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Encuentro con el pasado

Y ahí está la paradoja: buscándome a mí encuentro a los demás.

"Escribir es vivir" (2005), José Luis Sampedro.

La exuberante vegetación de la tierra de Crismaylin le anunció que había regresado a su hogar. Una oleada de terrible nostalgia la invadió. Tras el aterrizaje, buscó sus maletas, y lo primero que percibió fue la alegría que caracterizaba a su gente. Al detenerse, sus piernas temblaron y un hueco se formó en su estómago al notar objetos de arte taíno en un escaparate. Cruzó la última puerta que la separaba de su amigo, con la canción Quisqueya de Fernando Villalona de fondo.

Lorena y Federico, sus sobrinos, la recibieron con un alboroto. Rafael, al verla, dejó el puchero que había formado en su rostro y le dedicó una sonrisa. La abrazó con fuerza, demostrándole cuánto la había extrañado. Mónica, su esposa, tampoco se quedó atrás.

—Wow, ¡qué bella estás! —agregó su comadre Mónica con una sonrisa—, tienes que contarme qué ocurre en Alemania.

—Impuestos, frío, poco sol, entre otras cosas—respondió Cris mientras besaba a sus sobrinos.

—Y que las cirugías son más baratas—añadió Rafael.

—Solo me hice las tetas, lo demás es natural—aseguró Crismaylin mirándolo a los ojos.

—Creo que veo una grapa detrás de tu oreja—replicó Rafael en tono jocoso.

Crismaylin respondió golpeándolo en el hombro, sin evitar sonreír. Lo amaba con todo su corazón y, con los años, ese amor había crecido. En su adolescencia, lo colocó encima de un pedestal, pensaba que se casaría solo con él, pero las circunstancias cambiaron. Sin embargo, Rafael había permanecido a su lado durante su recuperación física; pero sus emociones, seguían siendo iguales, aunque había aprendido a ocultar sus sentimientos y dolor.

Él la había apoyado durante momentos de crisis, incluso cuando la hospitalizaron en la clínica psiquiátrica. Le brindó su apoyo cuando decidió mudarse a Alemania, para escapar de lo que dejaba atrás. Con el tiempo, le perdonó por no haberle creído su historia. Fue el único que la despidió en el aeropuerto, ya que sus padres se opusieron a que viviera sola. Con el tiempo, sus hermanos emigraron a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades laborales y tratamientos médicos para su padre, quien había sufrido un accidente cerebrovascular.

Su abuelo fue el único que eligió quedarse; ahora vivía en un asilo en La Vega. Solía llamarla con frecuencia, pero ella tuvo que reducir la comunicación debido a su insistencia en que contactara al tío Luis Emilio. Su corazón estaba herido, sin esperanzas de sanar por completo. En sus pensamientos, se repetía una y otra vez que había tomado la decisión correcta.

Decidió no hospedarse en la casa de Rafael y eligió un hotel en el centro de la ciudad. Había comprado un boleto de ida y vuelta, solo tres días lo máximo. No podía quedarse allí; los recuerdos eran demasiados intensos. Pensar que la muerte de Turey contribuyó de alguna manera a su futuro no la consolaba. Las decisiones del pasado moldearon su presente; sin el primer contacto con el "viejo mundo", ningún dominicano existiría. Esa justificación se repetía una y otra vez en su mente. Durante todos esos años, trató de creer en esa explicación, pero su corazón no lo aceptaba por completo.

A la mañana siguiente, después de desayunar, decidió investigar más sobre los Bastidas. El árbol genealógico era confuso; se ramificaba y una de las ramas desaparecía, mientras otra se dedicaba al comercio fuera del país y a patrocinar becas estudiantiles en arqueología. Y para financiar esos certámenes, pusieron a disposición sus casas coloniales.

Tomó el teléfono y llamó al Museo Trampolín para solicitar información. Le indicaron que consultara la página web, lo cual hizo, pero solo encontró información de Rodrigo de Bastidas. Luego, llamó a la clínica donde había sido atendida décadas atrás y preguntó por la doctora. Le informaron que había dejado la clínica hace años y desconocían su paradero actual.

