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Aterradora soledad

Me gustaba pensar que podía vivir en soledad, valerme por mi propia cuenta, pues así había pasado la mayor parte de mi vida.

Desde la infancia mis padres estuvieron ausentes, por lo que tuve que aprender a la fuerza a no tener que necesitar de nadie. Me hacía la comida, limpiaba, lavaba y planchaba mi ropa, entre otras cosas. Incluso había ocasiones en los que no veía a mis padres por varios días, y me preguntaba si de verdad eran reales.

¿Podían ser un invento mío? ¿Acaso no había estado solo desde siempre?

Terminé mi niñez con éxito, sin complicaciones. En la secundaria recuerdo haber tenido un amigo al que le decía Cervantes. Fue alguien que aprecié mucho y con el que compartí varias vivencias. A pesar de eso, la amistad no duró mucho, quizá por la oscuridad que ya me albergaba desde siempre, porque a veces despreciaba su compañía, o porque cuando te distancias demasiado la gente se termina aburriendo de ti.

¿Y novias? ¿Tuve alguna? También. En la preparatoria conocí a una joven llamada Raquel Fuentes, a la cual quise bastante. Se podría decir que fue algo parecido a mi primer amor, el primer vistazo a la luz.

Estuvimos muy felices por un tiempo. Ella aceptaba mi personalidad un poco solitaria, no le importaban mis escasos recursos y hasta dejaba pasar mi poco sentido del humor. Sin embargo, después de dos años de relación terminamos.

Siendo sincero la terminé porque tenía miedo, un miedo irracional a involucrarme mucho con las personas, a crear recuerdos juntos, a tener que depender de alguna forma de alguien. Era como si el propio lazo se volviera tóxico para mí. ¿Es que estaba loco? Quizá, pues fue una locura terminar con Raquel, con el único lazo de amor que había logrado formar.

Después eso estuve algunos meses ahorrando algo de dinero, de trabajos informales que encontraba aquí y allá. Crecí, llegué a la plena juventud y me fui de casa sin pensarlo demasiado. El rostro de las personas que me habían criado no las recordé más, se esfumaron como alguno de esos sueños lejanos.

No pasó mucho tiempo para que me hiciera con un pequeño trabajo de oficina, no tan bien pagado pero que me bastaba para poder sobrevivir. Dicho trabajo me absorbió a tal punto que no entré a la universidad, cosa que en un principio me molestó, pues siempre había sido una persona estudiosa y dedicada. Comprendía que ser independiente desde esa edad traía ciertos riesgos y sacrificios.

Las carencias no me importaban mucho, ya que nunca había podido vivir con lujos, y bien dicen que "no se puede extrañar lo que nunca se ha tenido". Sí, así de triste era mi vida, con un trabajo mediocre, con una vida simple, con una soledad eterna. No me importaba. Al contrario, me hacía feliz el poder compartir la comida solo con mi sombra, con el silencio, ¿qué mal podía pasarme? Así me gustaba vivir, y así estaba dispuesto a morir.

Y bueno, las cosas extrañas comenzaron un día de enero, en un año que no vale la pena mencionar.

Por la tarde mi pequeño departamento se sentía frío y húmedo. Una fuerte lluvia había azotado la ciudad esa misma semana, las calles se habían inundado y en muchas partes las clases y labores se suspendieron. Mi trabajo no era la excepción. Al ser una pequeña oficina el jefe era allegado y comunicativo con su personal, comprendió al instante la situación y no dudó en darnos los días pagados.

A mí la verdad me fastidió un poco, pues era de esas personas adictas al trabajo, que necesitan tener algo con qué entretenerse. Pero claro, estaba la contraparte: la soledad que me iba a brindar el pasar los días en mi departamento, el aislamiento gracias a la contingencia. Ni siquiera tenía que preocuparme por la comida o el agua, pues había comprado lo suficiente para toda la quincena.

Era una sensación extraña, que combinaba mi incomodidad por no hacer nada productivo con la satisfacción de tener tiempo para mí mismo. Quizá lo ideal hubiera sido llevarme el trabajo a mi departamento. ¿Por qué no?

Llegó la noche, y la lluvia azotó de nuevo.

