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8. El Indulto del Jarl Balgruuf

Abrí los ojos alertado por el sonido del aleteo de un pájaro que pasó sobrevolando a ras del suelo. Me incorporé de manera torpe y sin noción de donde estaba o qué hora era. El cielo ambarino de la tarde perfilando las nubes de un potente tono naranja, me indicó que había dormido durante todo el día. Lo primero que hice fue revisar mis pertenencias y comprobar con sumo alivio de que todavía se encontraban allí; tanto la tablilla como el botín extraído desde la cripta de la criatura no-muerta.

Tenía el cuerpo entumecido por el frío y el excesivo esfuerzo puesto sobre mis piernas a causa del camino sin descanso y las subidas y bajadas por escaleras eternas ya empezaban a hacer efecto en mis músculos con un dolor hormigueante. Debía continuar aun así, de manera que me puse de pie sacudiendo mi ropa por acto reflejo, aunque estaba horadada y sucia, y me dispuse a continuar.

Llegué a Carrera Blanca cuando ya casi anochecía. Las miradas de la gente de la ciudad no fallaron en seguirme durante todo el camino hasta perderme de su vista igual que en mi primera entrada a la ciudad, pero ahora avanzaba de forma un poco más firme. Estaba seguro de que ahora contaba con el respaldo del Jarl, por lo que no me preocupaba el ser reconocido como el fugitivo que había escapado de Helgen. Formaba parte del pasado, igual que el desafortunado encuentro con los Capas de la Tormenta. Mi llegada a Cuenca del Dragón fue más pacífica que la primera. Los guardias me permitieron la entrada sin problemas; pero El Jarl Balgruuf no se encontraba en su trono ni tampoco su edecán estaba allí. Imaginé que dadas las altas horas de la noche se encontrarían cada uno en sus respectivas dependencias. Sin dar más importancia a su ausencia, me dirigí a la recámara de Farengar. Para cuando llegué allí, ya arrastraba los pies.

Cuando me presenté ante él, sin embargo, me percaté de que no estaba solo. Había una mujer junto a él, ataviada de una armadura ligera de cuero y una capucha sobre la cabeza. Cuando levantó la mirada de los escritos de Farengar, me percaté de que se trataba de una bretona, como yo, aunque su rostro no me resultaba familiar en lo absoluto.

—¿Lo ves? —le dijo Farengar— La terminología es claramente de la Primera Era, o incluso antes. Y estoy convencido de que es una copia de un texto todavía más antiguo. Quizás data de justo después de la guerra del Dragón.

No comprendí de qué hablaban. Últimamente todo se trataba de dragones. El hecho estaba empezando a marearme. Aguardé a que la conversación terminase.

—Bien. Mis empleados están ansiosos por algunas respuestas tangibles.

—No temas. El mismo Jarl se ha interesado por fin en el asunto, por lo cual ahora soy libre de dedicar todo mi tiempo a esta investigación.

—El tiempo corre, Farengar; no lo olvides. Esto ya no es un asunto teórico. Los dragones han regresado. —entonces la bretona levantó la mirada hacia mí, y me observó quedamente bajo la densa sombra de la capucha sobre su rostro—. Tienes un visitante.

Farengar vino a mi encuentro en cuando la mujer aludió mi presencia:

—¡Ah, sí! El protegido del Jarl. ¡De vuelta desde las cataratas lúgubres! Tal parece que no has muerto. —agregó en algo parecido a una risa.

Le miré con desprecio y todo el rosario de insulto que me vino a la mente contenido tras los dientes apretados, a su vez ocultos por mis labios firmemente sellados.

Teníamos una larga conversación pendiente que tenía que ver con el hecho de que hubiese olvidado convenientemente mencionar la horda de muertos vivientes que me aguardaba en las criptas.

Antes que nada, saqué la tablilla de mi bolsa y la puse sobre el mesón con un seco golpe, olvidándome por completo de que era una valiosa reliquia. Para mí valía tanto como un pedazo de piedra cualquiera.

—¡Ah! La tablilla de dragón de las cataratas. Parece ser que estás por encima de los brutos que el Jarl suele enviarme, después de todo. Mi... asociada estará complacida por tu trabajo —rió, refiriéndose a la bretona, quien me examinó con curiosidad.

