47. El cobarde
Tras pasarme días investigando exhaustivamente el orbe y todo con respecto a la información dada por Savos Aren y por Mirabelle Ervine, Onmund intentó convencerme de dejar el asunto tranquilo por un par de días y recuperar por completo la salud y las energías luego de las últimas desventuras, antes de siquiera pensar en lanzarme a otro viaje peligroso por otro objeto perdido, los detalles de cuya existencia estaban tan borrosos como todo lo demás con respecto al Orbe.
Sin embargo, permanecer en el colegio no evitó que continuara mis indagaciones. Por el contrario, facilitó que me lanzara de lleno en revisar El Arcano de parte a parte, buscando libros con respecto al tema. Me hallaba en ese momento con la nariz metida entre las páginas de «El Anuad de los Niños», pues Urag gro-Shub me había dicho que relataba la creación del mundo y creí que allí podría encontrar algo sobre Magnus, pero se trataba en cambio de lo que parecía ser otra interpretación de la historia, con los hermanos Anu y Padomay como exclusivos protagonistas.
—Supongamos que el Augur está equivocado —concedí, en favor de las dudas de Onmund, aunque me costaba creer que pudiese mantenerse incrédulo ante los dichos de un ente sobrenatural y omnisapiente—. Mirabelle dijo que no tiene dudas de que exista el Bastón de Magnus, ¿puedes creerle a ella? —reafirmé con ello mi resolución de buscarlo.
—Te creo a ti —repuso él, ojeando el libro que él mismo tenía en las manos: «El Arte de la Magia Guerrera»—. Pero Mirabelle también dijo que nadie lo ha visto en décadas y el Augur afirmó que reposa en el confín del mundo. ¿Cómo pretendes que lo encontremos?
—Skyrim es el confín del mundo —dije, irritado—. ¿Y por qué, sino, los magos del Sínodo lo estarían buscando aquí? —Aquella nos había contado que una organización de magos con base en Cyrodiil había aparecido hacía poco con preguntas extrañas y un interés exagerado en el tema—. A las ruinas de Mzulft es a dónde se dirigían. De manera que yo también.
Onmund cerró su libro de golpe, provocando que el bibliotecario Orsimer nos arrojase una mirada de advertencia con un gruñido bajo, lo cual nos amedrentó y nos hizo bajar la voz.
—Otra vez con eso... ¿Qué fue lo que dijimos?
—Yo no he dicho nada; lo has decidido tú solo. Si quieres quedarte aquí es cosa tuya.
Le quité el libro de las manos y me aparté de él para ir a dejar ambos a su sitio correcto, pero Onmund me atajó por la muñeca. Empezaba a enojarme que creyese que podía ponerme las manos encima todo el tiempo para obligarme a andar o a detenerme. Se la arrebaté de un manotazo, pero esta vez me asió por los hombros.
—Seamos racionales. —Di vuelta los ojos. Un nórdico bárbaro queriendo ser racional...
—El tiempo se agota —le dije, ahora más serio—. La Noche de las Lágrimas... —mascullé.
—Eso no le pasará al Colegio. En todo caso, no todavía. Ancano no tiene nada que informar a los Thalmor, y esos sujetos del Sínodo probablemente se estén congelando las pelotas en Mzulft sin hallar nada; porque no es su destino. Es el tuyo —ultimó.
Sacudí la cabeza, sin dar credibilidad a sus palabras.
—No creo en el destino. Y aunque lo hiciera, el que lo sea no quiere decir que las circunstancias del cual se doblegarán en mi favor. Las cosas seguirán su rumbo sin aguardar por mí.
—Estoy seguro de que aguardarán un par de días —afirmó Onmund—. Un mes.
—Ni hablar.
—Dos semanas —afanó.
—No lo estoy negociando.
—Una semana —dijo, retirando una mano de mi hombro para erigir un dedo frente a mi rostro—. Solo una semana. Podemos continuar investigando mientras tanto; prometo que te ayudaré a hacerlo. Luego partiremos hacia allá. —Levanté las cejas. En algún momento había decidido que vendría conmigo también en este viaje. Y yo sabía que era inútil oponerme a ello—. Pero necesitamos más información al respecto, reunir dinero, las provisiones adecuadas... Este viaje no nos puede sorprender tan poco preparados como el último. Hay más cosas en juego.
Respiré hondo, armándome de paciencia. En el fondo... tenía razón.
