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Cotuí

Los celos son la icteria del alma. (John Dryden)

Cris viajaba en una incómoda litera que compartió con María. El camino por el que avanzaban era estrecho y muy accidentado, lo que obligaba a los caballos a avanzar a paso lento. Las recientes lluvias habían convertido el terreno en un lodazal, lo que añadía un nuevo nivel de dificultad al trayecto. Cada sacudida y bache en el camino se traducía en un doloroso tormento para el trasero de la viajera, agravando la incomodidad de la situación.

La viajera abrió las cortinas de la litera para contemplar el paisaje que se extendía a su alrededor. La vista le brindaba una distracción necesaria, ya que el malestar en su cuerpo la estaba torturando. Llevó su mano hacia su cuello, donde tenía la venda que cubría la marca que le hizo Gabriel con los dientes.

Dentro del carruaje, había mantas y cojines que debía proporcionar cierto nivel de comodidad, pero en ese momento parecían inútiles ante la incomodidad del viaje. María, estaba sumida en sus pensamientos y no parecía estar prestando atención a las quejas de Cris. Mientras los caballos continuaban avanzando lentamente por el accidentado camino, Cris se sumió en sus pensamientos, reflexionando sobre su complicada situación en la que se encontraba.

Se enteró de que acompañaría a Crescencio cuando regresó a casa. Partieron a Cotuí primera hora de la mañana. La villa de Cotuí fue fundada en 1505 por Rodrigo Trillo de Mexía; fue la décima de las 17 villas que Nicolás de Ovando mandó poblar mientras era gobernador de la colonia. Después de exterminar a su población nativa, los conquistadores construyeron sus asentamientos sobre las ruinas, esclavizando a los indígenas para aprovechar su fuerza laboral en la minería.

—Si lo desea, puedo ofrecerle una de mis almohadas—dijo María de Toledo.

La viajera miró a María y asintió en silencio. A pesar de la apariencia callada y sumisa de la mujer de Colón, Cris sabía que no era así. Por lo que le había notado, era muy observadora y analítica. Decidió aprovechar la ocasión para escuchar la versión de ella sobre su amistad con Turey.

—¿Imagino que fue difícil adaptarse a ese lugar? —curioseó Crismaylin.

María miró a la mujer de Crescencio Dávila con recelo.

—Ni tanto, una mujer debe estar donde su marido disponga—respondió María.

—Es cierto, mírenos a ambas aquí con nuestros maridos —dijo Cris con una mueca irónica, alargando la última palabra—. Sin embargo, no me refería a eso.

—¿A qué entonces? —preguntó María con suspicacia.

—A mis amistades, por supuesto. Vivía en un convento y no puedo negar que las echo de menos—respondió Cris con indiferencia.

—Lo suyo se puede resolver a través de cartas—expresó María, quitándose una pelusa imaginaria del vestido.

—Enviar y recibir cartas lleva su tiempo. —Cris la miró durante un instante, luego añadió—:¿Y si en mitad de la noche me duele la cabeza y necesito que alguien me ayude?

María se sintió incómoda ante la pregunta.

—Llame a una de sus criadas o a su esposo—respondió María, indiferente.

—Tiene muy claro que no me refiero a eso—contradijo Crismaylin.

María tardó en contestar. Desde que llegó a la colonia, se había rodeado de amistades que solo la adulaban para obtener algún beneficio. Además, sentía una enorme inquietud debido a la terrible sospecha de que su marido no era quien afirmaba ser. Solo en la amistad sincera con Turey encontró la paz. Sin embargo, algo dentro de ella le advertía que debía de alejarse de él, pero considerarlo la enfermaba.

—Es cierto, a menudo uno establece una relación tan especial que, solo de pensar en separarse, causa un malestar insoportable. No es sencillo dar con una persona que comprenda y entienda a uno y esté dispuesta a dar todo de sí sin esperar nada a cambio—dijo María, algo nerviosa.

La viajera asintió y su rostro se iluminó con interés.

—Por sus palabras deduzco que ha encontrado un afecto de ese tipo—expresó Cris con curiosidad.

María endureció la mandíbula y enderezó los hombros, adoptando una postura defensiva.

—Así es, encontré a alguien que le da cierto sosiego a mi vida. La persona de la que hablo es amable y servicial. Me ha enseñado muchas cosas—contestó María.

Crismaylin soltó el aire con lentitud, tratando de relajarse.

—¿A qué se refiere? —preguntó Crismaylin e intentó sonreír, sin mucho éxito.

