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Capítulo 1

Rebecca

No me ha faltado nada en la vida. Lo he tenido todo: lujos, viajes, la mejor educación. Mi padre se encargó de que nada ni nadie me tocara. En mi mundo, todo parece perfecto desde afuera. Pero la perfección es solo una máscara... porque lo que se esconde detrás de la vida que mi padre me ha dado es mucho más oscuro de lo que me gustaría admitir.

A veces me pregunto si la protección que tanto busca ofrecerme es solo una cárcel dorada, una prisión disfrazada de amor paternal. No sé qué pasa por su cabeza, pero sé que hay secretos, muchos de ellos. Y lo peor de todo es que mi intuición me dice que, tarde o temprano, voy a descubrirlos... y que ese día cambiará todo.

Bajé las escaleras a toda prisa al escuchar la inconfundible voz de mi padre resonando por la casa. Se había marchado muy temprano para atender algunos de sus misteriosos "asuntos de negocios", como solía llamarlos, y no había tenido la oportunidad de verlo. Al encontrarlo en la sala, no pude evitar sentir una chispa de emoción. Me lancé hacia él y lo rodeé con mis brazos en un abrazo apretado.

—¡Papá! —exclamé, con una sonrisa que reflejaba el alivio de tenerlo de vuelta.

—Mi pequeña princesa —respondió él, con una sonrisa suave mientras me acariciaba el cabello. Pero noté algo en su mirada, una sombra de preocupación que trataba de ocultar.

—Cariño, necesito hablar contigo —dijo finalmente, y su tono me puso en alerta. Lo miré expectante, esperando lo peor.

—Nos vamos a Italia —soltó de golpe, y su voz dejó en el aire un peso que aún no comprendía del todo.

Italia. Nunca habíamos hablado de irnos. Es más, mi vida estaba aquí, en España. Amigos, estudios, todo lo que conocía. ¿Por qué ahora?

—¿Qué? ¿A Italia? —pregunté, intentando que no se notara el nerviosismo en mi voz—. ¿Por cuánto tiempo? ¿Es solo un viaje?

Mi padre suspiró y dejó de acariciarme el cabello. Ese gesto suyo, tan automático y reconfortante, de repente se detuvo, y su silencio me inquietó.

—Será por un tiempo indefinido, Rebecca. Necesito que entiendas que es por tu seguridad —dijo, evitando mi mirada. Sabía lo que eso significaba. Siempre que se trataba de “mi seguridad” estaba involucrado algo más profundo, algo de lo que nunca me hablaba con claridad.

—¿Mi seguridad? —repetí, sintiendo cómo mi corazón comenzaba a acelerarse—. Papá, ¿qué está pasando?

Él apartó la vista, como si estuviera buscando la mejor manera de decirme algo que no quería. Finalmente, suspiró profundamente, con el rostro cansado.

—Rebecca, es por tu bien, ¿entiendes? Solo haz lo que te digo —ordenó con un tono que no dejaba espacio a discusión, metiendo las manos en los bolsillos mientras se alejaba del salón sin esperar mi respuesta.

Claro. "Haz lo que papi dice, Rebecca. Rebecca esto, Rebecca aquello." Y nunca hay una maldita explicación para Rebecca. ¡Que le den!

Subí las escaleras a toda velocidad, sintiendo el calor del enojo subir por mi cuerpo. Al llegar a mi habitación, cerré la puerta de un golpe tan fuerte que el eco retumbó por toda la casa. Me dejé caer contra la puerta, respirando entrecortadamente mientras trataba de procesar lo que acababa de suceder.

Italia. ¿Cómo podía decidir algo tan importante sin siquiera consultarme? Sentía como si estuviera atrapada en una jaula dorada, donde todo parecía perfecto por fuera, pero dentro... dentro me ahogaba.Me acerqué a la ventana, mirando hacia el jardín perfectamente cuidado, el mismo que había visto cada día de mi vida. En pocos días, todo eso quedaría atrás. Mis amigos, mi escuela, todo lo que conocía. Y por una razón que, una vez más, mi padre se negaba a contarme.

—Es siempre lo mismo —susurré para mí misma, frustrada—. Nunca hay respuestas.

