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Guali

Violenta, imperiosa, la idea destructiva (lo fulminara) como una revelación. Juan Goytisolo. 

El viaje de regreso a Cotuí no fue tan difícil como la primera vez; aunque añoraba las comodidades del futuro en cuanto a confort, el estar con Turey lo recompensaba todo. Por su seguridad, Turey se quedó antes de entrar al pueblo, y unos amigos de Alejandro, unos viajeros comerciantes, la dejaron en la puerta del señor Álvaro. Fue recibida por María de Toledo, quien quiso indagar sobre su paradero, a lo cual Crismaylin respondió con evasivas.

La señora de Colón le comentó que había sido informada por una criada de su huida, y para su suerte, Crescencio había regresado hace poco y no se había percatado de que su esposa no amaneció en la casa. Solo ella y los criados sabían del hecho, y Francisco solo sospechaba. Crismaylin le agradeció a María la ayuda y procedió a dirigirse a sus aposentos a cambiarse de ropa.

Crismaylin se apresuró para reunirse con Crescencio, había memorizado las palabras de Alejandro sobre cómo iba a justificar su regreso a la Colonia. Cuando llegó a la sala, se encontró con Francisco, quien de inmediato le dio a entender que estaría vigilándola. La viajera deambuló por la casa, desorientada. Escuchó voces y caminó de puntillas. Se apoyó en el marco de la puerta y observó a Álvaro y a Crescencio sentados frente el uno al otro.

—Los gritos de tu mujer resonaron por toda la casa—exclamó Álvaro entre carcajadas—. La montaste como un verdadero semental. Mis criados me contaron que no salió de su habitación en todo este tiempo.

—Solo espero que lo haya disfrutado—dijo Crescencio, sonriendo algo incómodo.

—Ay, Dios mío, ¿Qué importancia tiene si ella disfrutó o no? Las mujeres fueron creadas para nuestro placer—dijo Álvaro con petulancia —. Hoy la montarás de nuevo y en la mañana te lo agradecerá como debe hacer una buena esposa. Te estimo Crescencio, aunque, ¿no podrías encontrar una mujer con más gracia? —Crescencio iba a replicar, pero Álvaro habló primero—: Tu esposa tiene cara de hombre, pero sé que es una mujer por sus pechos.

Crismaylin, al oírlo murmurar, se enfadó. Entró a la sala de un portazo. Los dos hombres se asombraron al verla.

—¿Quién le dijo a usted que soy una maldita yegua para que me monten cuando quieran? —rezongó ella molesta—. Crescencio, tenemos que hablar.

—Claro, por supuesto—dijo Crescencio, sorprendido—. Vamos a otro lugar, solecito.

La viajera se dirigió a la sala contigua, decorada con magníficos candelabros y enormes armarios con delicados acabados, donde reposaban estatuas de algún santo, además de sillones acolchados y tapizados de terciopelo.

—Solecito, creo que debemos hablar de tu comportamiento con nuestro anfitrión—susurró Crescencio.

La viajera murmuró algo y se volvió hacia él.

—¿Perdón? —respondió Cris con aspereza—. Aquí la única ofendida soy yo. ¿Cómo puedes permitir que ese hombre hable así de mí?

—Amor, baja la voz—manifestó Crescencio, quien se frotó la cara, nervioso.

—¿No quieres que ese cretino escuche lo que pienso de él? —dedujo Cris con un gruñido—. Déjame decirte que me vale mierda —elevó la voz y apretó el puño—. Es un idiota misógino y machista.

—Amor... —Frunció el ceño Crescencio, desconcertado.

—No me interrumpas, que todavía no he terminado. ¿Te contaron de que regresé de la colonia? —indagó ella—. Escapé de este lugar triste y llena de miedo y, gracias al cielo, encontré a unos militares que iban de regreso. Fui a la casa de mi primo para encontrar refugio, pero no quiso dármelo porque no creyó en mis palabras. Para él, eres un hombre de gran virtud, así que corrí a refugiarme en los brazos del Señor, y allá recibí el socorro fortalecedor de un fraile que me escuchó y me brindó excelentes consejos. Solo por eso volví.

Crescencio asintió avergonzado mientras guardaba sus manos en su chaleco.

—Al entrar borracho en mi habitación e intentar violarme, te comportaste como un cerdo. —Crismaylin utilizó toda la dramatización que pudo y pensó que Alejandro debería de estar orgulloso de ella—. Tu acto tiró por el piso lo que creía de ti. Destrozaste mis ilusiones, y hui, porque me destrozaste el corazón.

Crismaylin le dio la espalda y se estremeció con fingidos sollozos.

