Reencuentro
El dolor de separarse no es nada comparado a la alegría de reencontrarse. (Charles Dickens)
Rompiendo las restricciones impuestas por el protocolo social, Cris estrechó en un abrazo a su amigo Alejandro. Su eufórica era palpable, un torrente de sensaciones se agolpaba en su ser. Las lágrimas que derramaba, en honor no solo a Turey, sino también a Alejandro, eran una manifestación de emociones. La ausencia de los ingeniosos comentarios sarcásticos de él, su perspectiva singular sobre el mundo había dejado un vacío que Crismaylin sintió intensamente. Al contrario de Tania y Coaxigüey, Alejandro había experimentado un cambio visible. Había ganado peso, su cuerpo había adquirido un aire más corpulento, y su cabello, ahora era más corto, exhibía canas en las sienes.
—¡Las estrellas me anunciaban algo maravilloso para hoy! —exclamó Alejandro efusivamente mientras besaba en las mejillas a su amiga.
—Tu habilidad para la mentira no ha menguado—afirmó Cris con una sonrisa—. Aquí, el horóscopo es una preocupación inexistente.
Un arqueo de cejas por parte de Alejandro comunicó de manera elocuente la equivocación de su amiga. En un segundo abrazo desplegaron todo el amor y nostalgia que sentían, su momento fue interrumpido por un sonido inesperado.
—Perdón, Crescencio, no sabía que conocías a mi prima—expresó Alejandro con una sonrisa forzada.
—¿Es mi esposa, tu prima? —preguntó Crescencio, sorprendido.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Esposa? —balbuceó Alejandro.
La mirada de Alejandro buscó la de Crismaylin en busca de una explicación, pero su amiga le suplicó a través de una sonrisa nerviosa que le siguiera el juego.
—¿Te has casado sin informarme? —Alejandro se sorprendió, para luego cambiar a una expresión de falsa tristeza y enojo—. ¿Por qué no me has enviado una carta? Pensé que éramos tu primo más amado.
Frente a tanto teatro, Crismaylin no pudo evitar rodar los ojos. Su capacidad para dramatizar no había disminuido, incluso si volviera a nacer.
—Ya conoces la naturaleza de papá—mencionó Crismaylin sin expandirse en exceso.
—Desconozco por completo cómo es el tío Pancho—dijo Alejandro, sus ojos chispeando con malicia.
—¡Pancho! —Exclamó Crescencio, confundido.
En ese momento, la viajera deseó poder asesinar a su amigo.
—Por supuesto que no, cariño mío—respondió Crismaylin, inquieta. Su mente estaba en blanco y la improvisación era su única salida.
—¿Mis oídos me engañan? —dijo Alejandro, incapaz de reprimir una risa.
Cris pasó por alto la insinuación maliciosa de su amigo y procedió a explicarle a Crescencio la relación de parentesco.
—Alejandro es un pariente lejano por parte de mi madre. Intercambiamos cartas, aunque parece que la comunicación se truncó en algún momento—aclaró Crismaylin.
—¿Alejandro? Entonces, ahora, si me encuentro desconcertado—musitó Crescencio.
Y fue el turno de Alejandro quien tuvo que luchar contra las ganas de estrangular a su amiga.
—Mi nombre es Ruberto, aunque mi segundo nombre es Alejandro. Para ser preciso, Ruberto Alejandro de Todos los Santos—aclaró, dejando escapar una risa franca y contagiosa.
—Oh, ya lo entiendo. Nos casamos hace algunos meses, pero debido a compromisos, apenas pudimos conocernos como era debido, pero formalizaremos la unión mañana. Supongo que debe de estar exhausta, mi querida.
Un grito de horror escapó de los labios de Crismaylin, bajo ninguna circunstancia se casaría con Crescencio. Alejandro no pudo contener la risa, sumiéndola aún más en un torbellino de nervios. A través de una mirada urgente, logró comunicar su amigo a su necesidad de hablar en privado.
—¿Irán a la fiesta en la residencia casa de Los Bastidas? —preguntó Alejandro.
La mención de ese apellido tensó a Crismaylin.
—Declinaremos la invitación—declaró Crescencio—. Esta noche, deseo que mi esposa no sea molestada; Necesitas prepararte para el día de mañana.
Un escalofrío serpenteó por la espalda de Crismaylin, y con desesperación, buscó la ayuda de su amigo, quien parecía gozar de su situación.
—En nuestra familia, estimado Crescencio, consideramos inadmisible que la novia duerma en la casa del novio antes del matrimonio—soltó Alejandro con firmeza, simulando ofensa.