Me desplomé en la cama, mirando al techo mientras mis pensamientos se enredaban en el caos de emociones. Sentía rabia, impotencia, pero también... miedo. ¿Qué era lo que mi padre no me estaba diciendo? ¿Por qué íbamos a Italia de repente?

8:00pm

—Rebecca, ¿estás lista? — la voz de mi padre resonó desde abajo

—Si, ya voy —respondí con desgana mientras bajaba las escaleras lentamente. Bernardo, el chofer, tomó mis maletas y las colocó en el auto.

Mi padre consultó su reloj, impaciente, y luego me echó una mirada de arriba a abajo, levantando una ceja con desaprobación.

—¿Vas a ir vestida así? —preguntó con un tono crítico. contesté secamente, pasando junto a él y caminando hacia el coche sin mirarlo.

—No me jodas — respondí seca pasando junto a él y caminando hacia el coche sin mirarlo.

Abrí la puerta del coche y me dejé caer en el asiento trasero, cruzando los brazos mientras observaba cómo mi padre hablaba en voz baja con Bernardo. Seguro estaba dándole instrucciones sobre nuestro viaje, como siempre, sin incluirme en la conversación.Miré por la ventana, intentando ignorar el nudo en mi estómago. Italia. Sabía que este cambio no era solo un capricho; algo más estaba pasando. Algo que, una vez más, él no me diría.

La puerta del coche se abrió y mi padre se sentó en el asiento delantero. No hubo más palabras, solo el sonido del motor encendiéndose. El coche se movió y sentí el peso del cambio cayendo sobre mí como una carga imposible de ignorar. No había vuelta atrás.El trayecto fue silencioso. Me concentré en el paisaje, intentando calmar mi mente. Sabía que, aunque lo negara, una parte de mí estaba aterrada.

No sabía qué nos esperaba en Italia, pero algo me decía que mi vida nunca volvería a ser la misma.Al llegar al aeropuerto, todo fue rápido. Bernardo se encargó de las maletas mientras mi padre avanzaba directo hacia el jet privado. Lo seguí sin muchas ganas, sintiendo cómo cada paso me acercaba a lo desconocido.

Una vez dentro del avión, me acomodé en uno de los asientos, mirando por la ventana como si eso fuera a distraerme del torbellino de emociones en mi interior. Mi padre tomó asiento frente a mí, sacando algunos documentos de su maletín, sumergido ya en sus propios asuntos.Mientras el avión despegaba, sentí que una etapa de mi vida quedaba atrás. No sabía qué iba a encontrar en Italia, pero tenía la sensación de que, sea lo que sea, cambiaría todo.

9:00pm. Italia, Milán

El sonido del jet al aterrizar suavemente me sacó de mis pensamientos. Miré por la pequeña ventana: solo había oscuridad. Las luces de la pista brillaban mientras el avión rodaba lentamente hasta detenerse. Era oficialmente nuestra nueva vida en Italia.

—Hemos llegado, señorita —anunció Bernardo, abriendo la puerta del jet.Mi padre ya estaba de pie, ajustando su chaqueta con la precisión que siempre lo caracterizaba. Sin decir una palabra, se encaminó hacia la salida. Sus pasos resonaban fuertes en el silencio.

—Vamos, Rebecca —dijo, sin siquiera girarse.

Suspiré y me levanté con desgana. Bajé las escaleras del jet, el aire frío de la noche italiana chocó contra mi rostro. A lo lejos, las luces de la ciudad iluminaban el horizonte, pero nada me resultaba familiar. Este lugar no era mi hogar.

Bernardo ya estaba cargando las maletas en la parte trasera del auto negro que nos esperaba. Mi padre se sentó en el asiento del copiloto sin decir nada, como de costumbre. Subí al auto y me recosté en el asiento trasero, dejando que el silencio de la noche me envolviera.

El auto arrancó, y mientras avanzábamos por la carretera hacia nuestro nuevo destino, me di cuenta de que, aunque solo habíamos cambiado de país, mi vida iba a cambiar más de lo que me imaginaba.

Después de unos pocos minutos llegamos a un centro que parecía aislado de la ciudad. Era un lugar imponente, con un diseño arquitectónico llamativo, adornado con luces que titilaban suavemente, creando un ambiente acogedor a pesar de su tamaño. La puerta principal, enorme y majestuosa, se abría a un amplio salón que prometía ser tanto elegante como intrigante.

