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Capítulo 7

Rebecca

El eco de la puerta al cerrarse resonó en mis oídos mucho después de que Alexander se fuera. Me quedé ahí, inmóvil, con la respiración aún agitada y el cuerpo vibrando de la intensidad de lo que había pasado. Sabía que no debería sorprenderme. Alexander era así, siempre lo había sido. Frío, impenetrable, y tan jodidamente manipulador. Me sentía una idiota por siquiera haber esperado algo más de él. Claro, después de todo lo que habíamos hecho, pensé... No, no debía haber pensado en nada.

Mis piernas finalmente cedieron, y me dejé caer sobre la cama deshecha. El olor de él todavía estaba en la habitación, mezclado con el mío, como un recordatorio cruel de lo que acababa de suceder. Cerré los ojos, intentando calmar el torbellino de emociones que me recorría. Sentí el ardor de las lágrimas que intentaban salir, pero me negué a dejarlas caer. No le daría ese poder.

Sabía que no era buena idea haberme metido en esto con él, pero algo en su forma de mirarme, en la manera en que me tocaba... Me había perdido, otra vez. Y ahora, otra vez, me dejaba sola con nada más que la sensación de vacío.

"¿Por qué sigues cayendo en su juego Rebecca?", me pregunté a mí misma, mordiéndome el labio con frustración.

Me levanté de la cama, caminando hacia el espejo que colgaba en la pared. Mi reflejo mostraba exactamente lo que sentía: desordenada, rota y vulnerable. Mis labios estaban hinchados por sus besos, mi piel todavía sentía el calor de sus manos, pero todo eso no significaba nada.

Salí de la habitación, el eco de la puerta resonando detrás de mí, como si ese simple sonido pudiera sellar todo lo que había ocurrido entre esas cuatro paredes. Caminé por el pasillo con pasos rápidos, sintiendo cómo la frustración y la ira se mezclaban en mi pecho. Mi cuerpo aún temblaba de la adrenalina y el fuego que Alexander había encendido, pero mi mente solo gritaba una cosa: tenía que alejarme.

Bajé las escaleras hasta llegar al bullicio de la fiesta. La música seguía retumbando, la gente continuaba en su propio mundo de risas y conversaciones vacías, ajenos a lo que acababa de pasar arriba. Todo parecía tan normal, como si no acabara de dejar parte de mí en esa habitación.

Pero entonces, lo vi.

Alexander estaba ahí, de pie en la esquina, hablando con la pelinegra que había visto antes. La forma en que la miraba, la manera despreocupada en la que estaba inclinado hacia ella, como si lo que acababa de suceder entre nosotros no hubiera significado nada.

Sentí una punzada en el pecho, algo que me hizo detenerme en seco. Él no me había mirado así, no desde que entramos en esa maldita habitación. Y ahí estaba, como si yo no existiera, como si la intensidad de lo que habíamos compartido fuera solo otro momento desechable para él.

"Claro", pensé con amargura. "¿Qué más esperaba?"

Me quedé observándolos por un momento más, incapaz de moverme, como si mis pies estuvieran pegados al suelo. Luego, como un reflejo, me giré hacia la salida. No podía seguir aquí. No podía verlo más, no esta noche.

Sin mirar atrás, me dirigí hacia la puerta principal, decidida a no dejar que me volviera a arrastrar a su maldito caos.

Antes de que pudiera atrevesar la puerta que me haría dejar atrás todo lo sucedido en aquella fiesta, una voz grave me detuvo. Era Marco

—¡Rebecca! —gritó desde la entrada, su un tono de voz lo suficientemente alto para que pudiera escucharlo. —¿Ya te vas?

—Si —respondí cortante, honestamente no quería hablar ni con él, ni con nadie. Solo quería irme de aquel lugar lo más rápido posible.

—Déjame llevarte —me ofreció acercándose a mí con una sonrisa despreocupada.

—No, gracias. Puedo irme sola —dije dándome la vuelta antes de que él dijera algo más. Necesitaba pensar y alejarme del mundo, por lo menos unos minutos.

Pero Marco no iba ceder tan fácilmente.

—Rebecca, yo te traje así que yo te llevo devuelta. Sube al coche —dijo con firmeza, señalando su auto aparcado en la entrada. Sus palabras no eran una sugerencia, sino una orden.