—Pero ya estamos casados—aclaró Crescencio—. Si bien la ceremonia fue poco convencional, un obispo la llevó a cabo. Ella se quedará en la casa junto a unas hermanas de la caridad que la asistirán en los preparativos. Yo pasaré la noche en la capilla.
—¿Preparativos para qué? —chilló Crismaylin.
—¿Y por qué me excluyen de la boda de mi prima? —protestó Alejandro ofendido—. Como su único pariente cercano, exijo estar presente.
—Ignoraba ese parentesco, Ruberto—se disculpó Crescencio—. ¡Por supuesto que estás invitado! Si lo deseas, ven conmigo a la iglesia y oraremos...
—¡Jamás en la vida! —murmuró Alejandro con gesto de horror.
—¿Qué dijo? —preguntó Crescencio.
—Dije que sería bueno que mi prima se quede conmigo—intervino Alejandro.
—¡De ninguna manera! —exclamó Crescencio—. Mi esposa permanecerá en la casa bajo el cuidado de las monjas. Y mañana, nos casamos aquí en la capilla, en presencia de todos los invitados.
—¿Qué invitados? —balbuceó nerviosa Crismaylin—. Yo... Yo no necesito...
—Bien, así estamos—comentó Alejandro, entretenido—. Tras la ceremonia, celebraremos en la casa de Diego de Herrera. No creas que dejaremos de festejar esta inesperada unión. Nuestra familia es muy tradicional, y ni muertos pasaremos por alto la festividad del toro de la boda.
Alejandro estalló en risas al concluir su disertación.
—Eso no era lo que había planificado con tu padre—dijo Crescencio, agotado por la intromisión de Alejandro.
—No hace falta decir más—sentenció Alejandro—. Voy a unirme a los preparativos como único pariente de la novia. Nos veremos allá. Adiós, querida prima.
La furia latente en Crismaylin hacia Tania era palpable, en ningún momento le explicó sobre una boda. A pesar de la intención meticulosa brindada por las hermanas del convento, surgieron varios obstáculos inesperados. El primero, la negativa a abrir uno de los baúles, que contenía algo tan herético que, de ser descubierto, habría desencadenado su inmolación. El segundo inconveniente, la carencia de un vestido apropiado para su enlace; ahí fue testigo de la asombrosa destreza con la que las monjas confeccionaron un atuendo en tiempo récord. El tercer incidente, su resistencia a permitir ser bañada.
Siguiendo las costumbres, la novia debía de participar en un ritual de purificación que consistía en baños ceremoniales, mientras las monjas la lavaban con agua perfumada y recitaban oraciones que se suponía repetiría durante su matrimonio. Crismaylin ya había experimentado un rito similar, doloroso y traumático. Sin embargo, para evitar más inconvenientes, permitió que las monjas realizaran su tarea.
La viajera ansiaba una conversación con Alejandro, pero las circunstancias parecían conspirar en su contra. Tras concluir los baños de "purificación", escuchó claramente cómo las monjas la consideraban algo mayor para casarse; según ellas, la frescura y dulzura de su juventud habían pasado, y debía considerarse afortunada de encontrarse un buen esposo. Antes de que cayera la noche, Crismaylin fue testigo de una algarabía en las calles.
Asomándose a la ventana, contempló a Crescencio rodeado por varios hombres que arrastraban un toro atado por los cuernos con una fuerte cuerda. Horrorizada, presenció como su pretendido esposo clavaba banderillas engalanadas en el animal, manchando sábanas de sangre, que Cris supuso que eran parte del ajuar matrimonial. Por último, con ayuda de un mozo, Crescencio castró y exhibió los testículos con orgullo por las calles de la ciudad.
Aquella escena resultó tan aterradora que Cris pidió ver a su primo Ruberto, pero las monjas le denegaron la petición, argumentando que aún había muchas cuestiones por resolver y que la noche caía.
Temprano en la mañana, las monjas despertaron a la viajera, quien apenas había dormido debido a la tormenta de inquietudes y a su intento fallido de escapar. Se sometió a ser preparada por las monjas, y sin darse cuenta, se encontró ante las puertas de la Catedral de Santo Domingo. Un cambio de última hora en el lugar de la ceremonia.