Al entrar, me encontré con una decoración sofisticada, con candelabros brillantes colgando del techo alto y mesas elegantemente dispuestas a lo largo del espacio. La música suave llenaba el aire, pero un murmullo de conversaciones tensas también se hacía notar. Podía sentir la anticipación en el ambiente, como si todos estuvieran esperando algo importante.

Mi padre me dio una rápida mirada, asegurándose de que estuviera a su lado mientras avanzábamos por el salón. A medida que nos acercábamos al centro del lugar, noté a varias personas bien vestidas que conversaban animadamente, pero sus miradas se dirigieron a nosotros con una mezcla de curiosidad y reconocimiento.

De repente, una figura desconocida se acercó a nosotros entre la multitud, un hombre de cabello oscuro que irradiaba una presencia imponente. No pude evitar sentir un escalofrío recorrerme la espalda

—Morgan, cuánto tiempo sin verte —dijo, extendiendo una de las copas de vino que sostenía en las manos. La manera en que lo dijo sonaba casi demasiado familiar, lo que aumentó mi inquietud.

El rostro de mi padre cambió drásticamente al verlo. Su expresión pasó de la cordialidad a una tensión palpable, y su mirada se endureció. Algo en su postura me hizo pensar que este hombre no era uno de sus mejores amigos.

—Non farmi incazzare, Davies —replicó mi padre, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada.El hombre sonrió con desdén, arqueando una ceja.

—Has mejorado tu accento italiano, Morgan —dijo, con un tono que destilaba sarcasmo.

No entendía de qué estaban hablando, apenas sabía unas cuantas palabras en italiano, lo suficiente para seguir una conversación sencilla.

—Has crecido mucho desde la última vez que te ví, Rebecca —dijo el  hombre  dirigiendo su mirada hacía mí con una sonrisa que no me transmitía confianza. No me acordaba de él en lo absoluto pero asentí por cortesía, sin mostrar emoción.

Antes de que pudiera formular una respuesta, el hombre continuó. —Te voy a presentar a mis hijos, niños, vengan!

De entre la multitud se acercaron dos jóvenes. El primero tenía el cabello negro que le caía desordenado sobre la frente, con ojos oscuros que irradiaban una extraña mezcla de control y frialdad. En sus brazos llevaba a una niña pequeña, que se parecía mucho a él, con el mismo cabello oscuro, pero con unos sorprendentes ojos azules que brillaban bajo las luces del salón. La pequeña jugaba despreocupadamente con los mechones sueltos de quien claramente parecía ser su hermano.

Detrás de ellos venía otro chico pelinegro y rasgos similares, pero con una actitud mucho más relajada. Mientras el primero parecía proyectar una energía controladora, este segundo caminaba con aire despreocupado, como si todo lo que ocurría a su alrededor le resultara indiferente.

El hombre se llevó la copa a la boca, dando un trago antes de hablar.

—Este es Alexander, el mayor —dijo, señalando al chico de cabello negro desordenado que llevaba a la niña en brazos. —Y ella es Amaya, su hermana pequeña —añadió con una sonrisa, mientras la niña seguía jugando con los mechones sueltos de Alexander. Luego, su mano se movió hacia el otro joven, que observaba el salón con aire despreocupado. —Y este es Anthony, el del medio —dijo, casi como si no esperara mucho más de él.

Ninguno de nosotros dijo nada, excepto la pequeña de ojos azules, que observaba con curiosidad mientras sonreía y jugueteaba con los mechones de cabello de su hermano. Le devolví la sonrisa, sintiendo que, en medio de la tensión, ella era la única que parecía disfrutar del momento.

—Niños, ¿por qué no le dan un paseo a la señorita por el salón? —propuso el hombre, llevándose una copa a los labios y lanzándole a mi padre una mirada pícara. La intención detrás de sus palabras era clara: querían quedarse solos para hablar de "negocios", alejándonos de cualquier posible interrupción.Sin embargo, me sentía atrapada en una situación incómoda, y aunque sabía que no era el momento adecuado para rebelarme, la idea de ser presentada a esos tres me provocaba un torbellino de emociones.

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