Entonces, Crismaylin recurrió a Facebook en busca de Gabriel Bastidas. Se encontró con varias personas que compartían ese nombre, desde gigolós hasta médicos y empresarios. Se centró en su búsqueda dentro de su país, pero no obtuvo resultados relevantes.

Siguiendo su determinación, decidió explorar páginas de periódicos digitales. Finalmente, encontró algunas notas sobre un magnate filántropo llamado Gabriel Bastidas. Sin embargo, no había ninguna fotografía adjunta a las noticias. Intrigada, navegó por la página oficial de la fundación benéfica del multimillonario, con la esperanza de hallar alguna imagen que le proporcionara una pista visual.

Sin embargo, su búsqueda no rindió frutos. No encontró ningún rastro de su rostro en la página web de la fundación. A pesar de las dificultades y la falta de imágenes, Crismaylin seguía empeñada en descubrir más sobre Gabriel Bastidas y su conexión con su pasado.

Frustrada, decidió dirigirse al Mercado Modelo para comprar algunos regalos para sus alumnos más destacados. En la tarde, asistiría a la exposición de Lorena y luego retomaría su investigación. Antes de entrar al mercado, se preparó mentalmente. No tuvo que caminar mucho; adquirió algunos objetos representativos del país y luchó por resistir la tentación de mirar objetos históricos más antiguos.

Sin darse cuenta, llegó al lugar donde había conocido a la anciana que sostenía un cachimbo en boca, haciéndola parecer a un oscuro dragón. Ya no era una tienda de porciones de amor, sino una gomería. Lo único que no había cambiado era el olor a estiércol. Experimentó un DejaVu cuando sintió que alguien la sujetaba del brazo y tiró de ella. Pero, a diferencia de sus recuerdos, estas manos no eran huesudas ni tenían costras descoloridas. Eran suaves y delicadas.

—Si quieres volver a verlo, usa más la razón y menos el corazón. Te repito las mismas palabras que mi abuela te dijo en su momento; creo que ahora cobrarán un poco más de sentido.

Crismaylin abrió y cerró la boca, asombrada. Percibió la intensidad emocional en el tono de voz de la mujer.

—Solo para los olvidados existe la muerte. —La mujer, de rasgos toscos, miró hacia la gomera—. Estaba sentada allí cuando mi abuela habló contigo.

—Suélteme—demandó Crismaylin, nerviosa—. No sé quién es usted, pero no vuelva a tocarme.

La mujer esbozó una ligera sonrisa y luego la liberó.

—Está bien, como prefieras. No creo que volvamos a cruzarnos, quién sabe, pero quiero que recuerdes un nombre: Lucas.

—No conozco a nadie con ese nombre—dijo Cris. La mujer intentó agarrarla de nuevo, pero ella apartó la mano con rapidez—. Sí me disculpa.

Ni siquiera dio dos pasos cuando escuchó a la mujer decir: —Preste atención a los ecos que lleva consigo el viento, ellos te darán la respuesta que buscas.

Un susurro de un nombre la asaltó, acompañado de una dolorosa nostalgia. Cuando recobró la movilidad, ni siquiera miró hacia atrás; supo que la mujer ya se había ido. Miró su reloj con inquietud, dado que no le quedaba mucho tiempo para llegar a la exposición de Lorena.

Los gobiernos dominicanos a lo largo de los años no variaban en su modus operandi. Anunciaban grandes remodelaciones con cantidades considerables de dinero, pero los resultados seguían siendo los mismos: apenas hacían cambios superficiales, como pintura fresca y césped recién cortado. El Museo del Hombre Dominicano permanecía igual que como lo había dejado hace veinte años. Crismaylin inspiró hondo antes de entrar, consciente de la marea de emociones que la aguardaban.

En el primer piso, se exhibían murales con información sobre el país. El discurso de Lorena abarcaba el inicio de la República, aunque era comprensible que se enfocara en ese punto para aquellos familiarizados con la historia. Aun así, no resultaba más fácil para Crismaylin.

Se encontró con una canoa en la que afirmaban que habían viajado los taínos. A pesar de que no recordaba exactamente, sabía que esas canoas eran más grandes y presentaban acabados más pulidos. Ignorando la advertencia de no tocar, suspiró con fuerza al tocarla. En ese instante, recordó la vez que habían salido a cazar juntos, y había evitado que Turey matara a un manatí. La pelea que siguió culminó con ellos en el suelo y con su primer beso.