Sostenía el ramo con fuerza, sabiendo que era su segunda vez que participaba en una boda cohesionada. Incluso dejó escapar una risa ante la ironía de casarse en ese edificio; cualquier católico consideraría este lugar un sueño. La arquitectura gótica de la catedral de Santo Domingo con bóvedas nervada, los antiguos bancos largos, los cuadros de Vírgenes y otros objetos decorativos creaban una atmósfera impresiónate. Hecha de piedra calcárea y cúpulas semiesféricas, la catedral se erguía como un monumento imponente.
El vestido que Crismaylin portaba estaba confeccionado con telas ricas y lujosas, ceñido en la parte superior de su cuerpo gracias a un corsé ajustado que acentuaba su cintura. Las mangas, largas y abullonadas en los hombros, se estrechaban con elegancia hacia los puños; los cuales estaban adornados con encajes intrincados. La falda, amplia y voluminosa, se alzaba con orgullo gracias a una crinolina. Los bordados a mano, adornados con flores desde el escote hasta el dobladillo, eran una obra de arte en sí mismo. Un velo largo y etéreo descansaba sobre su cabeza, sostenido por una tiara ornamental.
Crismaylin ingresó a la capilla, luchando por ocultar el nerviosismo que la embargaba, mezclado con un atisbo de ansiedad. Su mirada perdida evidenciaba la sensación de estar atrapada en una situación no elegida por ella misma. A medida que se acercaba el momento, su corazón latía con pesar. Sus manos temblorosas sostenían el ramo de flores, convirtiéndose en un símbolo tangible de su agitación interna.
Durante la ceremonia, sus ojos vagaban, buscando el rostro de Alejandro en busca de apoyo en ese momento tan desafiante. Su postura rígida y encorvada reflejaba su resistencia interna a esa unión no deseada. Juró que, de alguna manera, buscaría la forma de estrangular a Tania y encontraría la forma de impedir que ese hombre llamado Crescencio sufriera un destino trágico. Verlo tan radiante y feliz le suscitó en Cris una amalgama de sentimientos: tristeza, frustración e impotencia.
No había viajado quinientos años para encontrarse atrapada en un sendero no elegido. Su sonrisa forzada para los invitados ocultaba su pesar, creando un amargo contraste entre su fachada externa y la tormenta emocional interna que padecía. Pero su tormento no concluye ahí; debía participar en una ceremonia en la cual debía encender una vela y asegurarse de que permaneciera encendida hasta la conclusión de la liturgia.
Esta ceremonia, conocida como la misa de velaciones, se llevaba a cabo inmediatamente después de la boda y tenía como objetivo garantizar que los hijos de la nueva pareja fueran educados en la fe católica.
Para ello, cubrieron el rostro de Cris y los hombros de Crescencio con un velo blanco, sostenido por dos franjas roja que los rodeaban con un cordón. Ambos permanecieron arrodillados mientras el obispo recitaba el padrenuestro y una serie de rezos más. Apenas había transcurrido un día completo y Crismaylin ya anhelaba con fervor encontrar a Turey y escapar de ese lugar.
Crescencio llevó a Crismaylin a la casa para que se cambiara de ropa. Después de una lucha con el engorroso vestido, descendió por las escaleras apenas iluminadas por la tenue luz de las velas. Se puso otro vestido blanco con flores grandes y abotonado hasta el cuello. Bajo llevaba un corsé apretado que comprimía sus costillas, y para las piernas, calzas que se extendían hasta la cintura. Rogó a todas las vírgenes posibles para evitar tropezar en ese atuendo. Los zapatos que calzaba le estaban causando un dolor insoportable, y ya se veía llegando al final de la noche con dolorosas ampollas en los talones.
La casa de Diego de Herrera estaba construida en piedra coralina, con un interior que presentaba un amplio vestíbulo marcado por una majestuosa escalinata que conducía al segundo piso mediante dos rampas con un tramo. En el segundo nivel, el espacio se abría de manera continua, y tras él se vislumbraba un amplio patio interior. Además, contaba con un jardín interior que añadía una notable belleza al conjunto.
A pesar de la cercanía de la casa, Crescencio deseó que se trasladaran en literas. Al llegar, le ofreció su brazo a Crismaylin. En realidad, sorpresa inicial de bienvenida ocultó cualquier rastro de asombro. Pronto, Inés se esmeró en hacer que Crismaylin se sintiera cómoda, aunque eso resultaba inalcanzable para ella. Un poco de vino le fue servido, y el sabor resultó tan desagradable que tuvo a punto de escupirlo.