—Usted no entendería—respondió María con voz firme.

—Póngame a prueba, puede que se lleve una grata sorpresa—replicó Crismaylin.

María pestañeó, pero enseguida recobró su compostura.

—Sufro de fuertes dolores de cabeza, pero descubrí que la música alivia mi malestar —declaró María.

La primera medida que tomaría la viajera es prohibir esas visitas nocturnas, aparte de las clases particulares. Ya tenía a Tania en su contra, así que no necesitaba agregar otra.

—Se nota que siente un gran afecto por esa persona—observó Crismaylin con el ceño fruncido.

María respondió con un gemido apagado, casi inaudible.

A la viajera se le erizó el vello ante tal afirmación. Además, señaló: —Aunque entiendo que se debe tener cautela, existen muchos escenarios que también pueden llevarnos a ver a ese amigo tan cercano como algo más. Cuando pasamos más tiempo del debido, podemos cometer el error de idealizar una relación con esa persona.

Una tensión comenzó a crecer entre ellas, volviendo el ambiente sofocante. No volvieron a dirigirse la palabra en el trayecto. De vez en cuando se lanzaban miradas, nada más. Lo único que las unió fue su lamento al presenciar la barbarie cometida contra los taínos. Al acercarse a su destino, se encontraron con una escena espantosa de grupos de taínos, hombres y mujeres, incluidos niños, colgados y con los pies quemados.

Los españoles emplearon técnicas crueles para someterlos. Les pegaban con garrotes, los mataban con espadas, les amputaban los pies y las manos, les curaban las heridas con aceite hirviendo. Cualquiera de estas técnicas parecía sacadas de una mente perturbada, todas basadas en el terror, la crueldad y la violencia extrema. La viajera no tuvo problemas para comprender que los suicidios colectivos eran una forma de escape. Dadas las atrocidades que presenciaba, parecía preferible estar muerto que vivo.

La primera impresión que tuvo Cris al llegar a la villa fue la escasa población que la habitaba. A su alrededor, las colinas se elevaban de forma ondulante, y una suave brisa provenía de esa dirección. La historia de ese lugar estaba ligada a la industria minera, con sus yacimientos de oro, plata, bauxita y níquel.

Cris divisó una escena desgarradora que le apretó el corazón. Una lágrima se escapó de su ojo, y con un gesto rápido, se la apartó de la mejilla. Los taínos llevaban grilletes en los pies, y cuatro de ellos se arrastraban penosamente. Todos ellos estaban en un estado lamentable, desnutridos y esqueléticos, siguiendo las órdenes de un esclavista.

La encomienda se había utilizado como un medio muy eficaz para consolidar el dominio del territorio conquistado. Los taínos estaban obligados a proporcionar productos agrícolas, servicio doméstico, construirles barcos, casas e iglesias, coserles ropa y, además, servir como medios de transporte, ya que muchos eran alquilados a viajeros debido a la escasez de animales de carga. Sin embargo, la encomienda había dado lugar a abusos y violencia, creando una especie de esclavitud encubierta. Cris recordó la ley de Burgos, que establecía la condición de los taínos como personas libres, pero por lo visto esa ley era ignorada.

Se alojaron en una casa de dos pisos construida con piedra caliza, con ventanas de estilo andaluz y un enorme portón. Fue allí donde Cris conoció a Álvaro Castro, un hombre que vestía una especie de sotana y era conocido por su estricta religiosidad. Siempre conseguía lo que se proponía y tenía amigos poderosos en posiciones elevadas. Gracias a sus influencias, lo nombraron tesorero de la Iglesia de Santo Domingo, lo que lo puso en contacto directo con los fondos económicos, su principal obsesión y empeño.

Durante la cena, Cris notó el interés de Francisco y Diego en redactar y firmar unos documentos, por eso necesitaban la presencia de Crescencio. Sin embargo, intuyó que había algo más en juego. Al finalizar la cena, como era costumbre, los hombres se retiraron a una sala, dejando a las mujeres solas.

Ambas mujeres fingieron distraerse con cualquier objeto a su alcance. María tomó una vela para analizar un paisaje plasmado en un cuadro, mientras Cris observaba un árbol cuyas ramas se asomaban por una ventana. El tiempo se les hizo interminable, escuchando risas y carcajadas desde la otra sala. Cuando no pudieron soportarlo más, se excusaron y se retiraron a sus habitaciones, guiadas por una criada que les indicó donde dormirían.