Continuó explorando el primer piso, donde había paneles con datos históricos. Le llamaron la atención algunas discrepancias en fechas y lugares, lo cual le generó un escalofrío. Empezaba a sentir que se volvía un tanto paranoica, y leyó algunos datos que incluían un nombre que luego desaparecía. Luego, este nombre reaparecía en otra etapa y desaparecía nuevamente. ¿Podría tratarse de la misma persona o fue una simple coincidencia?

Prefirió no quedarse más tiempo en ese lugar y tomó el ascensor hacia el tercer piso. Casi tropezó al llegar y encontrarse con una exposición de arte taíno. Necesitaba pasar por ese pasillo para llegar al salón donde se llevaría a cabo el evento. De reojo, vislumbró a un hombre que le resultó familiar. Escudriñó la sala en busca de Rafael y su familia. Afortunadamente, los discursos pronto comenzaron, y se sintió orgullosa de su sobrina, a pesar de algunos errores que atribuyó a los nervios.

—Lorena me recuerda mucho a ti—le susurró Rafael, sin dejar de mirar a su hija—. Si no te hubieras cambiado de carrera, hoy serías la mejor arqueóloga del país.

Crismaylin simplemente sonrió. Se mordió la lengua para no responderle, ya que él no sabía cuánto esfuerzo le había costado seguir adelante, aparentar que todo estaba bien cuando en realidad deseaba acabar con su vida. Había viajado a una civilización que solo conocía a través de los libros, fue torturada por un sádico miembro de una secta llamada Los Reescribas, y se había enamorado locamente. Regresó a su tiempo sin haber resuelto los asuntos. Si Turey no había muerto a causa de las heridas infligidas por Gabriel, moriría a manos de los españoles. Además, no podía apartar de su mente la posibilidad de una conspiración ideológica y cultural.

Giró la cabeza y, de repente, se quedó sin aliento. Había un hombre contemplando las vitrinas, aunque no podía ser quien ella pensaba que era. Coaxigüey. No podía creer lo que veían sus ojos. Elevó la barbilla, y cuando sus miradas se encontraron, comprendió que no se trataba de un fantasma. Solo había una persona en el mundo con unos ojos tan llenos de soberbia.

—¿Cris, pasa algo? —le preguntó Rafael al verla palidecer.

—¿Eh? No, no Rafael... solo que me pareció ver a alguien conocido —contestó. Observando a su amigo unos segundos le dijo:— Si me disculpas.

Se puso de pie, tomando respiraciones para controlar la ansiedad que la invadía.

—Nos volvemos a encontrar, viajera—la saludó Coaxigüey con voz gélida.

Su suegro parecía haber envejecido, pero seguía siendo el mismo, con la excepción de algunas canas. Lo que no encajaba era su ropa moderna, un poco desaliñada.

—No eres real—susurró Cris. Su voz temblaba por el espanto—. Debes estar muerto.

Los ojos de Coaxigüey brillaron con una maliciosa luz.

—Tu deseo no ser concedido—le respondió .

Ambos se enfrentaron con la mirada durante un largo minuto.

—¿Qué está pasando? —se preguntó a sí misma, incapaz de comprender nada. Todo parecía irreal, extraño y hasta diabólico—. No deberías estar aquí. No existes.

—Yo poder caminar en el tiempo como tú—contestó Coaxigüey, molesto.

—No eres Coaxigüey, no puedes serlo—se detuvo, sintiendo que su corazón latía más rápido. Respiró profundamente para calmarse—. Estoy volviéndome loca.

La actitud de Crismaylin hizo que la expresión de Coaxigüey se endureciera.

—Yo encontrar manera de estar aquí. Tu gente creer dioses y ser falsos. Matar a mi familia, destruir mi tribu y suponer que yo quedar bien. Arrebatar a mí todo—inquirió, mirándola con enojo. Casi la sacudió al ver que permanecía en silencio—. Yo tener años aquí y poco a poco he cumplido promesa de sangre. Todos sufrir mi castigo—remarcó Coaxigüey, amenazante.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Crismaylin con preocupación.

—Reparar mi pasado— dijo Coaxigüey, elevando una ceja.

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