La viajera se esforzó por ser amable con las damas que le presentaron. No obstante, se sintió expuesta al escrutinio de cada una de ellas, quienes no perdieron el tiempo en ofrecer consejos matrimoniales no solicitados. La mayoría de los comentarios giraban entorno a su aspecto físico: lo peculiar de su pelo rizado, sus facciones que no encajaban con la femineidad convencional y, según su opinión, el tamaño excesivo de su busto. Además, le recordaron lo afortunada que era por casarse a los veinticinco años con un hombre adinerado, aunque era evidente que ya había superado la flor de la juventud. Crismaylin resistió como una verdadera campeona los comentarios de las damas, incluso, se jactó de que aparentaba una edad que ya había dejado atrás hace años.
—¿No hablas como una mujer andaluza? —Preguntó una de las damas con sorpresa.
—Es que viví por un tiempo en un convento a las afueras de Murcia—respondió Crismaylin, un tanto perpleja.
Era innegable que María de Toledo irradiaba una belleza y atractivo innatos: piel nívea, mejillas rosadas y unas pestañas oscuras como el ébano. Ella era la personalización de la belleza española, mientras que Cris pasaba desapercibida. Un criado anunció que la cena estaba servida y todos se dirigieron al comedor. Crismaylin fue conducida a una gran sala iluminada por antorchas de pino, con las paredes adornadas con los emblemas de la familia y un retrato de los Reyes de España. La mesa de caoba pulida estaba cubierta por un mantel blanco que caía hasta el suelo, y estaba llena de vajilla y cristalería.
Acomodados en un extremo de la mesa para dejar espacio a las fuentes y bandejas, Crismaylin se sentó junto a su esposo, ambos siendo los invitados de honor. Cada invitado les presentó sus regalos, y un lacayo se situó detrás de ella para cambiar los platos y las servilletas durante el banquete. Cada plato era precedido por el sonido de trompetas. La mesa se cubrió de diferentes tipos de carnes, así como queso y frutas. Dado que los tenedores aún no existían, Crismaylin se las arregló pinchando la comida con el cuchillo o, en algunos casos, usando los dedos, al igual que hacían algunos presentes.
Sin embargo, Cris apenas probó algunos bocados, ya que sentía el estómago cerrado por la tensión. Además, estaba un tanto molesta con Alejandro, que no había aparecido hasta ese momento. La cena transcurrió en medio de cumplidos y buenos deseos para su matrimonio. Luego, todos se dirigieron a otra sala donde, según había oído, les esperaba una sorpresa. Una vez más, permitió que Crescencio la guiara, mientras escuchaba comentarios maliciosos de algunas damas que la consideraban fea e insulsa. Cuando entraron en la sala y se sentaron en el centro de la mesa, Alejandro hizo su entrada.
Alejandro apareció vistiendo una hopalanda azul, ceñida en los hombros y la cintura con un cinturón. Levantó la voz para llamar la atención de los invitados de la sala.
—Señoras y distinguidos señores—dijo Alejandro, realizando una reverencia teatral—. Me llena de satisfacción estar aquí con ustedes celebrando la inesperada y reciente unión de mi prima... Mi queridísima prima...—Alejandro miró con intensidad a la viajera mientras hacia ademanes con las manos tratando de ganar tiempo ante el apuro de no recordar el nombre de su supuesta prima.
—Amelia—pronunció Cris, esbozando una sonrisa forzada.
—Me siento honrado de que Amelia—prosiguió Alejandro —, haya decidido compartir su vida con Crescencio, un hombre piadoso, temeroso de Dios, poderoso como los cuernos de un toro...
Cris le lanzó una mirada reprobatoria, pues sentía que estaba sobrepasando los límites.
—Bueno, como todos saben—continuó Alejandro—, su llegada ha sido una sorpresa maravillosa y agradable, por lo que celebraremos con alegría. —Los presentes aplaudieron a Alejandro mientras él hacía una reverencia al estilo de un actor romano. —Y como regalo de bodas, he traído a los mejores músicos de Santo Domingo, es decir, los míos.
La imaginación de la viajera se llenó de vividas imágenes de asesinatos, en todas ellas, el protagonista era Alejandro. Su mente estaba tan inmersa en esos pensamientos que ni siquiera escuchó el final del discurso, y comenzó a aplaudir como un autómata.
Entonces, una pareja de taínos conversos entró en la sala. La mujer sostenía una flauta y el hombre, una guitarra. Se colocaron junto a la pared, mirando al suelo. De repente, entró otra persona, y el corazón de Crismaylin dio un vuelco. Una profunda ansiedad la inundó, y antes de que pudiera comprenderlo, perdió el conocimiento.
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