La viajera no pudo conciliar el sueño, su corazón le advertía que algo malo estaba a punto de ocurrir. También tuvo que enfrentar una profunda nostalgia por Turey; hasta el momento aún no había tenido oportunidad de explicarle los verdaderos motivos de su regreso. Necesitaba abordar ese asunto cuanto antes, ya que no quería verse involucrada en estos conflictos, pero le resultaba difícil evitarlo. Alejandro ya le había mostrado los daños colaterales causados por Gabriel, y si permitía que llevara a cabo su plan, se convertiría en cómplice de esas acciones atroces. Además, temía por la vida de Crescencio.

En medio de sus preocupaciones, su esposo entró en la habitación dando un portazo, estaba borracho hasta la médula. Crescencio se abalanzó sobre ella, pero Cris lo apartó por los hombros, tratando de mantener la distancia. Él la besaba de manera descontrolada en las mejillas y en el cuello mientras se frotaba contra ella en un vaivén desenfrenado de su pelvis.

La situación la molestó mucho, por lo que intentó quitárselo tirándole del pelo. Cerró las piernas para evitar que la penetrase y, en medio del forcejeo, trató de subir una de sus rodillas para aplastarle las bolas en un intento de alejarlo. Sin embargo, al alcanzar su objetivo, no ejerció la fuerza que tenía en mente.

La presión que ejerció en esa zona hizo que su esposo soltara un gemido ahogado, y en medio de su excitación, derramó su orgasmo dentro de sus propios pantalones. La situación quedó en un silencio incómodo, mientras Crescencio se separaba de ella.

Crescencio cayó en un profundo sueño mientras que Cris, llena de deseos de estrangularlo por el incidente, se levantó en silencio. Con cuidado, cogió unas ropas del baúl y se precipitó en silencio por el pasillo hasta llegar a la habitación que le habían asignado para él. Cerró la puerta con llave, se quitó la batola y la arrojó en un rincón. Se sentía ofendida y humillada. Sabía que debía tener una conversación con su esposo en la mañana; lo que había ocurrido no se repetiría mientras ella estuviera viva.

Cuando la luz del sol comenzó a filtrarse en su habitación, Cris supo que era hora de levantarse. Se preguntó cómo había despertado Crescencio, y estaba decidida a abordar el incidente de la noche anterior con él. Se preparó con la ayuda de una de las criadas y, al abrir la puerta, se encontró con Francisco.

—Buenos días, cuñada —dijo en tono petulante—, por los gritos de anoche, supongo que tuvo una noche magnífica.

Crismaylin optó por no responder a Francisco y se alejó de él. Después del desayuno, buscó a María en la estancia y aceptó su invitación para dar un paseo por los alrededores de la villa. Caminaron por senderos empedrados, rodeados de la exuberante vegetación tropical que caracterizaba la región. Finalmente, encontraron un banco de piedra junto a un pequeño arroyo, un lugar apartado de miradas indiscretas.

Ambas mujeres toleraron la presencia mutua, con un entendimiento tácito de que había ciertos temas que evitaban abordar. María con diplomacia evitó contestar las preguntas de Cris, quien parecía empeñada en obtener una confesión sobre la relación con ese "amigo" que ambas se negaban a nombrar, pero del cual ambas sabían de quien se trataba.

Luego, ayudó a María a repartir algunos vestidos entre las criadas y recolectaron alimentos para distribuirlos entre los esclavos. Llegaron a una pequeña comunidad donde el sonido del agua corriendo del río cercano llenaba el aire, mezclado con el cacareo de las aves exóticas y el murmullo de las hojas de los árboles. Sin embargo, la belleza natural que rodeaba a ese lugar contrastaba con la opresión y el sufrimiento que enfrentaban sus habitantes a diario.

El sol se filtraba a través de las hojas, creando destellos dorados en el agua del río. Al llegar al campamento, se encontraron con una escena desgarradora. Un grupo de esclavos indígenas, vestidos con harapos empapados de lodo, trabajaban en las orillas del río, sacando oro con las manos temblorosas. Sus cuerpos delgados y demacrados eran una evidencia palpable de la brutalidad a la que estaban sometidos. El sol ardiente golpeaba sin piedad, y los rostros de los esclavos reflejaban agotamiento y desesperación.

María y Crismaylin comenzaron a distribuir los alimentos que habían traído, tratando de brindar un rayo de esperanza en medio de la desolación. Sus corazones se llenaron de tristeza al ver las condiciones en las que vivían estas personas.