—¿Recuperaste eso desde las cataratas por tu cuenta? —preguntó, no demasiado impresionada, aunque me dedico una sonrisa satisfecha—. Buen trabajo. —tras aquello se dirigió a Farengar—. Sólo envíame una copia cuando lo hayas descifrado.

Antes de que pudiera dirigirme a Farengar, la calma de la habitación fue irrumpida por una agitada Irileth, quien entró en las dependencias del hechicero en una feroz carrera:

—¡Farengar! —rugió— Farengar. Debes venir. Un dragón ha sido avistado en las cercanías.

El estómago me dio un vuelco. A mí retornaron las imágenes de Helgen destruida. Todo lo que había querido en un comienzo era alejarme antes de que la bestia se dejara caer en Carrera Blanca... pero ya estaba aquí. Antes de que pudiera escabullirme, Irileth me interceptó con una fiera mirada—. Tú debes venir también. El Jarl te requiere.

No supe por qué razón idiota caminé detrás de ella de forma automática en cuanto se precipitó escaleras arriba por el salón del trono, hacia las que parecían ser las dependencias del Jarl para darle aviso de esta nueva información.

Arriba nos encontramos con un espacio amplio dotado de un mesón sobre el que reposaba un gran mapa de Skyrim, repleto de banderines rojos y azules delimitando los territorios que correspondían actualmente a Imperiales y Capas respectivamente, y al Jarl ataviado de sus elegantes vestiduras; aunque con el largo cabello rubio desordenado, dando muestras de haberse levantado abruptamente de la cama. En cuanto estuvimos en su presencia, noté que un guardia se había sumado a nosotros y fue aquel quien dirigió primero la palabra a Balgruuf:

—Le hemos avistado en la torre de la atalaya oeste. Vino desde el sur —jadeó el guardia, aún sin poder recobrar el aliento de lo que parecía una agitada carrera—. Es rápido. Más rápido que cualquier cosa que haya visto nunca. Volaba en círculos alrededor de la torre cuando me fui de allí.

—Buen trabajo, hijo —le reconfortó el Jarl con un afectado tono paternal, para luego dirigirse a su edecán, la Dunmer que para ese momento ya estaba al frente, como si hubiese presentido su pronto llamado—. Irileth. Reúne a un grupo de guardias y diríjanse allí inmediatamente.

—Ya he ordenado a mis hombres reunirse en la puerta, mi Jarl —contestó ella sin demora.

Podía ser una mujer parca y de mal temperamento, pero era eficiente al menos. Durante todo el tiempo me sentí inútil y fuera de lugar. Para ese entonces ya debería haberme marchado. Pero lo cierto era que el sitio más seguro de momento era Cuenca del Dragón. No iba a salir hasta saber que los guardias del Jarl habían abatido a la bestia. No habría llegado allí por nada para morir entre las fauces de una criatura legendaria.

En cuanto el Jarl despidió a la Dunmer para enviarla a la atalaya con la misión de averiguar más sobre el dragón, sus ojos se posaron sobre mí y supe enseguida lo que venía. Le dejé hablar, pero ya tenía pensada mi respuesta para el momento en que lo hiciera:

—Debes ayudar a Irileth a combatir a este dragón antes de que ataque Carrera Blanca. No hay tiempo que perder.

Tragué saliva, armándome de determinación. La respuesta escapó de mis labios de forma tajante y grave. No tenía la menor intención de ser del agrado de nadie a estas alturas. El Jarl podía ser el gobernante de esta comarca, pero no lo era de Tamriel. Salto de la Daga quedaba muy lejos, y ya no había nadie allí a quien le correspondiera darme órdenes tampoco:

—Este asunto no me concierne. —La mirada incrédula que el Jarl levantó en mi dirección no sirvió para hacerme dudar ni darme una pizca de remordimiento—. La única razón por la que vine a Carrera Blanca fue para dar aviso de la aparición del dragón. Los motivos por los que acepté la misión de tu hechicero son míos exclusivamente. Mi trabajo aquí ha terminado, y entretanto tus guardias matan a la bestia, yo abandonaré la comarca.