—Si llegamos allá y los idiotas del Sínodo se han ido con el Bastón te asesinaré —le advertí—. Te romperé todos los huesos, excepto la columna, porque planeo sacártela y usarla como su remplazo.
—Cuánta violencia —fingió indignarse, pero ocultaba una sonrisa en los labios.
Pasó de sujetar mis hombros a rodearlos con uno solo de los brazos y me impelió a caminar con él. Como un estúpido, me dejé guiar. Ya no tenía fuerzas para oponerme a su personalidad avasalladora. Prefería reservarlas.
Devolví mi libro y luego fuimos hasta el siguiente para devolver el suyo. Recordaba perfectamente de dónde lo había sacado Onmund y lo maldije con todas mis fuerzas en cuanto llegó el momento de retornarlo y me encontré con un obstáculo.
Él lo había tomado de la repisa más alta del estante. Onmund me contempló en expectación con una sonrisa en los labios. Esperaba que me estirase y me balanceara sobre las puntillas de los pies intentando alcanzar la repisa para poder burlarse de mí, pero no le daría ese espectáculo.
En cambio lo fulminé con una mirada y le devolví el libro, empujándoselo contra el pecho, sin moverlo una pulgada.
—Gracias —lo recibió él, y lo devolvió sin problemas a su sitio correcto, solo estirando el brazo. Luego de eso volvió a rodearme los hombros y me dirigió a la salida de la biblioteca—. El Orbe permaneció por siglos enterrado. Ni Ancano, ni los magos del Sínodo podrá desentrañar sus secretos en un par de días... y tú tampoco —adujo para tranquilizarme... pero solo consiguió el efecto contrario.
A partir de ese día, tal y como había prometido, me acompañó en la biblioteca durante mi investigación, y leyó conmigo cada página de cada libro que hallé al respecto. Pero no solo él. Brelyna y J'zargo nos acompañaron uno que otro día. El segundo se obsesionaba por libros de magia y poder, los cuales se negaba a compartir y respecto a los cuales actuaba secretivo y artificioso, mientras que Brelyna me convencía de leer otro tipo de cosas. Así di con lecturas tan ilustrativas como la historia de Skyrim, sus nobles y héroes —en cuyas hazañas Onmund participaba aportando sus propias historias, emocionado como lo estaría cualquier nórdico de sus raíces y leyendas—... hasta con otras tan frívolas como «La Lujuriosa Sirvienta Argoniana».
Exceptuando ese último y muy vulgar título —el cual descubrí tarde de qué trataba, y debía de haberlo adivinado por la expresión en el rostro de Onmund y J'zargo cuando me lo entregaron sin dejarme ver la cubierta y el modo en que me observaban leerlo, para culminar en carcajadas cuando la realización cayó sobre mí, haciéndome cerrar el libro de golpe con las mejillas encendidas y lanzárselos de regreso, pues no pertenecía a la biblioteca del Orsimer—, Onmund no sabía en realidad nada de libros, por lo que una compañera mucho más eficiente de estudio fue Brelyna. Y mi pasión por estos me impedía rechazarla cuando me ofrecía nuevas lecturas, aunque no se trataran en tema que investigábamos y las cuales devoraba en una o dos noches.
Por otro lado, el hábito pasó de resultarle tedioso a Onmund a volverse tolerable, en cuanto encontró el tipo de libros que eran más de su agrado, gracias a las recomendaciones de J'zargo en temas de poder y guerra, y finalmente terminó por resultarle agradable. En más de alguna ocasión se llevó algún libro de El Arcano para continuar leyéndolo más tarde en su habitación; otro, claro, que no fuera «La Lujuriosa Sirvienta Argoniana»...
Una de aquellas noches sin deberes del Colegio y tras pasarnos el día en la biblioteca, me convencieron entre los tres de ir a tomar algo en la posada de Hibernalia. Allí ocupamos una mesa alejada y pedimos aguamiel, pasteles de carne, dulces de crema y caramelos de nuez. Igual que como siempre, no participé demasiado de la charla; no obstante... al igual que con Onmund y la lectura, en algún momento había dejado de simplemente tolerarla a que hubiera ocasiones en que incluso la encontrara agradable.
Me resultaba más fácil dar una opinión respecto a los temas que se discutían y ya no me importaba ser a veces el centro de las bromas; pues eventualmente llegaba el turno de todos, y mis compañeros aceptaban el suyo sin animosidad; incluso el arrogante J'zargo, quien se reía con una risa baja y gutural, como un ronroneo.
