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5. El túmulo de las Cataratas Lúgubres

La entrada a la siguiente estancia constaba de una bóveda circular enmarcada de dos extrañas estatuas con la forma de cabezas de dragón. En la entrada se balanceaban de forma casi espectral, al más mínimo soplo de viento de las aberturas del techo, densas cortinas conformadas de telas de araña.

Avancé con repulsión. La sensación de los finos hilos de las telarañas rompiéndose contra mi piel cuando me abrí camino entre ellas era pegajosa y desagradable. Me deslicé a través de las cámaras caminando despacio y con cautela. Iba encontrando a mi paso mesones de piedra con grabados extraños que les otorgaban un aspecto elegante y fino, sobre los cuales reposaban grandes jarrones y urnas para ofrendas. La esperanza de que albergaran oro y joyas me llevó a inspeccionar su interior una a una; pero mi decepción iba creciendo. No era capaz de encontrar más en ellas que unas cuantas monedas de oro que poco sumaban a la miserable cantidad que ya traía en los bolsillos. Un triste par de monedas viejas e impregnadas del aroma a óxido y humedad dentro de urnas polvorientas no se parecían en nada a las riquezas inconmensurables de las que Farengar me había hablado. Después de todo... había sido un chiquillo ingenuo.

Decidí que, si no conseguía nada de valor en este sitio que recompensara mis esfuerzos y mi viaje, entonces sin duda su dichosa tablilla draconiana habría de valer algo. Tristemente para Farengar, no vería jamás ni la tablilla ni el oro que obtendría a cambio de ella cuando la vendiera a alguna caravana Khajiita.

Avancé con determinación, convencido de que encontraría su maldito tesoro; y ya me tocaría decidir si le haría entrega del cual o no. Todo dependía de que tanto de las supuestas "riquezas nórdicas" por las que este tipo de ruinas eran famosas fuera capaz de recuperar en este decadente hervidero de huesos y skeevers muertos.

Conforme me adentraba en las ruinas, me iba percatando de que la naturaleza se había abierto paso entre la piedra echando gruesas raíces que serpenteaban por el piso, el techo y las paredes, haciendo cada vez más difícil el camino. Crecían libremente dentro, como si nada hubiese habitado en este lugar por siglos... o quizás milenios.

Caminé con cuidado a través de la piedra y la vegetación, internándome cada vez más profundo y preguntándome a cuantos metros bajo tierra me encontraría antes de dar con aquello que había ido a buscar allí... si es que realmente estaba allí. Con cada hora que pasaba, sentía que el aire se iba haciendo más denso y difícil de respirar, y me volvía más y más claustrofóbico; a la vez que iba perdiendo minuto a minuto las esperanzas de cumplir con la misión.

Cada paso que daba parecía remecer las paredes o hacía temblar el techo sobre mi cabeza, desprendiendo piedrecillas y espesas nubes de polvo que me caían sobre los ojos y se me metían por las vías respiratorias, haciéndome toser con la garganta y las fosas nasales irritadas.

Cada tanto iba encontrando en mi camino la bienvenida y apaciguadora luz de velas y antorchas que ardían todavía gracias a alguna especie de magia antigua y desconocida. La luz alumbrando mi camino me reconfortaba en cierta manera.

Entre más avanzaba, el camino se encontraba cada vez más derruido. Sentía sobre mí los ecos reverberantes de un cielo a punto de colapsar sobre mi cabeza y el murmullo de alguna especie de ventisca que corría por los pasillos y cuyo origen me costaba determinar. ¿Me estaba llevando mi camino a un área abierta? ¿Aun cuando sentía que todo lo que hacía era bajar?

La angosta cámara se abrió de pronto a una sala más amplia con una puerta de barrotes al fondo, una palanca en el suelo, y a lo alto, por encima de la puerta, tres grabados idénticos sobre la piedra con la forma de rostros humanos, en cuya boca abierta se hallaban engarzadas grandes placas de roca que tenían cada una la forma de un animal diferente; cuya silueta no me costó asociar: una serpiente, un pez y un águila. El rostro del medio había colapsado sobre el suelo y se encontraba caído a poca distancia de la puerta, sepultado en los adoquines del piso. Contra la pared lateral izquierda había tres pilares con grabados similares. Cuando me acerqué a inspeccionarlos me percaté de que giraban sobre un eje. Era una especie de acertijo que no tardé mucho en descifrar. Bastaba con hacer coincidir las figuras grabadas en los pilares de cara al frente con los grabados en los rostros sobre la puerta. Giré cada pilar por separado para completar el acertijo, pero algo llamó mi atención. Moverlos fue demasiado fácil para lo que se esperaría de mover un mecanismo que ha estado hace siglos abandonado e intacto. Alguien había estado aquí poco antes que yo.

Al terminar de girar el último, escuché un crujido, y ya confiado, me acerqué a la palanca en el piso. La puerta se abrió ante mí, permitiéndome la entrada.

En la estancia conjunta descansaban un cofre y dos urnas. No me molesté en abrirlos. El área me condujo por un pasillo angosto donde me esperaba una escalera de madera y aspecto endeble que bajaba en forma de espiral y cuyos escalones pisé con sumo cuidado, seguro de que un paso en falso me llevaría a una aparatosa caída. Esta me condujo hacia una cámara oscura y fría, repleta y completamente tapizada de telarañas. La sola visión de aquello me produjo nauseas; aunque a la vez me dio una ligera idea de qué me aguardaba más adelante. Había visto un paisaje similar antes, durante mi escape de Helgen, momentos antes de encontrarme con esas terribles arañas gigantes.