—No digas eso en mi vida—manifestó Crescencio, quien apoyó sus manos sobre los hombros de la viajera. —No estoy habituado a beber y no recuerdo nada, pero si te molestó, te aseguro que no tomaré ni una gota, pero sé un tanto comprensiva conmigo, desde que te vi ardo en deseos en poseerte. Asimismo, considero que no todo resultó tan desfavorable como alegas.

—¡¿Qué?! —la viajera se apartó horrorizada.

—Álvaro me felicitó por lo que creí que te cumplí como hombre. Si es el deseo de Dios, lograrás tener un hijo mío pronto.

La respuesta de Crescencio le hizo sentir mal. En esta época, el marido es el responsable del cuerpo de su esposa, lo que aumenta, si es posible, el control sobre ella.

—No creo que tenga un hijo tuyo, porque primero debes ganarte mi afecto y si sigues escuchando los consejos de Álvaro dudo que eso pueda suceder. Además, me niego a cumplirte como mujer si me consideras como un objeto inanimado. Y si me disculpa, señor Crescencio Dávila, me voy a dar una vuelta por la Casa de la Moneda o a rezar en la capilla.

Crescencio se mostró sorprendido ante la decisión de su esposa, quien se retiró dejándolo solo, sin embargo, le parecieron extrañas sus últimas palabras, ya que ninguno de esos lugares que mencionó existían. La viajera no se dio cuenta del error cometido; en Cotuí se instalaría la Casa de la Moneda en 1530 y, posteriormente, la iglesia sería construida por Álvaro Castro años después.

Crismaylin, antes de salir de la casa, subió a su habitación y notó que alguien había estado husmeando en sus cosas. De inmediato, buscó el baúl y, para su alivio, encontró los objetos. Los envolvió en prendas de lencería y los guardó en una bolsa de cuero que ató a su cintura.

Las calles de Cotuí parecían desiertas, como sacadas de un pueblo fantasma donde solo se respiraba polvo y desolación. Además, el sonido de los azotes en la lejanía era insoportable y cruel. Cris se sintió perdida y en ese momento alguien le tocó la espalda. Se giró y vio a Turey, quien le hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera.

La condujo a través de un valle frondoso. Recordó las veces que había caminado descalza por senderos empinados, aunque los zapatos tampoco le resultaron cómodos. Turey le tomó la mano para guiarla cuando el trayecto parecía interminable. Finalmente, llegaron a un camino estrecho flanqueado con paredes de piedras y se detuvieron en una fuente de agua dulce. Cris dedujo que estaban en el lago Hatillo, un lugar que había visitado durante sus estudios. En su época habían construido una presa, la más grande del Caribe, para controlar las peligrosas crecidas que habían devastado millas de hectáreas de cultivos.

Las aguas del lago reflejaban el intenso azul del cielo, y el viento llevaba consigo el penetrante aroma de la vegetación circundante. El flujo de las aguas era sereno, y Turey se inclinaba para refrescar su rostro en la orilla. El lugar le pareció hermoso, y Cris supo que nunca se cansaría de contemplar las colinas cubiertas de exuberante vegetación, el reflejo de las aguas cristalinas, el canto de las aves y el susurro de las hojas secas.

Turey la ayudó a cruzar el río utilizando una balsa hecha de ratán y guano, y ella se preguntó de donde lo había obtenido. Juntos bordearon muros rocosos que parecían un islote. Tras recorrer sus recuerdos, la viajera dedujo que se encontraban en las Guácaras, nombre taíno para las cuevas. Un lugar considerado un parque temático de la arqueología debido a sus decoraciones con jeroglíficos y petroglifos que describían las costumbres de la civilización taína.

Entraron en el Hoyo de Sanabe, una formación natural que parecía una miniciudad subterránea con pasillos y recintos, con unos doscientos metros de largo y dos salidas a la superficie. Allí, Turey le mostró una representación del mito del origen de los seres humanos donde Bayamanaco, dios del fuego, inhaló cohoba y luego le escupió la espalda a Deminán Caracaracol, uno de los cuatro héroes gemelos, provocándole una gran hinchazón donde salió una tortuga llamada Caguama, la cual usaron para aparearse y dar origen a la humanidad. Las mujeres taínas le habían narrado la misma historia cuando la sometieron a una ceremonia por orden de Coaxigüey horas antes de casarse.

Turey usó guano de murciélago o murcielaguina entre sus dedos para dibujar figuras de ellos en las rocas. La luz del sol se filtraba por las rendijas entre las rocas, permitiéndole ver figuras de animales, escenas de areito y evidencia clara prueba de la llegada de los conquistadores en forma de un hombre armado disparando a un taíno.

