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7. La Tablilla de Dragón

La criatura era más alta y fornida que las anteriores, dentro de lo que le permitía su constitución consumida a un punto cadavérico a lo largo de las incontables épocas que le habían pasado por encima. No profería gruñidos como sus contrapartes más débiles; en cambio, me dejó completamente incrédulo y estupefacto el momento en que profirió palabras que me parecieron en extremo conocidas.

Faaz paak dinok.

—... ¿Qué?

Entonces, las palabras cobraron sentido en mi cabeza. Como si alguien me las estuviese murmurando al oído. Decían: Dolor. Vergüenza. Muerte...

Eran el mismo dialecto que el dragón negro que había acabado con Helgen rugía mientras sus ardientes llamaradas reducían la ciudadela a las cenizas. ¿Cómo? ¿por qué esta extraña criatura podía hablarlo también?

La fuerza invisible que sobrevino a su grito fue suficiente para arrojarme lejos y hacerme golpear la espalda contra el muro grabado de piedra que antes me había desplomado sobre mis rodillas.

En ese momento, mi Atronach se interpuso en su camino antes de que pudiera blandir su espada sobre mí y combatió fieramente contra la criatura, dándome el tiempo necesario para levantarme y componerme. Me alejé lo bastante de la pelea como para ser capaz de usar una técnica diferente a las llamaradas; mis proyectiles ígneos, los cuales eran más poderosos, pero requerían de una mejor puntería y a ser posible, un objetivo inmóvil. Mi Atronach mantuvo a la criatura lo suficientemente quieta y distraída como para que me fuera posible concentrar la energía entre mis dos manos para potenciar el ataque, y darme tiempo de disparar cinco proyectiles seguidos, encendiéndole en llamas, y haciéndole proferir fuertes alaridos. Su cuerpo envuelto en llamas no parecía impedimento para que se moviera, pues continuó haciéndolo con soltura en el momento en que abatió a mi Atronach y se volvió contra mí para atacarme. Evadí otro de sus gritos de poder refugiándome detrás de un pilar de piedra y cuando salí, le disparé otro proyectil con tan buena suerte que le dio de lleno, aunque se estaba moviendo y yo también. Por la espalda le llegaron tres más. Mi Atronach se había levantado y retornado a la carga para combatirlo en un intento desesperado de protegerme, atrayendo hacia ella la atención de la criatura. El verse atacado desde dos direcciones diferentes por el mismo tipo de técnica pareció aturdirlo momentáneamente antes de decidir arrojarse contra mi Atronach. Me arrojé en su dirección en una feroz carrera sin dejar de disparar proyectiles mientras lanzaba sendos ataques a la mujer en llamas que hacía lo posible por contrarrestarlos usando sus garras y atacando por su parte.

En el momento en que logró vencerla, obligándole a consumirse sobre sí misma, desapareciendo en una llamarada, yo ya estaba atacándole con otra llamarada usando la energía de ambas manos. La onda expansiva ardiente que expelió mi Atronach al momento de desaparecer fue un golpe lo suficientemente poderoso como para tumbarlo en el suelo, momento que aproveche para atacarle con toda la potencia de mis poderes, hasta conseguir finalmente, abatirlo y de esa manera, derrotarle.

El cadáver en llamas flameo frente a mis ojos. La criatura había sido vencida por fin.

Respiré a jadeos, intentando recobrar el aliento. El pecho me dolía y había empleado tanta energía mágica que me encontraba completamente drenado, incluso de las fuerzas necesarias para moverme. Pero quedaba poco; demasiado poco... No podía haber llegado hasta allí para nada.

Me levanté con las rodillas temblorosas, usando como soporte el que había sido alguna vez el lecho de descanso de la criatura y me apoyé contra el mesón junto al mismo. Había sobre él escritos antiguos, ofrendas de otros tiempos, más urnas... Pero no había rastro de la tablilla.

Me aproximé al cofre junto al sepulcro y si bien encontré un botín bastante generoso que constaba de joyas de plata y zafiro, una amatista, monedas de oro y una espada nórdica que despedía una fuerte energía mágica helada, no encontré el dichoso tesoro por el que había hecho todo este viaje. La ira comenzó a bullir en mis venas. Todo por nada. La tablilla no estaba allí.

Me dejé caer contra uno de los laterales del sepulcro, contemplando el botín a mis pies. Obtendría un pago justo por todo ello... pero el no haber cumplido con el objetivo principal; la meta de esta misión, hacia que el oro que recibiría a cambio perdiera parte de su valor.

Me levanté sin nada más que hacer que resignarme a la idea y empezar a preparar lo que diría a Farengar; lo cual era un variado repertorio que fluctuaba entre explicaciones e insultos. Consideré también la idea de no volver allí jamás. Los tomos que poseía en su haber no podían ser los únicos de todo Skyrim. Encontraría otra forma de obtener esos conocimientos.

