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Capítulo 8

Rebecca

Anthony temblaba, sus manos cubriendo su rostro mientras sollozaba. Respiraba con dificultad, intentando decir algo, pero no podía articular las palabras.

—Amaya... —logró tartamudear, su voz rota—... le dispararon...

Mi corazón se detuvo por un instante, y sentí un escalofrío recorrer mi espalda. No podía procesar lo que estaba escuchando.

—¿Qué...? ¿Qué estás diciendo? —pregunté, con la garganta seca—. ¿Quién le disparó? ¿Por qué? —Mi voz se quebraba al mismo tiempo que mis pensamientos se llenaban de confusión y pánico.

Anthony intentó hablar de nuevo, pero su cuerpo se sacudía por los sollozos y las lágrimas que corrían por su rostro. No podía decir más, y el silencio que seguía a sus palabras era insoportable. Sentí como si una bomba hubiese explotado dentro de mí.

Me giré rápidamente hacia el señor Davies, esperando que él dijera algo, cualquier cosa que aclarara la situación.

—¿Qué ha pasado, señor Davies? ¡Dígame algo! —le rogué, pero él seguía con la mirada perdida en el suelo, su mandíbula apretada y el rostro tenso, sin soltar palabra. Sabía que había más detrás de lo que Anthony estaba diciendo, pero era obvio que ninguno de los dos iba a soltar la verdad.

—Amaya está luchando por su vida, eso es todo lo que necesitas saber ahora, Rebecca —murmuró el señor Davies, su tono era gélido, cortante, sin emociones, como si todo lo que sucedía estuviera ocurriendo en una dimensión lejana para él.

El miedo, la desesperación, todo me consumía. Amaya, la dulce y pequeña Amaya, estaba en peligro, y no podía hacer nada. Solo quedaba esperar...

Antes de que pudiera decir algo más, sentí una mano fuerte agarrando mi brazo. Me giré rápidamente y vi a Alexander con su rostro tenso, sus ojos oscuros como la noche, llenos de esa frialdad que siempre llevaba consigo.

—Vámonos, Rebecca —dijo en voz baja, pero firme, tirando de mí suavemente para apartarme de la escena—. No tienes que estar aquí.

—¿Qué? ¡No! —me resistí, mirando hacia Anthony y el señor Davies, aún sumidos en su dolor—. No puedo irme y dejarlos así.

Alexander no me respondió. Simplemente apretó su agarre y, antes de que pudiera resistirme, comenzó a arrastrarme fuera de la sala. Me llevaba casi a la fuerza por el pasillo del hospital. Forcejeé, intentando liberarme de su mano, pero él no aflojaba.

—¡Suéltame! —grité en un susurro, consciente del lugar en el que estábamos, pero lo suficientemente furiosa para no quedarme callada. Sin embargo, Alexander seguía caminando sin detenerse, con la misma mirada decidida y fría.

—Esto no es asunto tuyo, Rebecca —murmuró mientras continuábamos forcejeando, acercándose aún más a mí.

Nos detuvimos de golpe cuando una figura familiar apareció al final del pasillo. Era Lucas, quien se quedó inmóvil al ver la escena frente a él. Alexander y yo estábamos muy cerca, él sujetándome del brazo con fuerza, nuestros rostros a solo unos centímetros mientras discutíamos. Lucas frunció el ceño, claramente confundido y algo preocupado.

—¿Quién es este? —preguntó Lucas, su tono serio, dando un paso hacia nosotros

Sentí el peso de la mirada de Alexander sobre mí, pero no se molestó en soltarme o responder de inmediato.
Alexander lo miró de arriba abajo, su expresión despectiva y su tono cargado de arrogancia.

—¿Y tú quién eres? —dijo el pelinegro, sin molestarse en disimular su irritación.

Lucas frunció el ceño, dando otro paso hacia nosotros.

—Soy su amigo, ¿y tú? —respondió Lucas, su voz dura y desafiante.