La expresión antes templada y afable del anciano se endureció cuando se plantó frente a mí:

—Tú ya sabes a lo que nos enfrentamos. Sobreviviste al ataque de un dragón con anterioridad; podrías ser nuestra esperanza de vencerlo.

—Podría. Pero me niego. —respondí, secamente.

Balgruuf erigió entonces frente a mi rostro un largo y huesudo índice. Lo fulminé con una mirada:

—Joven bretón, creo que me has subestimado. No hubiese querido tener que recurrir a esto pero no me dejas más opción. Yo sé quién eres, Aszel Valtieri de Alcaire —declaró, con seguridad.

Era muy improbable; pero estar seguro de aquello no evitó que las entrañas se me comprimieran de forma casi dolorosa cuando me vi enfrentado a la minúscula posibilidad de que de hecho estuviera diciendo la verdad.

—Huérfano de ambos padres, fuiste iniciado desde pequeño en las artes arcanas como aprendiz de mago de corte en la escuela de la conjuración. —empezó el Jarl. Aún no había terminado de hablar y ya me había desarmado completamente. Me quedé paralizado, sin palabras—. Tenías un futuro brillante y prometedor como hechicero, pero asesinaste a tu maestro y después huiste de palacio, hiriendo de muerte por lo menos a una docena de guardias y civiles con los conocimientos incendiarios que adquiriste estudiando y practicando la escuela de la destrucción en secreto. Cruzaste la frontera de manera ilegal. Fuiste apresado en una emboscada imperial a un grupo de Capas de la Tormenta y condenado a morir en Helgen; pero escapaste de allí aprovechando el ataque del dragón, conspirando con Ralof, soldado Capa de la Tormenta, hermano de Gerdur, de cauce boscoso.

Sentí una corriente helada recorrerme la espina dorsal. Sabía que, si hablaba, la voz me temblaría, por lo que tuve que inspirar y exhalar varias veces antes de hacerlo para recobrar la calma:

—... ¿Cómo...?

—Tuve tiempo de indagar acerca de tu identidad y tu pasado durante tu misión para recobrar la tablilla de dragón que trajiste a mi hechicero. No puedo condenar a un hombre por reclamar su propia libertad; pero Carrera Blanca está bajo mi ala, y me corresponde hacer lo que esté en mis manos para garantizar la seguridad se su gente; aunque deba recurrir a una táctica tan despreciable como extorsionar a alguien a cambio de ayuda —reconoció, en el tono pesaroso—. No puedo otorgarte el indulto de Roca Alta; estoy seguro de que entiendes eso, ¿verdad?

—... Lo entiendo —asentí en un hilo de voz; casi un susurro.

—Pero puedo asegurar tu libertad en Skyrim. —dijo el Jarl, haciendo que levantase ipso—facto la cabeza para mirarlo—. Convirtiéndote en mi Thane. De ese modo, quedarías bajo mi protección y jurisdicción. A cambio, sólo pido una cosa. Por mi comarca y por su gente, te haré libre, en tanto accedas a librarnos a nosotros de esa bestia.

Hube de permitirme un momento de sinceridad, viendo que la obstinación no me serviría de nada:

—Jarl, yo nunca enfrenté al dragón. No sé cómo combatirlo; yo solo huí del lugar.

Los rasgos de Balgruf se suavizaron y me puso una mano sobre el hombro:

—Muchacho. Sería tu segunda vez ante un dragón en el transcurso de una vida. Es la primera vez para todo Skyrim en siglos —adujo, y estrujó un poco más mi hombro—. Cualquier conocimiento que tengas ayudará. Cómo ataca, cómo se mueve, de qué hay que cuidarse... Aportar con lo poco que sepas es todo lo que tienes que hacer.

Lo consideré en una carrera contra el tiempo. Si podía ganar mi libertad en Skyrim... valía la pena intentarlo. Era mejor que ser deportado de vuelta a Roca Alta y afrontar mi ejecución allá, o vivir escondiéndome, arriesgando la posibilidad de ser apresado nuevamente y correr la misma suerte.

—Lo haré.

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