire, provocándole náuseas.

Se detuvieron frente a una residencia de rocas coralinas, donde el escudo heráldico de la familia Dávila estaba visible: seis brezantes de oro dispuestos en dos palos de a tres. La casa, era de dos pisos, presentaba gárgolas como protección contra los malos espíritus.

—Bienvenida a su nuevo hogar, mi señora—expresó Crescencio, su alegría era evidente.

Cris se sentía inquieta, nerviosa. Ella tomó un respiro y se humedeció los labios mientras él la observaba con atención.

—¡No puedo creer lo que mis ojos ven!

Cris, con los labios temblorosos, secó las lágrimas y su corazón saltó de alegría ante un grito de entusiasmo. Sin embargo, una profunda añoranza la inundó, derramando más lágrimas. Mientras disfrutaba de la felicidad del momento, susurró en voz baja: Alejandro.

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