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Epílogo

El estruendo del relámpago despertó a Crismaylin de golpe, sumergiéndola en la penumbra de su habitación. A través de la ventana, la lluvia caía en cortinas densas, las gotas deslizándose con urgencia por el cristal, como si el cielo mismo llorara. El sonido rítmico de la lluvia, suave y constante, llenaba el aire, trayendo consigo una mezcla de melancolía que calaba hasta los huesos.

La lluvia siempre la había hecho reflexionar; cada gota parecía un susurro del pasado. Mientras observaba el agua correr, su mente vagó a través de recuerdos y sueños olvidados, cuestionando las decisiones que había tomado hace quince años y que la habían llevado hasta allí. En esa tormentosa madrugada, se sintió pequeña ante la vastedad del mundo, pero también conectada, como si cada relámpago iluminara un nuevo camino en su interior, guiándola hacia una comprensión más profunda de sí misma, como un faro en la oscuridad.

Su esposo dormía abrazado junto a ella, con la barbilla descansando sobre su hombro. Se movió con cuidado, sabiendo que su marido era de sueño ligero. A pesar de la satisfacción que sentía, los espasmos en su cuerpo le recordaban cuánto había disfrutado. Aún sentía su simiente dentro de ella; aunque quizá debería sentirse avergonzada, no lo estaba.

Otro relámpago le hizo recordar su conversación con Erebo. Ninguna de las opciones que le había propuesto le convenía, pero se vio obligada a elegir una. La decisión que tomó seguía pesando en su corazón; sin embargo, con el tiempo había aprendido a aceptarla. Lo hecho, hecho estaba, y no podía cambiar nada.

Sacudiéndose el último vestigio de sueño, Crismaylin se levantó de la cama y se dirigió a la cocina. El suelo frío bajo sus pies descalzos la mantenía alerta mientras la lluvia seguía cayendo implacable fuera. El tintineo constante de las gotas contra el tejado creaba una sinfonía que la acompañaba mientras encendía la cafetera, añadiendo una sensación de calma al ambiente.

El aroma del café recién hecho comenzó a llenar el aire, envolviéndola en una sensación de calidez y consuelo. Tomó su taza favorita, un viejo recuerdo de tiempos más simples, y vertió el líquido oscuro en ella, observando cómo el vapor ascendía en espirales, perdiéndose en el aire.

Se acercó a la ventana, sosteniendo la taza caliente entre sus manos, y miró cómo la lluvia seguía su curso, pintando el mundo exterior con una paleta de grises. Cada sorbo de café era como un ancla, sumergiéndola más profundamente en sus pensamientos. La lluvia continuaba cayendo, cada gota reflejando sus reflexiones, cada trueno recordándole su propia fuerza interior.

Mientras la lluvia persistía, Crismaylin recordó la primera vez que viajó, cuando movió los números del reloj de arena de su tío Luis Emilio. Las dificultades que afrontó al verse desnuda, desorientada, e intentando sobrevivir mientras trataba de comprender dónde estaba. Luego fue atrapada por un sádico que la amarró, torturó y abusó de ella. Cris agarró la taza con fuerza al recordar todo el dolor y las humillaciones que le infligió. Por eso revivía en su mente la forma en que lo vio morir. Si le preguntaran si se sentía conforme con ese resultado, la respuesta sería no; su muerte fue demasiado rápida. Hubiera deseado que sufriera por el resto de la eternidad. Sin embargo, bien sabía ella que en la vida no se obtiene todo lo que se desea.

Por culpa de Gabriel, pasó más de dos décadas añorando al hombre que le enseñó a amar. Era tan solo una adolescente, una estudiante que se avergonzaba de su herencia familiar corrupta y que anhelaba el amor que nunca fue correspondido. La vida en aquel lugar no fue fácil; aunque se vio obligada a casarse, no podía negar que había sido la mejor decisión que tomó. La pasión que él le despertó aún resonaba en su corazón, incluso después de todos estos años. Recordaba con claridad sus primeras miradas, los primeros toques que incendiaron su piel. La conexión que compartieron iba más allá de las palabras; era una comunión de almas, una fusión que resistía el paso del tiempo.

Allá también conoció a Alejandro; la viajera dejó escapar un suspiro lleno de tristeza y nostalgia al recordarlo. Lo extrañaba profundamente y lo consideraba no solo un buen amigo, sino también alguien genuino. Habían enfrentado desafíos juntos, y cada obstáculo solo fortalecía su vínculo, dejando una marca indeleble en su memoria.

Los días en la colonia estaban grabados en su memoria. Cada recuerdo era un testimonio de su fuerza y determinación por recuperar la felicidad que le habían arrebatado. Crismaylin suspiró, su mente vagando hacia los momentos más significativos de su viaje: los desafíos superados, las amistades forjadas y las lecciones aprendidas. Sin embargo, el destino tenía otros planes para ellos. Aprendió de la manera más dura que el tiempo no podía ser manipulado sin pagar un alto precio.