Suspiré, resignada. No tenía energías para discutir, y tampoco quería llamar más la atención. Me limité a seguirlo y subir al auto, acomodándome en el asiento del copiloto. El silencio entre nosotros era palpable, tenso, mientras Marco arrancaba y ponía en marcha el coche. Afuera, las luces de la fiesta se desvanecían mientras nos adentrábamos en la noche, pero dentro del coche, todo se sentía aún más cargado.

El motor del coche rugió suavemente mientras nos alejábamos de la casa. Marco no decía nada, y por una vez se lo agradecí. Mi cabeza estaba llena, confusa, y lo último que quería era tener que fingir una conversación. Miraba por la ventana, las luces de la calle pasaban como un borrón, pero mi mente seguía atrapada en lo que había ocurrido hace solo un par de horas.

No podía dejar de pensar en Alexander, en cómo me había besado, cómo había perdido el control. Y luego, cómo se había ido sin siquiera una mirada. Se había largado como si no hubiera significado nada, como si yo no fuera más que otra conquista más en su lista. Y lo peor es que sabía que no debería importarme, que no debería estar aquí, en este coche, sintiéndome como una idiota por haberle dejado hacerme eso.

—Rebecca —la voz de Marco interrumpió mis pensamientos, sacándome de mi enredo mental.

Giré la cabeza lentamente para mirarlo, su rostro estaba serio, pero sus ojos tenían una suavidad que no esperaba.

—¿Estás bien? —preguntó, su tono genuino, como si realmente le importara.

—Estoy bien —mentí rápidamente, apartando la vista y volviendo a concentrarme en la carretera.

Marco soltó un suspiro corto, pero no insistió. Podía sentir sus ojos sobre mí de vez en cuando, pero no dijo nada más. Agradecí el silencio, aunque no podía escapar de la sensación de que algo dentro de mí había cambiado esa noche.

Cuando finalmente llegamos a mi casa, Marco se detuvo en la entrada. No hizo ningún movimiento para apagar el motor, solo me miró.

—¿Segura de que estás bien? —preguntó de nuevo, más suave esta vez.

Asentí sin mirarlo.

—Gracias por traerme —murmuré, abriendo la puerta del coche rápidamente antes de que pudiera insistir.

Salí del coche y caminé hacia la puerta de mi casa, sintiendo su mirada en mi espalda hasta que finalmente entré. Cuando cerré la puerta detrás de mí, apoyé mi espalda contra ella y dejé escapar un suspiro profundo. Ahora, estaba sola. Pero la tormenta de emociones dentro de mí seguía tan intensa como antes.

Y lo peor era que no podía dejar de pensar en Alexander, y en la forma en que todo había terminado.

Justo cuando creía que podía tener un momento de calma, escuché la voz grave y autoritaria de mi padre resonando desde el pasillo.

—Rebecca, ¿dónde estabas? —preguntó mientras se acercaba a mí con pasos firmes. Tenía esa mirada preocupada que siempre llevaba cuando algo no le cuadraba, como si no quisiera decir directamente lo que le pasaba por la cabeza.

Suspiré internamente, lo último que quería ahora era lidiar con más preguntas. No estaba en el estado de ánimo para enfrentarme a él ni a nadie.

—En una fiesta, papá —respondí, intentando mantener mi tono neutral y sin entrar en detalles.

—Necesitamos hablar —dijo, ignorando por completo lo cansada que me veía y el hecho de que probablemente mi cabeza no estaba para más interrogatorios. Noté que su tono era más serio de lo habitual, lo que indicaba que algo realmente importante rondaba por su mente.

—Papá, estoy cansada —dije, frotándome las sienes mientras intentaba contener mi frustración. —No quiero hablar ahora, ¿podemos hacerlo mañana?

—Rebecca, necesitamos hablar ahora —insistió mi padre, cruzándose de brazos, su expresión severa dejando claro que no aceptaría otra negativa.

Suspiré profundamente, sabiendo que no tendría escapatoria. Me apoyé contra la pared, con la cabeza llena de pensamientos y el cuerpo aún tenso por todo lo que había pasado.

—Está bien, dime —respondí, intentando sonar indiferente, aunque sabía que esto no acabaría bien.

Él se acercó unos pasos, estudiando mi rostro como si buscara alguna pista en mis expresiones. Luego, habló con una seriedad que me hizo sentir una punzada de preocupación.