Como si hubiese sido capaz de predecir mi futuro, en el centro del lugar, donde el cúmulo de telarañas se hacía más espeso y donde se hallaban esparcidos los restos de algún viajero menos afortunado que yo, hallé el nido de una de aquellas escalofriantes criaturas. Esta era gigantesca, y se descolgó desde el techo en cuando advirtió mi presencia, sin dudarlo un instante antes de empezar a atacarme. Escupió una bola gomosa de veneno en mi dirección, que esquivé por poco y concentré en las palmas la energía necesaria para lanzarle una potente llamarada. Abatirla fue demasiado fácil, lo cual me hizo sospechar que quienquiera que hubiese sido el viajero que había estado aquí antes que yo, dio una buena pelea antes de ser medio—devorado por la criatura que ahora yacía inerte y sin vida en medio de su nido. Entre los restos del viajero encontré un diario, algunas monedas y otro par de cachivaches de poca importancia; pero también hallé la primera cosa en todo este largo y tedioso camino lleno de restos y antigüedades sin valor, a lo que posiblemente podría llamar un "tesoro". Se trataba de una extraña garra con los mismos grabados de las placas de piedra del acertijo que me había abierto las puertas anteriormente. Pero lo que más llamaba la atención de su aspecto, es que estaba hecha de oro. No supe decir si sólo estaba bañada en oro o confeccionada a partir de aquel valioso metal, pero sin duda tendría más valor que las monedas viejas y armas destempladas que había hallado hasta ahora. La guardé en mi bolsa, empezando a creer que después de todo, esta misión valdría la pena; e intentando convencerme de que sólo era el primer hallazgo de muchos más que probablemente me convirtieran en alguien un poco menos pobre al salir de este sitio.

Continué mi camino ya de mejor humor, pero este no duraría demasiado antes de darme cuenta de qué era lo que me esperaba al frente.

Lo primero que despertó mi suspicacia fue el encontrarme con lo que parecía ser un sepulcro repleto de cadáveres de guerreros nórdicos. El lugar estaba colmado de una casi insoportable peste a muerte y putrefacción. Contuve los deseos de vomitar. El aire estaba más pesado que nunca y sólo respirarlo me llenaba de una curiosa ansiedad. Algunos cadáveres estaban perfectamente conservados, obra de la momificación. Pero otros se hallaban reducidos hasta los huesos. Recordé las advertencias de Farengar. ¿Estaría refiriéndose a esto cuando me advirtió de los peligros que merodeaban el interior de estas ruinas? ¿Cuánto daño podría hacer un cadáver?

Lo había oído antes, a decir verdad. El rumor de que aún en tiempos actuales, los restos de los antiguos guerreros nórdicos custodiaban celosamente sus sepulcros. Pero ¿hasta qué punto eran reales las historias? ¿Eran tan metafóricas como me hubiese gustado creer en aquel momento?

La respuesta a mis dudas llegó, para mi desgracia, tan pronto como estas inundaron mis pensamientos, en el instante en que un feroz gruñido y el sonido de varios cuerpos moviéndose pesadamente dentro de los sepulcros me petrificó en mi lugar. Tres espantosas criaturas se levantaron de su sitio de descanso, alzándose frente a mí en toda la estatura de su raza nórdica, observándome a través de sus fríos ojos, despojados de toda vida. Se acercaron moviéndose de forma errática y tambaleante, profiriendo escalofriantes gruñidos y blandiendo espadas y hachas de guerra sobre sus cabezas como el más lúcido de los guerreros.

El terror me paralizó. Nunca las había visto antes, pero de una cosa estaba seguro. No sabía cómo derrotarlas.

Corrí por donde había venido, percibiendo el silbido y la ventisca de la hoja de un arma pasando demasiado cerca de mi cabeza. Podía sentir a las criaturas pisándome los talones; el soplo frío de su aliento sobre mi nuca cuando arrastraban gruñidos desde alguna parte de su garganta. Sabía que aún si lograba preparar exitosamente un hechizo de fuego, no tendría el trecho suficiente de espacio y tiempo para girar sobre mí mismo y atacar con este a las criaturas antes de que me cayeran encima. Por lo cual, mi última posibilidad se redujo a un hechizo de conjuración que llevaba tiempo sin usar. Antes de saberlo, estaba pronunciando las palabras de invocación necesarias. La concentración de energía emanando desde mi cuerpo y canalizada a través de mis palmas extendidas proyectó entonces una potente fuerza que se desplegó en la forma de una densa nube luminiscente, la cual, en el preciso instante en que atravesé corriendo, cobró la forma de una alta y esbelta silueta femenina envuelta en llamas. Mi carrera desesperada me llevó a tropezar, rodando una vez por el suelo con el corazón latiéndome en la garganta. Pero estaba a salvo; al menos por ahora.

Allí frente a mí, protegiéndome de la ferocidad de aquellas terroríficas criaturas, se hallaba ella. Mi fiel compañera desde mis primeros hechizos cuando era sólo un niño, durante mi huida desde Salto de la Daga y hasta ahora. El único ser viviente por quien, en el transcurso de toda una vida, había sentido estima y apego:

Mi leal Atronach de las llamas.

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