Y así, entre la comida y la bebida, las risas y la música, el calor del hogar en el centro de la taberna y el aroma de las cocinas, me di cuenta de que estaba cómodo. De que me encontraba a gusto... De que me sentía bien.
Pero aquello no habría ocurrido jamás sin Onmund.
Por el rabillo de los ojos yo le observaba charlar animadamente con nuestros compañeros cuando no se estaba dirigiendo a mí, pero él jamás me quitaba su atención por demasiado tiempo. Su brazo grande y pesado; pero cálido, encontraba siempre asidero alrededor de mis hombros durante las risas; sus miradas chispeantes de admiración buscaban primero la mía cada vez que Brelyna nos compartía alguna de sus agudas conclusiones con respecto a la clase de ese día, y no perdía la ocasión de alguna acotación bromista en mi oído cuando J'zargo acaparaba la escucha de todos los de la mesa —y también las circundantes— con sus hazañas sobre sí mismo y sus ínfulas de grandeza.
Y de pronto... ya no estaba solo.
Le tenía a él; pero no solo eso. Con él había llegado a conocer también más a fondo a Brelyna y a J'zargo. Me agradaba lo lista que era la chica Dunmer. Habíamos comenzado a intercambiar apuntes de las clases y a estudiar juntos algún tema que nos hubiese llamado la atención, perdiéndonos en las quimeras más descabelladas y en las filosofías más abstrusas, al tiempo que Onmund y J'zargo payaseaban, mientras que había descubierto también que, por debajo de esa coraza arrogante del Khajiita, había solo un gatito muy inseguro y temeroso de no ser suficiente, pero también un soñador; con grandes aspiraciones de ser un día el Archimago del Colegio de Magos de Hibernalia.
En cuanto a Onmund, no era que saber cosas con respecto a él fuera una tarea laboriosa. Era un libro abierto con todos. Sin embargo, tenía un lado que no mostraba a todos los demás. Ni aún incluso a mí... Y a veces había cosas que deseaba preguntarle. Que quería saber de él.
Cuando ponía su mirada nostálgica en el horizonte, cuando paraba de parlotear y se callaba con aspecto melancólico y ajeno... ¿En qué pensaba? ¿En su familia? ¿Alguna vez albergaba dudas con respecto a sus propias metas o a estar siguiendo el camino correcto? Era difícil imaginarlo, dada su convicción y certeza implacables frente a todo... pero yo estaba seguro de que algo debía esconderse detrás de esa mirada siempre viva, llena de energía electrizante.
Y, como no me había ocurrido nunca con ninguna otra persona... yo quería saberlo.
La comida ya casi se acababa en la mesa y apenas habíamos pedido la segunda ronda de aguamiel cuando una viajera bardo, quien intentase ganarse unas monedas, se puso a cantar en medio del lugar las ya consabidas, trilladas y cursis tonadas favoritas de la región.
Cantó la de Ragnar el Rojo y la Era de la Opresión.
Y entonces cantó una que me era por completa desconocida.
—El héroe, guerrero aclamado, llegó... ¡Se acerca! Ya llega... el Sangre de Dragón.
Me volví de piedra, víctima de horribles escalofríos.
Miré a mi alrededor moviendo solo las pupilas, intentando moderar mi respiración. ¿Quién era la mujer? ¿Por qué había venido hasta aquí con versos como esos?
—¿Esa canción es nueva? —comentó Onmund—. No se la había oído a ningún bardo.
—¿Que no la habías oído? Se ha vuelto popular en las tabernas de todo Skyrim —Enthir había surgido desde algún lado y se encontraba ahora a espaldas de Brelyna y J'zargo—. Viajé al sur, recientemente, por una carga de... «artículos mágicos». Y la escuché en cada taberna que visité.
—Con su voz poderosa como el arte ancestral —continuó recitando la bardo—. ¡Creedme!, se acerca el Sangre de Dragon.
—Que canción más estúpida... —mascullé entre los dientes, encogiéndome de hombros como si de esa forma pudiese impedir el paso de música a mis oídos, sin éxito.
Onmund me observó perplejo, torciendo una media sonrisa:
—¿Qué tiene de malo? Es buena.
Le di un trago largo a la botella de aguamiel y la bebida cálida y dulce se deslizó apenas por mi garganta cerrada.