—Sé que has estado muy cerca de Alexander últimamente —dijo, sus palabras cortantes como un cuchillo.

Mi cuerpo se tensó instantáneamente, pero intenté mantenerme tranquila. Sabía que, para él, Alexander representaba un peligro que no podía tolerar.

—¿Y? ¿Tú puedes tener negocios con su padre, pero yo no me puedo acercar a su hijo?—repliqué, cruzándome de brazos, a la defensiva. No tenía ganas de justificarme. Sabía perfectamente qué tipo de persona era Alexander, pero también sabía lo que sentía, aunque me costara admitirlo incluso a mí misma.

Mi padre me miró fijamente, su mandíbula apretada. Claramente no esperaba esa respuesta de mí. Sentía la tensión crecer en la habitación como una cuerda a punto de romperse.

—Eso es distinto, Rebecca, y lo sabes —respondió con voz firme—. Los negocios son una cosa, pero tú no tienes idea del peligro en el que te estás metiendo al acercarte a Alexander. No es alguien de fiar.

Rodé los ojos, sintiendo la frustración burbujear dentro de mí. Siempre el mismo discurso, siempre tratándome como si no supiera en qué mundo vivía.

—Papá, me enfermas. Hablamos mañana, ¿sí? Buenas noches. —Me separé de la pared y caminé hacia mi habitación, dejando a mi padre solo en el salón con sus pensamientos. Estaba demasiado cansada para escuchar uno de sus sermones. No tenía ni la energía ni las ganas de oírlo, ni hoy, ni mañana, ni nunca. Ya no soy una niña a la que pueda controlar, vigilando cada uno de mis movimientos como si así pudiera protegerme del mundo o de terminar como mamá. Es hora de que deje el pasado atrás y me deje vivir de una maldita vez.

Me detuve unos segundos frente a la puerta de mi habitación, respirando hondo para calmar la tormenta de emociones que aún me invadía. La discusión con mi padre seguía resonando en mi mente, pero necesitaba dejarla afuera, al igual que el eco de la fiesta y lo que había pasado con Alexander.

Abrí la puerta y entré, cerrándola con un suave clic detrás de mí. La penumbra de mi habitación me recibió como un abrazo, y dejé que el silencio me envolviera. Me deslicé hacia mi cama, dejándome caer sobre el colchón, sintiendo el peso de la noche sobre mis hombros.

Mis pensamientos volvieron a Alexander, a la intensidad de lo que había compartido con él. No podía sacudir esa sensación de quererlo y odiarlo al mismo tiempo. ¿Por qué siempre tenía que ser tan complicado? ¿Por qué siempre acabábamos enredados en este juego peligroso?

Suspiré, mirando al techo. Necesitaba espacio para pensar, para aclarar mi mente. Pero en el fondo sabía que lo que realmente necesitaba era entender qué significaba todo esto y qué lugar ocupaba Alexander en mi vida. Con una mezcla de frustración y deseo, finalmente cerré los ojos, tratando de encontrar un poco de paz en medio de este caos emocional.

「⋆」

Me desperté y lo primero que hice fue mirar la hora en mi celular. Eran 1:00 de la tarde. Había dormido demasiado. Me estiré perezosamente en la cama antes de levantarme, sintiendo cómo el cansancio se deslizaba lentamente de mi cuerpo. Me recogí el cabello en una coleta alta y desordenada, luego fui al baño para refrescarme.

De regreso, escogí algo cómodo para pasar el día. Me puse unos pantalones de mezclilla rasgados y un top negro ajustado, que combinaba perfectamente con una sudadera ancha y gris que me llegaba hasta las rodillas. Aunque el frío en Italia era algo incómodo para mí, la sudadera lo compensaba.

Bajé las escaleras con paso lento, sintiendo el ambiente tranquilo de la casa. Al llegar al salón, encontré a mi padre, paseando de un lado a otro mientras discutía por teléfono. Su expresión de frustración dejaba claro que estaba enfrentando algún problema importante.

—¿Es que no sois capaces de hacer nada bien? ¡Hagan lo que les he dicho y ya! —gruñó antes de colgar con brusquedad. Al verme, suavizó su rostro.

—Buenas tardes, cariño —me dijo, acercándose para darme un beso en la frente.

—Buenas tardes, papá —respondí, con la voz aún un poco adormilada.

