[~Caperucita~]
Escuchó sus pasos pesados sobre las incontables hojas que se habían caído en el suelo por el otoño. Un campo de cristales anaranjados que alertaron a la dulce Caperucita Roja de una extraña presencia, por lo que empezó a caminar con más premura entre los arbustos y troncos robustos. Ante el ambiente obvio otoñal y silvestre, como el sonido de las pisadas en su peso, hizo pensar a la antaña Caperucita la posibilidad de dos animales de considerable envergadura y hocico potente. Pero al carecer la segunda opción de presencia predominante en tal hábitat, solo pudo dirigir sus pensamientos concretos hacia aquel animal tan prepotente y conocido por atacar rebaños.
"Un lobo, debe ser un lobo" pensó Caperucita.
La muy hambrienta Caperucita venía de la casa de su abuela, pues tenía comida que ofrecerle a la niña en aquellos años tan hambrientos que pasaba el reino de Francia. Tenía su estómago totalmente angustiado y estrujando con la fuerza de un gigante con piedras en manos. La pequeña visitó a su anciana familiar para solicitar su ayuda en cuestiones alimenticias. Es gracias a ella que llevaba ahora la carne en su canasta, con la que comería bien en casa sin necesidad de nada más por algunas semanas, saciando su apetito.
Sin embargo, el lobo que se acercaba no estaba dentro de su feliz fortuna. "Debió oler la carne de mi abuela", pensó la chica, mientras bajaba lentamente la canasta en el suelo. Ahora estaba en peligro, y no quería ser parte del mismo. Se sumergió dentro de una espesura de hojas de una pequeña planta, esperando en el característico silencio de un conejo que la bestia pasase de largo.
Hubo de escuchar sus largas y fuertes pisadas con la fuerza de arrancar puertas. Contaba una, dos, tres, cuatro, ¿cinco, seis, siete y ocho pisadas?. Escuchaba el goteo de baba de más de un hocico, como también la resonancia de un eco roto de una caverna en medio de los troncos, manchando la misma de un ansia que llamaríamos enfermiza. Algo estaba mal en todo esto, y dado que hay que ver para creer, despejó toda duda al observarlo.
Eso no era un lobo, tendría más carácter de Cerbero que otra cosa. Parecía un demoníaco monstruo deforme, que en un accidente del vientre salió con el tamaño de un oso, ocho patas portentosas y dos hocicos en trincheras de dientes, que creaban al ponerse de paralelo arriba y abajo, un mordaz rompe huesos repartidos en dos voces. Y ese sonido que pestelaba de su interior, seguramente salía de la entrada del infierno. Su garganta conducía a los condenados en un tobogán ácido de mugre para concertarse con el Diablo y sus súbditos. Cada gota de su saliva daba más azufre al entorno, creando un espeso campo de muerte a la redonda.
El lobo se acercó a la canasta de la mayorcita caperuza, que con traición de sus intestinos acababa con su serena cabeza, y olfateaba el olor de la chica sobrecogida en los arbustos.
La chica instigó su conciencia y recuerdos en busca de alguna causa de este fenómeno pecaminoso. Entre tanto pesar y pecado, salió a resurgir una vieja leyenda que su propia abuela contaba de este bosque. Una historia de hambruna, que no justificaba el pecar contra el prójimo. Una maldición absoluta de esta tierra para todo aquel que coma la carne de algún hermano y hermana. El tragar cual caníbal la carne de un cercano.
"Debió oler la carne de mi abuela" recordó Caperucita, mientras sabía que aquel lobo no quería su comida, sino que ella sería la comida. Una vuelta al ciclo natural de los animales. Humano devoraba animal. Animal devoraba a humano. Lobo devora a Caperucita.
Así, cuando hubo girado su cabeza hacia ella, abrió cada mandíbula hacia abajo, presentado la muerte y el fuego eterno del submundo a los ojos de la temblorosa caperuza rojiza. La hilera de dientes se cerraron sobre su cuello, sellando un alma por siempre.
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