La situación se volvió aún más desesperante cuando un capataz cruel, vestido con un látigo en la mano y una expresión de desprecio en el rostro, se acercó a un anciano herido que no podía trabajar a la misma velocidad que los demás. El capataz comenzó a azotar al anciano con el látigo, sin piedad ni compasión, haciendo que el anciano gimiera de dolor y se arrodillara en el suelo, suplicando clemencia.

La indignación ardía en el pecho de Crismaylin al presenciar esa brutalidad. Sin dudarlo, se abalanzó hacia el capataz, arrebatándole el látigo y enfrentándolo. El capataz, sorprendido, titubeó por un momento antes de retirarse, aunque no sin antes lanzar un vistazo de odio hacia las dos mujeres. Crismaylin se volvió hacia el anciano herido y lo ayudó a ponerse de pie.

La situación empeoró aún más cuando el capataz golpeó a un niño por no cumplir con su cuota de trabajo. María y Crismaylin intervinieron de inmediato, protegiendo al niño. En ese momento, apareció Francisco, montado en un caballo, y cuestionó las acciones de las dos mujeres.

—¿Qué se supone que están haciendo ustedes dos? —preguntó—. Se han vuelto locas.

Ambas mujeres soltaron un suspiro de cansancio, y fue Crismaylin quien habló primero.

—Es una crueldad lo que les hacen a estas personas—respondió con firmeza.

—Son esclavos, ¿qué más esperaban?—dijo Francisco con arrogancia—. Recuerda cuál es tu lugar. Por lo que veo, se les están subiendo los humos a la cabeza. Y en cuanto a usted, señora de Colón, ¿sabe su esposo de su comportamiento?

María se sobresaltó al escuchar la mención de su esposo, pero mantuvo la calma.

—Mi señor esposo no sabe nada, y le ruego por favor que no lo incomode. No quiero causarle preocupaciones—respondió María, bajando la mirada.

Francisco continuó con su tono condescendiente.

—Así es como debes comportarte, cuñada—dijo Francisco con superioridad—. Recuerden cuál es tu lugar. Si me entero de que siguen causando problemas y obstaculizando el trabajo de los capataces, me encargaré de corregirlas.

Crismaylin tembló de impotencia mientras lo veía marcharse . Odiaba presenciar tanta crueldad y no poder hacer más. María notó la venda en el cuello de Crismaylin que se había caído y le preguntó sobre ello.

—¿Qué le pasó en el cuello? —le preguntó María, preocupada.

Crismaylin tardó en procesar la pregunta hasta que se dio cuenta de que su venda se había desprendido.

—Es una picadura de un mosquito—respondió Cris con indiferencia.

María le miró con una sonrisa picarona.

—Parece un mosquito bastante grande—comentó María—. No quiero ni imaginar lo que provocó esa picadura.

Crismaylin la miró perpleja.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Cris.

María se ruborizó, pero continuó.

—Ya sabes, lo que llaman "el beso de amor"—respondió Maria—. Lo que sucede en la alcoba medio de la pasión.

Crismaylin soltó una carcajada.

—¿De qué se ríe? —preguntó Maria, contrariada por la risa de Crismaylin.

—Crescencio no tuvo nada que ver con esto, ya le dije fue una picadura de mosquito—respondió Cris, poniendo fin al tema.

María ofreció su ayuda para tratar la picadura con plantas, mencionando que un amigo le había enseñado a curarse usando remedios naturales. Crismaylin, sin embargo, miró a María con sospecha cuando mencionó al "amigo".

—Por lo que veo ,usted y ese "amigo" pasan mucho tiempo juntos—lanzó Cris con un tono de desaprobación.

María le molestó el tono de Crismaylin, pero optó por mantener la calma, lo que aumentó la ira de la viajera.

—Una vez me caí por las escaleras y me lesioné. Si no fuera por esas plantas, aun estaría en cama—explicó María.

—¿Dónde recibiste los golpes? —preguntó Cris.

María señaló la parte interna de sus muslos y su espalda, además de informar que recibió baños con raíces para aliviar los calambres. Al escuchar eso, Cris se imaginó castrando a Turey. Si sus sospechas se confirmaban, daría por terminada su relación y se marcharía a su tiempo.

De vuelta en la casa, Crismaylin se enteró de que Crescencio se había marchado a otras villas y que no regresaría dentro de dos días. Aprovechando la oportunidad, logró persuadir a unos soldados que regresaban a la colonia para que la escoltaran. Necesitaba obtener respuestas que determinaría su permanencia en ese lugar.

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