Alexander, de repente, aflojó su agarre y me empujó hacia Lucas con un gesto brusco.

—Llévatela de aquí —dijo con desdén, como si me desechara, y se dio la vuelta para desaparecer por el pasillo.

Me quedé aturdida, sintiendo la sorpresa y el enojo burbujear dentro de mí. Lucas rápidamente me sostuvo del brazo, asegurándose de que no me cayera.

—¿Estás bien? —preguntó, su preocupación evidente en su voz.

—No, no estoy bien —respondí, todavía recuperándome del encuentro, pero el alivio de tener a Lucas cerca me dio algo de fuerza.

—¿Qué estaba pasando entre tú y ese tipo? —dijo Lucas, mirando hacia donde Alexander había desaparecido.

—Es complicado... —comencé a explicar, pero mis pensamientos estaban enredados, y la preocupación por Amaya volvía a invadirme.

—¿Te hizo daño? es mejor que no te acerques a él, se ve peligroso —dijo Lucas mientras caminábamos por el pasillo.

Si supieras lo peligroso que puede llegar a ser

—No te pongas a darme órdenes como mi padre, Lucas —dije, harta de que todos quisieran controlarme

—Rebecca, ¿No ves lo peligroso que es ese tipo? —volvió a insistir y yo rodeé los ojos sin tomarle mucha importancia a lo que estaba diciendo.

Sabía lo peligroso que podía llegar a ser Alexander, pero, ¿y qué? Había algo en él que me atraía, una chispa que iluminaba mi curiosidad y desafiaba mi sentido común. A pesar de ser un manipulador y controlador que parecía no preocuparse por nadie más que por sí mismo, había momentos en los que su mirada se volvía penetrante, y yo me encontraba deseando estar cerca de él, incluso sabiendo que podía salir lastimada. Era como si, a pesar de sentirme utilizada, siempre terminara atrapada en su órbita, cautiva de su magnetismo y su enigma.

No me importaba desafiar a mi padre. Ya era hora de que tomara mis propias decisiones y dejara de dejarme guiar por su miedo. Había pasado demasiado tiempo siendo la hija obediente, la que cumplía con sus expectativas y se mantenía alejada de lo prohibido. Sin embargo, el tirón que sentía hacia Alexander era más fuerte que cualquier advertencia.

Recordé la mirada de preocupación en los ojos de Anthony y la fragilidad de la situación en la que se encontraba su hermana. Todo eso me pesaba, pero al mismo tiempo, sentía que tenía que encontrar mi propio camino, incluso si eso significaba acercarme a alguien que, a todos los efectos, debería evitar. Con cada paso que daba, la decisión se hacía más clara: quería conocer la verdad, incluso si eso significaba lidiar con las consecuencias de mis elecciones.

A medida que mis pensamientos se arremolinaban en mi cabeza, el eco de los pasos de Alexander resonó en mi mente. No podía simplemente ignorar la atracción que sentía hacia él, ni las preguntas que surgían sobre su mundo. Había un misterio que lo rodeaba, y me sentía impulsada a descubrirlo.

—¡Rebecca, joder! —exclamó Lucas, sacándome de mis pensamientos.

—¿Eh?

—No has ido al baño, ¿cierto? Te has ido detrás de ese tipo sin más —dijo Lucas, mirándome con seriedad y una expresión claramente furiosa.

No respondí. Sí, me había escapado solo para irme detrás del imbécil de Alexander, dejando a Lucas solo cuando había venido a ver a su madre. Un remordimiento comenzó a asomarse en mi conciencia. No debería haberlo hecho. Lucas había estado a mi lado desde siempre, y aquí estaba yo, ignorándolo por el idiota que me hacía perder la cabeza.

—Lo siento, Lucas —dije finalmente, sintiéndome culpable—. Me dejé llevar. No debí dejarte solo.