—¿No crees en la leyenda? —dijo Enthir con una risa ronca y procedió a relatar lo que sabía con ademanes y una voz teatral—. Mató a un dragón en la Atalaya Oeste de Carrera Blanca y se devoró su alma. Entonces la tierra tembló y se escuchó un grito provenir dese la Garganta del Mundo.
Esa información nueva hizo que tragara con más dificultad el siguiente trago de aguamiel.
—¿Y se supone que te creamos? —repuso Brelyna, harta de su irrupción.
—No me crean a mí, pueden creerle a todos en Carrera Blanca. En la Yegua Abanderada todos hablaban de ello.
Perdí el aliento y empecé a temblar. Recé a Los Divinos porque a Onmund no se le ocurriese ponerme ahora el brazo sobre los hombros, o lo notaría sin duda. Afiancé mi botella de aguamiel para que no se notara en el trémulo de mis manos.
Pero Brelyna seguía sin dar crédito.
—Piérdete, Enthir. Ya me quitaste el apetito; ahora me inclinarás a la bebida —dijo, empinando su propia botella.
Ambos habíamos sufrido las consecuencias de las artimañas de Enthir, y Onmund también tenía razones para desconfiar de él, pero J'zargo se llevaba bien con el elfo, pues este le conseguía los grimorios más difíciles de adquirir, así que todavía había alguien en esa mesa brindándole atención e impidiendo que se largara.
—J'zargo quiere oír el resto. Si lo han visto... sabrán cómo luce, entonces —indagó, y sentí vértigos, como si el suelo se hubiese vuelto movedizo bajo mis pies.
Si empezaba a describirlo, si alguien en Carrera Blanca había acertado con su aspecto, este me describiría. Tuve el impulso de levantarme y correr, quizá de esa manera pudiera evitar que empezaran las comparaciones y le asociaran de cualquier manera a mí. Pero eso solo levantaría sospechas. Hiciera lo que hiciera, estaba perdido. Aún si encendía el cuerpo de Enthir en llamas para callarlo.
Por lo que continué mortalmente silencioso, atenido a lo que fuera que pasara ahora.
—Diferente a todos los Sangre de Dragón que se conocían hasta ahora —dijo Enthir—. Dicen que es más joven de lo que uno se esperaría.
El mundo terminó de colapsar bajo mi asiento y me incliné sobre la mesa, mareado.
—¿Aszel? —lo maldije todo; empezando por mí, por no poder mantener la compostura. Ahora Onmund lo había notado.
—Es... el aguamiel. Bebí demasiado... —mentí. Y Onmund pareció creérselo, pues me quitó la botella de las manos y rogué que no las viera temblar.
Enthir prosiguió, haciendo caso omiso de nosotros.
—Algunos dicen que era muy alto; otros... más bien bajo.
Encontré una inesperada luz en medio de la oscuridad. Aquello me dio una esperanza. Si no había un consenso al respecto, quería decir que nadie estaba seguro. Había gente que debía haberme visto y que recordaba mi aspecto, pero la información se había vuelto imprecisa al pasar de una boca a otra y ahora nadie podía saber cuál era la correcta.
—El acuerdo popular parece ser que es apuesto. Y desde luego que eso causa mucho cuchicheo entre las chicas —dijo, inclinándose hacia Brelyna y rodeándole los hombros, a lo que esta se libró con poca amabilidad—. Si diera la cara, podría escoger una esposa entre las mujeres más bellas de Skyrim.
Como si eso me importara... La última mujer con la que había tenido lo más parecido a contacto íntimo en toda mi vida me había desnudado mientras estaba inconsciente.
—Una cosa sí es segura; exterminó al dragón con una llamarada de aliento de fuego.
Tanto Brelyna como Onmund rompieron a reír. Yo sacudí la cabeza. ¿La gente en verdad creía todo eso? Sí, había matado al dragón con magia piromante, pero ¿aliento de fuego? Podía ver que había mucho gusto a leyenda todavía incluso alrededor de la realidad. Según las personas de Carrera Blanca, yo era el sangre de dragón; pero bien podría serlo Ulfric Capa de la Tormenta; pues hasta donde sabía, él también podía usar el Thu'um. Él tenía mucho más sentido, ¿por qué las personas preferían creer que era alguna clase de guerrero misterioso?
—¿Cuántas botellas llevabas encima cuando te contaron la historia? —opinó Brelyna—. O más bien, ¿cuántas llevaba la persona que te la contó?