Una gotera no tardó en saludarme haciendo un ruido muy molesto y repetitivo. Era de lo más irritante. Estaba justo en el pequeño espacio destinado a la cocina, muy cerca del baño. Mientras veía dicha gotera, me preguntaba cómo era posible que eso pasara si no estaba en el último piso. En ese momento supuse que era descuido de mi vecino de arriba, que seguramente tenía algún problema que también me estaba afectando.

En realidad no me detuve mucho tiempo a reflexionar si mis suposiciones tenían alguna lógica. Solo tomé mis llaves, me puse los zapatos y decidí salir para preguntarle a mi vecino qué era lo que estaba pasando.

Decir que me sentí aterrado se quedaría corto.

Al tratar de abrir la puerta me encontré con una no tan grata sorpresa: estaba atascada. «¿Cómo puede ser posible?» me pregunté en ese momento de horror, y otra vez empecé a hacer un millón de suposiciones. ¿Eran las consecuencias de pagar un renta barata? ¿Estaba rota la cerradura? ¿Algo desde afuera me impedía abrir? ¿Qué era? ¿Qué podía ser? ¿Qué demonios estaba pasando?

En un momento de lucidez decidí no someterme más al miedo, así que fui directo al teléfono e hice una llamada al encargado del edificio.

Nada. El teléfono estaba muerto por completo.

Revisé exhaustivamente el cable para buscar algún mordisco de rata o algo parecido; sin embargo, estaba en perfecto estado. Miré por la ventana que estaba en la misma pared, me fijé en los postes de luz, pero la lluvia no me dejaba ver muchos detalles del exterior. «¡Que se joda la lluvia!» pensé al instante y en un arrebato de ira le di un puñetazo al teléfono.

Escuché y a la vez sentí un crujido. En un principio no sabía si había sido el plástico del teléfono o de mis huesos. Luego vino un dolor intenso en mis dedos y mi muñeca, despejando cualquier duda que pudiera quedarme. ¿Por qué había hecho eso?

El teléfono quedó colgando, se veía la pantalla del identificador de llamadas quebrado, con algunas manchas de sangre. Con la mano todavía entumecida me dirigí al no tan extenso botiquín que tenía en el baño, tomé un poco de alcohol y me eché un chorro en la herida.

Ardió lo suficiente como para que mordiera con fuerza y cerrara los ojos. Solo con mi mano izquierda revisé entre los botes de pastillas buscando un antiinflamatorio, hasta que lo encontré. Me tomé la pastilla sin agua. Esta era pequeña así que pasó sin mayores problemas. La única consecuencia fue una sensación de sequedad y nudo en la garganta. Dejé el bote abierto en el lavabo, me fui al sillón y me quedé sentado tratando de relajarme.

Después de unos cuantos minutos de dolor pude mover los dedos con más libertad. Supe que probablemente me había causado alguna fractura menor, pero no me importó en ese momento. Lo que de verdad importaba era darle solución a lo de mi puerta.

Recordé que podía usa mi celular en lugar del teléfono de la casa, y al instante me sentí estúpido por no haberme dado cuenta antes. Me puse en su búsqueda por todo el lugar, sin tener éxito alguno. Entonces empecé a suponer que algo sobrenatural estaba pasando en mi departamento, algo que me impedía tener contacto con el exterior.

Para este punto ya me sentía lo suficientemente irritado, tanto como para ir a la puerta e intentar abrirla por la fuerza. Supuse que si le daba una patada iba a poder derribarla, ya que después de todo no era de muy buena calidad.

Di una, dos, tres patadas y la puerta pareció ser más firme de lo que había pensado, como si se hubiera alimentado de mis ganas de salir. Soledad, soledad y más soledad. La lluvia seguía haciendo ruido en el exterior, en la ventana.

La gotera ya no se escuchaba tanto.

Me dirigí hacia la cocina y noté que ya estaba toda encharcada. Me ahorré la molestia de trapea el piso y fui directa a buscar una cubeta del baño. Con cuidado la coloqué justo donde estaba la gotera, pero eso hizo que el molesto sonido volviera, y que se hiciera todavía más evidente, resonando en mi cabeza. ¡Ah! No había solucionado nada y sentía que mi cabeza iba a estallar.