Cuando Erebo le dio a elegir una de las opciones, Crismaylin respondió de manera inesperada. Sabía que su osadía podía tener consecuencias graves, pero en ese momento ya no le importaba. Revivir esa conversación aún le provocaba espasmos de temor, recordándole las difíciles decisiones que tuvo que enfrentar.

Erebo, con su presencia imponente y oscura, clavó su mirada en Crismaylin con una mezcla de desdén y desaprobación.

—Has alterado el flujo natural de los acontecimientos con tus acciones, viajera —dijo Erebo, su voz resonando como un trueno lejano—. Es momento de corregir esos errores y de que enfrentes las consecuencias.

Un escalofrío recorrió la espalda de Crismaylin. Había vivido tanto en el pasado, había amado, había luchado, pero ahora debía enfrentar la justicia de Erebo.

—Rechazo tus opciones —replicó Crismaylin con determinación—. No puedes hacerme pagar por errores cometidos por otros, ni tampoco decidir sobre mi futuro. Si me vas a expulsar, que sea bajo mis términos.

—Las opciones que te di eran claras, y tú hiciste tu elección. Ahora, aceptarás las consecuencias —sentenció Erebo, sin dejar espacio para la discusión.

Crismaylin cerró los ojos por un momento, recordando la intensidad de sus sentimientos por Turey. Su corazón dolía ante la idea de dejar atrás todo lo que había amado en el pasado.

El mundo a su alrededor se desvaneció en una mezcla de sombras y luces cegadoras. Crismaylin sintió cómo su cuerpo era despojado de la realidad que conocía. En un parpadeo, fue arrojada hacia el futuro, como una hoja arrastrada por un torrente imparable.

Crismaylin abrió los ojos y se levantó lentamente, sintiendo la familiaridad de su entorno moderno. Erebo la había enviado de vuelta a su hogar en Alemania. Su corazón estaba devastado por la certeza de que había perdido a Turey para siempre. Cada rincón de la habitación, cada objeto familiar, le recordaba la cruel realidad a la que había regresado, una realidad sin él. El dolor era un torrente incesante que la envolvía, haciendo que su pecho se sintiera pesado y su respiración entrecortada. Aunque el tiempo avanzara, su corazón seguiría anclado en el pasado, en los momentos que compartió con él, ahora robados.

Había luchado tanto, enfrentado peligros y desafíos inimaginables para estar con Turey, solo para ser arrancada de su lado en un instante cruel. Sentía que el universo entero se había confabulado en su contra, negándole la felicidad que había encontrado brevemente. La injusticia de la situación la consumía, convirtiendo cada momento pasado con Turey en un cruel recordatorio de lo que nunca podría recuperar.

Aunque estaba de vuelta en su tiempo, se sentía desconectada, atrapada en un limbo emocional donde el pasado y el presente chocaban dolorosamente. La idea de enfrentar los días venideros sin él era insoportable, una herida abierta que se negaba a sanar.

El sonido de un objeto al caer la sobresaltó, y con el corazón acelerado se levantó del piso. Una risa entrecortada escapó de sus labios mientras las lágrimas, esta vez de alegría, corrían por su rostro. Crismaylin sintió que su corazón se detenía y luego explotaba en una ola de felicidad abrumadora. El miedo, la desesperación y la desolación que la habían consumido hace apenas unos momentos se disiparon como niebla al sol.

Se lanzó hacia él, abrazándolo con toda la fuerza que pudo reunir, temiendo que, si lo soltaba, desaparecería nuevamente. Turey la sostuvo con firmeza, su calidez y fuerza tan reales como siempre. No era un sueño, no era una ilusión; estaban juntos.

Levantó la mirada para encontrar los ojos de Turey, llenos de la misma felicidad y amor que ella sentía. En ese momento, supo que no importaba dónde estuvieran; mientras estuvieran juntos, podrían superar cualquier cosa. Se quedó así, abrazada a Turey, saboreando cada segundo de su presencia. En su corazón, Crismaylin agradeció a Erebo por este milagro inesperado, por permitirles un futuro juntos.

Habían pasado quince años desde entonces. La lluvia seguía cayendo, sirviendo de telón de fondo para su meditación. Sus pensamientos se formaban y desvanecían mientras observaba las gotas deslizarse por el cristal.

—¿Por qué me dejaste solo? —preguntó Turey.

El taíno la abrazó con fuerza, y ella se dejó arropar por su gesto, necesitando la protección que le brindaban sus brazos. Traer al taíno al futuro no fue fácil; la adaptación fue difícil para ambos. Aunque se amaban, tuvieron que aprender a convivir como una pareja, alejados del idealismo romántico de la nostalgia y la distancia. Además, para Turey, vivir sin sus hijos fue una tarea titánica que en algunas ocasiones les robó las esperanzas y las fuerzas. Lo bueno era que siempre encontraban la manera de que las cosas funcionaran.