Luego, subieron por un sendero rocoso hasta llegar a la cima, donde se sentaron sobre la hierba y las hojas secas para disfrutar del hermoso paisaje. Fue en ese momento, en los brazos del hombre a quien amaba, que Crismaylin decidió que era el momento adecuado para hablar de sus planes de viajar al futuro. Sin embargo, antes de hacerlo, quería mostrarle la lencería que había traído de su época especialmente para él.

—Turey, quiero que te recuestes y me esperes aquí unos minutos—dijo Cris mientras buscaba un lugar con la vista donde cambiarse.

—¿Qué son los minutos? —preguntó Turey mientras se recostaba en el suelo.

—Los minutos son una unidad del tiempo, es como dividimos las horas—le explicó ella, pero al ver la expresión confundida de Turey, supo que no la estaba entendiendo del todo—. Te lo explicaré con más detalle luego, ¿de acuerdo?

Turey asintió y Cris le dio un beso tierno en los labios antes de marcharse. Y con mucho esfuerzo se quitó las prendas de su vestido. La primera prenda que se puso fue un body negro, deseó embellecerse un poco más, su trenza estaba desordenada, y ya asomaban esos pocos pelos que atravesaban la línea de sus cejas.

Caminó de puntillas sobre las hojas secas hasta ubicarse frente a Turey, quien estaba sentado en el suelo, absorto en sus pensamientos, cuando escuchó el sonido que hacen las hojas secas al ser pisadas. Cris se colocó delante de él, haciendo que el corazón del taíno se acelerara instantáneamente. Ella llevaba puesto algo extraño, que realzaba su figura de manera deslumbrante. Sus curvas se destacaban de manera provocativa bajo la delicada tela, y revelaba justo lo suficiente para mantenerlo intrigado.

Los ojos del taíno se abrieron de par en par, y su respiración se volvió irregular al ver a su mujer así. No podía apartar la mirada de ella, sintiendo una oleada de deseo y asombro recorrer su cuerpo. Las emociones en su rostro eran un torbellino: sorpresa, deseo y admiración se entrelazaban mientras la observaba. Un suspiro se escapó de sus labios, incapaz de articular palabra alguna.

Cris se acercó lentamente, con una sonrisa traviesa en los labios, consciente del impacto que había causado. Al llegar frente a él, lo miró directamente a los ojos y la pasión se volvió palpable.

—¿Qué es eso que tienes puesto? —dijo él.

Se puso de pie y se le acercó. El pulso de ella se aceleró.

—¿Eso que tienes puesto produce este efecto en mí? — inquirió con expresión extasiada.

Crismaylin lanzó una risa traviesa.

—Esto se llama lencería femenina—dijo ella picarona—. Y, por lo que notó creo que te gusta.

Turey la agarró, pasando un brazo por su vientre, acercándola hacia él. Su calor era tan delicioso y protector, que le anulaba la voluntad.

—Todavía tengo otras cosas que mostrarte. — Turey le mordisqueó la curva del cuello. El contacto le puso a Cris la piel de gallina—. ¿Serías tan amable de sentarte y ser bueno?

Crismaylin tardó más tiempo en cambiarse de lo que había planeado. Se forcejeó con los broches, cordones y adornos. Se puso un bustier rojo con ligueros y medias de encaje.

—Esto es difícil —se quejó mientras le mostraba su segundo atuendo—. Tiene demasiados enganches. Además, se me salen las tetas por arriba.

Los ojos de Turey se iluminaron con entusiasmo cuando Cris alzó los brazos y giró mostrándole su retaguardia.

—Acércate a mí—dijo Turey.

Ella sonrió, cada vez más excitada. Turey se recostó y la atrajo sobre sí. Despacio, con una profunda suavidad, apoyó sus labios sobre los de ella y la besó, saboreándola, tentándola con la punta de su lengua, sintiendo cómo se encendía poco a poco. Ella se aferró a él, suave y curvilínea, encendiendo cada terminación nerviosa del cuerpo del taíno. Cris se sentía en otro mundo cuando Turey la besaba de esa forma. 

—Solo puedo quedarme aquí durante cuatro meses—dijo Crismaylin mientras deslizaba sus manos por el pecho de Turey.

El taíno permaneció en silencio, mirando hacia adelante con el ceño fruncido. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la viajera con rapidez.

—Aquí no hay lugar para nosotros, te conté lo que pasaría hace veinte años y ves que no me equivoqué—continuó ella sin percatarse de la reacción de Turey —. Lo mejor que puedes hacer es huir al futuro conmigo, donde nadie nos perseguirá y podremos estar juntos.