Antes de emprender, sin embargo, el camino de vuelta, me fijé en el cadáver de la criatura caída a mis pies y me aproximé a ella dejándome llevar por una corazonada. Tocar su cadáver putrefacto y carbonizado me revolvió el estómago, pero no tuve que examinar demasiado sus restos para percatarme de algo estaba fuera de lugar. El torso de la criatura se encontraba protuberante y duro. Extraje la daga orca de la que me había adueñado de entre el equipaje del bandido al que había asesinado en la entrada y sin pararme a pensarlo demasiado, la hundí en el cuerpo de la criatura, a la altura del pecho. El filo de la daga dio de lleno contra algo rígido. La deslicé entonces a lo largo del torso, cortando carne quemada y partes blandas de la armadura en el trayecto, sólo para revelar allí, oculta en el interior de su cuerpo, una pesada placa de piedra con extrañas inscripciones. No podía estar equivocado. Aquella tenía que ser. Lo que todas estas criaturas custodiaban tan celosamente. Debía ser el tesoro por el que Farengar aguardaba en Carrera Blanca.

Tenerlo en mis manos me enfrentó a una decisión. La de entregársela a la persona que había enviado por ella... O conservarla y cambiarla por oro.

Lo consideré. Según había dicho Farengar después de aceptar la misión, entre los extraños escritos codificados de esta singular pieza se escondía un mapa que señalaba la ubicación de antiguas tumbas de dragones. Las palabras del dragón en Helgen retornaron a mis pensamientos: "Mis hijos se levantarán."

Observé a la criatura caída frente a mí. Si un nórdico podía levantarse de su sitio de descanso para vagar por una cripta buscando resguardar el misterio detrás de un objeto como este... la idea de que los dragones se levantaran de sus tumbas no parecía descabellada. Y el objeto en mi mano representaba una noción de donde ocurriría aquello.

Por más tentadora que resultara la idea de vender aquella baratija, si los dragones se levantaban de sus tumbas y convertían no sólo a Skyrim, sino a todo Tamriel en un nido de cenizas y cadáveres quemados como lo era Helgen actualmente... No habría bienes que cambiar por oro, ni dónde invertirlo.

A mi pesar, la respuesta más sensata buscaba no solo ayudar a la investigación de Farengar; sino salvaguardar el destino de todos... El mío incluido.

Guardé la baratija en mi bolsa junto con todo el resto del botín que había obtenido del tesoro que resguardaba el no—muerto y me levanté para hacer el camino de vuelta.

Sin embargo, noté al final de unas escaleras que no había advertido antes, un pasadizo entre la roca que parecía conducir a dondequiera desde donde provinieran los haces de luz que iluminaban los adentros de la cripta. Si tenía suerte y estaba en lo correcto, aquel pasadizo me llevaría hacia el exterior, desde donde podría emprender el camino de vuelta a Carrera Blanca, a concluir con la misión, llevando conmigo la tablilla de dragón para Farengar.

A lo alto de las escaleras bastó accionar una manivela para que se abriera ante mí la puerta que, ya sin lugar a dudas, sería mi pasaje de salida. Antes de cruzarla, miré por sobre mi hombro hacia el que sería finalmente un sitio de descanso para todas las criaturas a cuyas vidas había puesto fin a mi paso. Con ese último pensamiento en mente, salí al exterior.

Estaba seguro de nunca haber estado tan agradecido y aliviado de ver el paisaje frío y perpetuamente invernal de Skyrim. La salida me había conducido hasta una parte alta en la montaña desde donde podía apreciar en todo su esplendor el cielo plateado de la mañana y el extenso paisaje lleno de colinas, bosques, ríos y montañas que la vista me ofrecía. Aspiré el viento frío deleitándome con la sensación de poder respirar aire fresco otra vez, libre de tierra, de peste y de polvillo de huesos. Las piernas me dolían, y estaba completamente exhausto y hambriento. No sabía cómo sería capaz de llegar a Carrera Blanca, pero el oro y la tan esperada recompensa que allí me aguardaba era todo lo que había en mi cabeza.

Así que anduve. Y anduve y anduve. Sin mirar atrás y sin medir el tiempo; con un solo objetivo en mente. El de llegar vivo a Carrera Blanca y allí cobrar mi recompensa; tras lo cual podría, finalmente continuar mi camino hacia el destino que tanto anhelaba.

El camino de regreso resultó ser más corto que el camino de ida cuando encontré un atajo a través de la montaña. Pero cuando empezaba a divisar la comarca y la ciudadela sepultada en la bruma, ya estaba demasiado exhausto para seguir andando, lo cual me obligó a detenerme para comer algo, beber del riachuelo y descansar dormitando con la espalda contra un árbol. El sueño parecía a punto de vencerme, pero no quería acampar. Aún llevaba conmigo el botín y estas zonas estaban repletas de bandidos. Podría despertar sólo con lo puesto.

Aun así, pese a todo lo que luché para no dormirme, apenas mi cuerpo encontró una posición cómoda, caí completamente rendido al sueño sobre el suelo frío, con la cabeza sobre mi bolsa. No desperté hasta varias horas después.

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