Ella nunca pudo viajar en el tiempo, pero Turey quedó exonerado. Cada cierto tiempo, iba a ver a su hija Tanamá y traía mensajes de Alejandro. Turey había enfrentado obstáculos imposibles y había sobrevivido. Había amado y perdido, pero también había encontrado una fuerza interior que nunca supo que poseía. Lo que había vivido en el pasado lo había moldeado, haciéndolo más fuerte y sabio.

—La lluvia me despertó —contestó la viajera—. Anoche te acostaste muy cansado buscando alguna pista de tus hijos en Ámsterdam. Así que pensé que te haría bien descansar.

El mundo moderno seguía siendo un desafío que Turey tenía que superar día a día. El ritmo de la vida y las actitudes de las personas lo perturbaban. No podía entender el irrespeto por la tierra y las tradiciones. Y no hablemos de los aparatos electrónicos y los medios de transporte.

—Volveré en la tarde a la biblioteca; siento una corazonada de que puedo conseguir información sobre mis hijos —expresó Turey, preocupado. 

—Después de dar mis clases, iré a ayudarte —dijo Crismaylin, depositando un beso en el pecho desnudo de Turey—. Cuatro ojos ven más que dos.

El taíno no perdía la esperanza de encontrar alguna información que le arrojara luz sobre el paradero de sus hijos. Hace unos años viajó en el tiempo en su búsqueda, pero no los halló. Como padre, necesitaba confirmar que estaban a salvo y no descansaría hasta encontrarlos. Turey oraba a sus dioses que sus hijos, atrapados en el pasado, fueran felices sin él. En cuanto a Tania, el taíno nunca le perdonó lo que le había hecho y, en represalia, no le permitió que estuviera cerca de su hijo. Tuvo que esperar a que fuera mayor. Ahora ambos estaban trabajando en formar una relación padre e hijo.

—Recuerda que dentro de unas semanas viajaremos a República Dominicana —dijo Crismaylin, perdiéndose por un instante en los ojos grandes y profundos de Turey—. Iremos al sur a visitar el lago que lleva el nombre de tu hijo.

El taíno le sonrió y a ella se le encogió el estómago.

—Gracias por todo. No imaginas lo mucho que significa lo que estás haciendo por mí, por nosotros.

—No me des las gracias; pienso cobrarte con creces todo esto —bromeó ella—. Somos un equipo. No pudimos viajar antes porque me diste mi espacio para realizar mi duelo. Ahora es hora de que continuemos.

Hace dos años, mientras Crismaylin daba una de sus clases en la universidad, sintió un vacío horrendo en el corazón. Un desasosiego tan intenso que tuvo que interrumpir su clase. Corrió por los pasillos hasta encerrarse en uno de los cubículos del baño. Y mientras veía su imagen reflejada en el espejo, con las mejillas llenas de lágrimas, lo supo: su amigo Alejandro había muerto. Envió a Turey a confirmar sus sospechas y, cuando él regresó con una pequeña caja, su mundo se vino abajo. Alejandro había fallecido mientras dormía en su cama; uno de los criados lo encontró al percatarse de que no había ido a desayunar. Murió con una sonrisa en los labios y una nota para ella, recordándole que cumpliera la promesa que le había hecho. Y eso hizo.

Turey y algunos conversos exhumaron el cuerpo del antiguo Behique del cementerio, lo transportaron al monte, lejos de las miradas curiosas que podrían acusarlos de hechicería, y lo incineraron. El taíno tomó sus cenizas y se las entregó a Crismaylin. A pesar del dolor en su corazón, esparció sus cenizas en medio de un espectáculo en la Ópera Real de Versalles. Lloró y rió por igual ese día, celebrando la vida de su mejor amigo. Luego, en su honor, mandó a hacer un cuadro con su rostro alegre y relajado, que ahora adorna la sala de su casa.

—Siempre estaré junto a ti —dijo Turey, retirándole el pelo de la frente con la mano—. Vivir contigo es más difícil que enfrentarse a cientos de guerreros, pero es una pelea que estoy dispuesto a perder solo por verte feliz.

Crismaylin le sonrió con ternura. Tomó el rostro de Turey y estampó un sonoro beso en su boca.

—Te amo —susurró ella contra la boca del taíno—. Vales cada minuto de mi vida.

Turey hundió los dedos en el pelo desordenado de Crismaylin y le besó la punta de la nariz. Ella entrelazó sus dedos con los de él y lo condujo a la habitación. Estaba muy orgullosa de él. Turey la atrapó mirándolo embelesada y le sopló un beso. Ambos trabajarían para que su relación funcionara. Habían hecho valiosos sacrificios y sufrido bastante. Lucharían por tener un: «Y vivieron felices para siempre» o «Por lo menos lo que más se le acercara».

Fin.

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