—¿En verdad crees que eso es lo mejor para mí? —preguntó él.

La viajera sintió un nudo en el estómago.

—Si te quedas aquí, tarde o temprano morirás—insistió Cris.

—¿Y si no? — replicó Turey, enderezándose para sentarse.

Crismaylin se quedó con la boca abierta.

—Lo que le está sucediendo a tu gente es imposible de cambiar—dijo Cris, perdiendo un poco de fuerza y luchando por mantener su optimismo anterior—. Pueden retrasarse algunos aspectos, pero nada puede detener el curso de la historia.

Las cejas de Turey se arquearon.

—El espíritu de lucha en el corazón de un taíno nunca se apaga—dijo él con convicción.

El vello se le erizó a Cris.

—Turey—susurró ella, acariciando una de sus mejillas. El taíno la tomó por las caderas y la acercó aún más. Cris rodeó su cuello con los brazos, disfrutando del contacto—. Lo mejor sería que vinieras conmigo.

—Yo, aunque quiera, no podría—dijo Turey con tristeza.

Cris tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

—Debes entender que aquí no hay lugar para nosotros. Por ti me atreví a cruzar el tiempo, a ponerme estos horribles trajes y fingir ser otra persona. —La viajera se aclaró la garganta—. Ven conmigo a un lugar seguro donde podamos vivir en paz.

Turey acarició el rostro de Cris, para él era lo más hermoso. A pesar de ello, ya no se trataba solo de ellos.

—No puedo acompañarte—repitió Turey.

—No comprendo por qué no puedes hacer lo que te solicito—manifestó Crismaylin, sintiéndose incómoda—. ¿Qué o quién te lo impide?

Crismaylin era celosa cuando se trataba de Turey. Se negaba a creer que no quería acompañarla debido a su amistad con María de Toledo.

—¿Es por ella, verdad? —preguntó Cris y, al ver que no respondía, quiso alejarse de él, pero Turey la sujetó con fuerza—. ¡Déjame! —exclamó ella mientras se retorcía para librarse—. Eres un miserable, me mentiste y no quieres irte por ella. Maldito infiel.

—María ser amiga —pronunció Turey con firmeza—. No puedo irme contigo por una promesa.

—¡Qué me sueltes! —expresó la viajera con fastidio—. ¿Cuál es esa promesa que resulta ser más importante que yo?

—Nada ser más importante para mí que tú—la voz de Turey sonó ronca, pero también sincera—. Di mi palabra.

Cris dejó de moverse. Estaba más que furiosa, aun así, decidió comportarse como una persona juiciosa en vez de una loca celosa. Turey, al ver que se había calmado, le explicó sus razones, en parte.

—Le prometí a María ayudarla a encontrar a su esposo, yo lo hago por ella, no por él. Diego es un hombre malo.

—Que se busque a un sabueso, a un perro y asunto resuelto—masculló Cris entre dientes.

—Los perros del hombre blanco ser malos, nos matan y, yo no entiendo esa palabra, sabueso—dijo él y la sacudió con suavidad. Turey extrañaba esas conversaciones donde Cris le explicaba cosas—. Sé qué su esposo vive.

—Entonces, ¿si encuentras a su marido te irás conmigo? —indagó Cris, quien lo observó con atención.

Turey parpadeó, pero no dijo nada.

—¡Suéltame! —protestó empujándolo con sus brazos.

—Es qué. —Hubo una pausa momentánea. La viajera lo vio tragar saliva con dificultad—. Existe otro asunto.

—¿Cuál? —preguntó ella con una mirada fulminante.

Turey la apretó con fuerza, temiendo lo peor. Sabía que Cris era muy volátil, ni siquiera la ira del dios Bayamanaco rivalizaba con la de ella. La miró y, su respiración cambió con un suspiro.

Guali.

Esa palabra significaba infante o niños en lengua Arawak. La viajera creyó que se refería a su hijo con Tania. No le gustó mucho saber que había tenido un hijo con ella, pero no podía hacer nada.

—Si se trata del hijo de Tania, sé que eres el padre y allá aunque no me haga mucha gracia podrán estar juntos. —Cris frunció el ceño, desconcertada al verlo palidecer—. A menos que...

Turey la presionó con tanta intensidad, temiendo lo peor cuando supo que Cris comprendió a lo que se refería.

—No —manifestó la viajera con voz temblorosa—. No es lo que estoy pensando. Tú... — Apretó los dientes al ver el rostro de Turey lleno de angustia. Al comprender, exclamó—. Hijo de la gran puta.

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