—Te tengo una sorpresa —dijo, con una sonrisa extraña en el rostro.

Lo miré con curiosidad, sin saber muy bien qué esperar.

—¿Qué sorpresa? —pregunté, un poco más alerta. No estaba de humor para nada, y si esto tenía que ver con sus negocios, prefería mantenerme alejada.

Mi padre sonrió y, con un gesto, señaló hacia la puerta principal. Antes de que pudiera procesar lo que estaba pasando, la puerta se abrió, y ahí, de pie, estaba Lucas, mi mejor amigo de la infancia.

¿Qué hace este aquí? pensé, sin poder ocultar mi sorpresa.

Lucas me miró con su típica sonrisa burlona.

—¿No me vas a dar la bienvenida? —preguntó, abriendo los brazos como si esperara un abrazo.

Lo observé un momento, tratando de entender por qué estaba en Italia, en mi casa, sin previo aviso.

—¿Qué haces aquí? —solté al fin, todavía incrédula.

Lucas me observó con una mezcla de diversión y algo más que no pude descifrar.

—¿No estás feliz de verme? —replicó, cruzando los brazos, fingiendo estar ofendido.

—Sí, claro, pero me parece extraño que hayas viajado de España a Italia solo para verme —dije, tratando de que no sonara tan raro como me parecía.

Él se encogió de hombros, su mirada se oscureció un poco.

—Mi madre está enferma —dijo finalmente—. Necesita algunos tratamientos, y tu padre se ha ofrecido a ayudarnos a cubrir los gastos.

Miré a mi padre, quien asintió en silencio, confirmando lo que Lucas acababa de decir.

Sentí un nudo formarse en mi estómago al escuchar a Lucas mencionar a su madre. La señora Mercedes siempre había sido como una segunda madre para mí, especialmente durante los veranos que pasaba en casa de Lucas cuando éramos pequeños. Ella siempre me recibía con los brazos abiertos, como si fuera una hija más.

—Mercedes está enferma... —murmuré, como si el decirlo en voz alta lo hiciera más real.

Lucas asintió, su expresión seria, y sentí una punzada de culpa por no haber sabido antes lo que estaba pasando.

—Quiero ir a verla —dije, con más determinación de la que esperaba—. Papá, ¿puedo ir al hospital con Lucas?

Mi padre me miró con atención, notando la preocupación genuina en mi rostro. Después de un breve silencio, asintió.

—Claro, cariño. Si eso es lo que quieres, ve con Lucas. Está en el mejor hospital, ya he arreglado todo para que estén bien atendidos.

Me volví hacia Lucas, quien parecía algo sorprendido por mi reacción, pero asintió y me hizo un gesto con la cabeza para que lo acompañara.

—Vamos, te llevo —dijo, y por primera vez desde que llegó, su tono no tenía ese deje de burla habitual.

Nos subimos al coche y durante el trayecto, el silencio entre nosotros era pesado, lleno de pensamientos y preocupaciones no dichas. Mi mente estaba demasiado ocupada pensando en Mercedes y cómo no me había enterado antes.

—Y.. ¿Cómo te va en Italia? —habló Lucas, rompiendo el silencio con la mirada fija en la carretera.

—Guay —respondí secamente. Aunque Lucas ha sido mi mejor amigo desde la infancia, no me sentía lista para contarle todo lo que había ocurrido desde que llegué a Italia. Menos aún mencionar el caos que Alexander había traído a mi vida.

El silencio se instaló de nuevo, y no volvimos a hablar en el resto del camino. Al llegar al hospital, Lucas aparcó el coche en una zona alejada, sin decir una palabra. Bajamos y nos dirigimos a la recepción. Mientras Lucas intercambiaba palabras con la recepcionista, yo me recosté contra el mostrador, sin prestar mucha atención, aburrida.

De repente, algo llamó mi atención. A lo lejos, una figura familiar caminaba por uno de los pasillos. Mis sentidos se activaron de inmediato, y una extraña sensación me impulsó a seguirla. Mi corazón empezó a latir más rápido, como si una fuerza invisible me empujara a descubrir quién era.

—Lucas, voy al baño, no tardo —murmuré, apartándome del mostrador sin esperar respuesta.

Comencé a caminar, casi corriendo, intentando no perder de vista aquella figura misteriosa. Cuanto más me acercaba, más segura estaba de quién era. Alexander.