Así pasé el resto de la tarde y noche, cambiando la cubeta, escuchando su sonido, soportando la claustrofobia que me provocaba esa puerta rota.

Quise hacerme una taza de café con leche para hacer más llevadera la espera, pero fue inútil. ¡No sabía qué hacer! No podía comunicarme con nadie, y al ser un hombre tan solitario nadie iba a notar mi ausencia; quizá solo en el trabajo, y para eso tenía que esperar a que se reanudaran las labores, y quién sabe cuánto tiempo iba a tomar.

Incluso me pasó por la mente salir por la ventana, tirarme desde el tercer piso, ¿y romperme las piernas? No, por eso lo descarté después de un tiempo. Otra de las posibilidades era esperar a que pasara la lluvia y gritar desde la ventana a alguien que fuera caminando. Esa última idea me pareció la más prudente, así que desde ese instante de revelación permanecí cerca de la ventana, esperando a que alguien pasara.

Soledad.

La lluvia no parecía que se fuera a detener pronto. No tenía televisor, no tenía internet, no sabía qué pasaba con el mundo ni qué iba a pasar conmigo. Las cosas iban de mal en peor, hora tras hora, minuto tras minuto, segundo tras segundo.

Tampoco podía dormir. Pasé en vela toda la noche, ¿o todas las noches? En realidad era difícil saberlo, pues sin importar qué hora marcara el reloj por la ventana se seguía viendo de un oscuro penetrante, de una noche eterna.

El dolor de mi mano hizo todavía más tortuosa la espera. La soledad ya me era insoportable en este punto. Recordé el poco contacto que tuve con las personas a lo largo de mi vida. Eso incluía a mis padres, a mi único amigo Cervantes, a mi primer amor Raquel, inclusive a mis compañeros de trabajo.

Siempre intenté mantener las conversaciones al mínimo y solo concentrarme en mis deberes, en mi mismo. ¿Por eso era tan productivo? ¿Por eso me refugiaba en el trabajo? ¿Por qué abrazaba tanto la soledad? ¿Por qué quería estar encerrado en mi propio mundo?

Ya no tenía del todo claro si había errado en mi camino. Sabía que mi comportamiento no era normal, pero no sabía que en determinado momento me iba a sentir tan incómodo con mi soledad. ¿Era eso? ¿O el hecho de que estaba encerrado a la fuerza? Puede que fuera lo último, el no tener elección, el estar obligado a esperar a que alguien me ayudara, el esperar que todo se solucionara como si nada. ¿De verdad se iba a solucionar todo?

Después de varios días de encierro me di cuenta de la verdadera naturaleza de mi situación.

Sucedió en uno de mis numerosos intentos de abrir la puerta. La manija giró como si siempre hubiera estado funcional, como si solo hubiera sido una broma, una burla a todo mi sufrimiento.

Las cosas se volvieron escabrosas cuando dicha puerta terminó de abrirse, dejando ver el exterior. Una oscuridad aterradora, la nada infinita estaba delante de mí. ¿De qué se trataba todo eso? ¿Qué significaba?

Mi reacción inmediata fue dar un portazo, y fue tan fuerte que caí sentado El dolor se hizo presente al instante en la zona de los glúteos y de manera más profunda en la rabadilla. Me levanté todavía con el dolor punzante y de manera rápida me dirigí hacia mi ventana, para comprobar mi temor.

Miré el tan anhelado exterior y aprecié lo mismo que había detrás de la puerta. Ese escenario de oscuridad, de negro infinito, la verdadera esencia de la soledad.

Supe en ese momento que estaba condenado, que estaba prisionero. Fui muy ingenuo al pensar que era capaz de llevar toda una vida de soledad, sin tener en cuenta lo aterradora que podía llegar a ser, la desesperación que podía provocar.

Regresé hacia la puerta y me quedé quieto, mirando cómo la oscuridad se colaba a través de ese umbral, arrastrándose, yendo hacia mí con hambre y malicia. Sonreí al ver la muerte de cerca. Todo terminaría en las mismas condiciones que había vivido, a como me lo había propuesto: terminaría siendo devorado, por la aterradora soledad.

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