—No es eso, Rebecca —replicó, su tono aún grave—. Es que ese tipo no es de fiar. No quiero que te metas en problemas por él.

Sus palabras resonaron en mí. Sabía que tenía razón, pero había algo en Alexander que desafiaba mi lógica, algo que me hacía querer correr riesgos. Pero ahora no era el momento de discutir sobre él.

—Vamos a ver a tu madre —propuse, deseando cambiar de tema y centrarme en lo que realmente importaba.

Lucas asintió, aunque su expresión aún mostraba preocupación. Caminamos juntos hacia la habitación de su madre, un silencio incómodo llenaba el aire entre nosotros.

Al llegar a la puerta, Lucas tomó una respiración profunda antes de abrirla. La habitación era amplia y luminosa, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz del sol. La señora Mercedes estaba acostada en la cama, su rostro pálido, pero una sonrisa se dibujó en sus labios al vernos.

—¡Rebecca, cariño! Que guapa que estás —exclamó ella al verme y yo sonreí amablemente mientras me acomodaba en un espacio de la cama a su lado.

—Lamento no haber venido antes, ¿Cómo haz estado? —le pregunté, intentando sonar alegre, aunque la preocupación me consumía.

—Mejorando, cariño —dijo ella, aunque su tono no sonaba del todo convincente—. He estado siguiendo las indicaciones del doctor y espero que pronto pueda salir de aquí.

—Eso espero —dije, forzando una sonrisa.

—¿Cómo está tu padre? —preguntó sonriente.

—Bien... En lo que cabe de la palabra —respondí, y ambas soltamos una pequeña risita.

La señora Mercedes me miró con compasión. —Me alegra oír eso, pero... ¿y su estado emocional? ¿Cómo ha estado lidiando con la muerte de tu madre?

Su pregunta me hizo sentir un nudo en el estómago. La muerte de mi madre había sido un tema difícil en nuestra casa, lleno de silencios y miradas evasivas. —Bueno, ya sabes... —comencé, buscando las palabras adecuadas—. Es complicado. Él intenta mantenerse ocupado con el trabajo, pero a veces lo veo perdido, como si aún no pudiera aceptar que ella se ha ido.

—Es completamente normal sentirse así, cariño —dijo la señora Mercedes, con una voz suave y comprensiva—. La pérdida es difícil de sobrellevar. Todos tenemos nuestros propios tiempos para sanar.

—Sí, lo sé. A veces me pregunto si él realmente se da el tiempo para sentir lo que necesita sentir —respondí, sintiendo que la preocupación me llenaba. A pesar de nuestras diferencias, aún me importaba su bienestar.

Mercedes me sonreía tiernamente, era una de esas sonrisas que te devolvían la vida y te hacían olvidar todos tus problemas. Por un instante logré olvidarme de la terrible situación en la que se encontraba la pequeña Amaya. Alexander, sin embargo, parecía no mostrar ningún tipo de debilidad, aunque detrás de esa máscara de hielo, había un hombre destrozado que le dolía ver a su hermana de tan solo 8 años luchando por su vida en un hospital.

Me levanté de la cama suavemente y me incliné, dándole un beso en la frente a Mercedes.

—Ya me tengo que ir, espero verte pronto —dije y ella me devolvió una sonrisa.

Le hice una seña a Lucas para que nos fuéramos. Este se separó inmediatamente de la pared y se volvió hacia su madre, despidiéndose con un suave beso en la mejilla y acto seguido salimos al pasillo, el olor a hospital impregnando mis fosas nasales.

Caminé con Lucas por el largo pasillo hasta llegar a la salida, no emitimos un sonido en todo el transcurso. Miré varias veces hacia atrás buscando aquella figura alta y esbelta que transmitía seguridad al caminar, aquel pelinegro que me hacía sobrepasar todos mis límites. Pero no lo encontré. Solo se veía el solitario pasillo, iluminado tenuemente por luces parpadeantes.

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