Mi mente daba vueltas, pero mis pies seguían avanzando por pura inercia. No podía apartar la mirada de su espalda, de su andar arrogante. Algo en él siempre me atraía de manera irracional, y ahora no era la excepción.

—¡Alexander! —lo llamé con voz firme, tratando de no sonar desesperada, aunque sentía que mis nervios me traicionaban.

Se detuvo por un instante, luego giró lentamente sobre sus talones, clavando sus fríos ojos negros en los míos. Su expresión era la misma de siempre, una mezcla de arrogancia y desdén.

—¿Me estás siguiendo, Rebecca? —preguntó, con un tono burlón que me hizo querer golpearlo y, al mismo tiempo, me paralizó.

Sus palabras hicieron eco en mi mente mientras me quedaba frente a él, intentando procesar lo que estaba sucediendo.

—Yo no... ¿Qué haces aquí? —pregunté, ignorando su provocadora pregunta, pero sin poder disimular la sorpresa en mi voz.

—Nada que sea de tu incumbencia —sentenció con frialdad, dándose la vuelta para seguir su camino con pasos rápidos, como si estuviera desesperado por alejarse.

Fruncí el ceño, molesta. No podía dejar que se fuera así, no después de todo lo que había sucedido entre nosotros. Comencé a caminar detrás de él, apresurando el paso para alcanzarlo. Su velocidad parecía aumentar con cada segundo, como si quisiera desaparecer de mi vista.

—¡Alexander, respóndeme! —insistí, alzando la voz, mi paciencia agotándose.

Él no se detuvo. Ni siquiera se giró. Su silencio era una daga que me cortaba más profundo con cada paso que daba, y el ritmo de mi corazón se aceleraba tanto por la rabia como por la confusión. ¿Por qué estaba aquí? ¿Por qué siempre tenía que ser tan malditamente esquivo?

—¡Para ya! —grité, esta vez más fuerte, ignorando las miradas curiosas de algunas personas que pasaban por el pasillo. Mi frustración estaba a punto de estallar, pero antes de que pudiera reaccionar, Alexander se detuvo bruscamente.

Giró lentamente, sus ojos oscuros encontrándose con los míos. Su expresión era impenetrable, un muro que no me dejaba ver más allá de esa máscara de indiferencia.

—¿Qué quieres, Rebecca? —preguntó, su voz baja pero cargada de irritación.

Me quedé paralizada por un momento, las palabras de Alexander flotaban en el aire, pero antes de que pudiera pensar en una respuesta, mis ojos se desviaron hacia el final del pasillo. Ahí, en una de las sillas del hospital, vi una escena que me dejó sin aliento. Anthony estaba sentado, con lágrimas en la cara, mientras el señor Davies permanecía inmóvil a su lado, mirando un punto fijo con una expresión seria y sombría.

Mi corazón se encogió, sintiendo una punzada de preocupación. Sin pensarlo, eché a correr hacia ellos, ignorando por completo a Alexander. Mi mente solo podía enfocarse en Anthony y en el estado del señor Davies. ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaban aquí?

—Señor Davies... —me agaché frente a él, mi voz temblorosa, apenas reconociendo mis propias palabras—. ¿Qué ha pasado? ¿Está todo bien?

El señor Davies no movió la mirada, su rostro seguía rígido, como si estuviera luchando por mantener la compostura. Anthony sollozaba a su lado, y me sentí aún más impotente, sin saber qué hacer.

—Por favor... —susurré, casi rogando—. Dígame, ¿qué ha sucedido?

El silencio que siguió me pareció eterno.

Anthony empezó a mover los labios con dificultad, como si las palabras le pesaran demasiado. Sollozó de nuevo, llevándose una mano al rostro para ocultar las lágrimas que seguían cayendo.

—A... Amaya... —murmuró, tartamudeando. Su voz rota me llegó como un golpe, llenándome de una angustia que no podía explicar.

—¿Qué le ha pasado a Amaya? —pregunté de inmediato, sintiendo cómo mi propio pecho se apretaba al escuchar su nombre. Mi corazón comenzó a latir más rápido, el miedo inundándome por completo.

Anthony no pudo responder de inmediato, y el señor Davies seguía en ese silencio impenetrable, sin moverse ni reaccionar.

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