—Puedes pensar lo que quieras, preciosa, yo solo repito lo que oí en Carrera Blanca.
Enthir se irguió de pronto, con más seriedad, y tuve la sensación de que estaba por marcharse, lo cual agradecí.
—Sin embargo... no se hagan muchas ilusiones de verlo. Es un cobarde que escapó en cuanto tuvo la oportunidad. Dicen que no acudió al llamado de los Barbas Grises en Alto Hrothgar y que desapareció sin dejar rastro. No quiso cumplir la profecía; le dio miedo.
—Si J'zargo fuese el Sangre de Dragon, no hubiese huido. La profecía lo eligió mal —adujo el Khajiita.
Y, por primera vez, estuve de acuerdo en algo con él.
Pensé que Enthir se iría por fin, pero todavía parecía quedarle aún una cosa que decir. Pero ahora todo rastro jocos se había borrado de sus rasgos:
—Por otro lado... hay quienes dicen que es el responsable de estar despertando a los dragones de sus tumbas en Skyrim. Que vino en compañía Alduin y que este le salvó de ser ajusticiado en Helgen por ese motivo. Puede ser el héroe... como también el villano de la historia. —El elfo se dispuso al fin a marcharse, no sin una última acotación—. Aunque si me lo preguntan... con solo haberse negado a salvar a la gente inocente de Skyrim de la amenaza, eso ya le convierte en un ser malvado por definición.
Dejé de temblar de manera abrupta. Ahora me hallaba convertido en piedra.
Una vez Enthir se hubo ido, balanceándose sobre los talones, evidencia de que había estado bebiendo, lo cual restaba otra parte de credibilidad a sus historias, la conversación perduró en la mesa por un tiempo más.
—Aliento de fuego —se rió Brelyna—. ¿Tenía alas también? ¿Una cola escamosa?
—Las historias tienden a exagerar. Aún así... es fascinante —opinó Onmund.
—Sólo son rumores. No crean en esas estupideces —les espeté con sequedad, y me levanté para salir e la taberna, sin deseos de oír más.
Brelyna y J'zargo no me siguieron... pero Onmund sí. Y debí haber adivinado que lo haría.
Lo último que escuché antes de precipitarme fuera de la puerta, fue el último verso de la canción de la bardo:
—Ha venido a acabar con toda la maldad...
****
Afuera el viento nocturno hizo que lamentara mi decisión. No podía estar afuera con ese clima endemoniado; era la taberna o el colegio, pero tampoco tenía deseos de volver allí tan pronto y enfrentarme nuevamente a la situación de Saarthal, que todavía no había podido resolver. Me hallaba impotente y atrapado. Decidí que no podía seguir escuchando a Onmund. Debía viajar lo antes posible a Mzulft.
Y luego pensé que quizá no era que de pronto el asunto de Saarthal me apremiase. No lo había hecho durante toda la semana, tiempo que había prometido a Onmund.
Solo quería escapar otra vez. Desaparecer hasta que la canción se desvaneciera de la memoria de la gente de Hibernalia. Y con ello, cualquier peligro asociado.
—¿Te encuentras mal? ¿Quieres que volvamos al Colegio? —dijo Onmund, inclinándose para verme mejor al rostro.
Negué.
—Solo necesitaba un poco de aire.
—Te afectó muy pronto el aguamiel; eso no te había pasado. Aunque... no te culpo, con la charla de Enthir, cualquiera se marearía más rápido.
Agradecí sus intentos de hacerme sentir mejor, pues camuflaban con éxito los verdaderos motivos y cualquier necesidad de indagar al respecto.
Nos quedamos en silencio, contemplando las auroras boreales que surcaban el cielo, listándolo de trazos resplandecientes de colores que velaban las estrellas, que por una vez, eran visibles.
—¿Qué piensas? —pregunté a Onmund—. Sobre todo el asunto.
Había estado convencido de que todo lo que quería era dejar el tema y olvidarlo lo más pronto posible... pero repentinamente deseaba saber qué creía él al respecto, y albergaba la esperanza de que su visión siempre tan pragmática de las cosas me ayudase a verlas desde otra perspectiva y sirviera para calmar mis inquietudes.
Era tan escéptico con todo y eso solía irritarme cuando se trataba de todo lo referente al ojo de Magnus. No entendía cómo había accedido a ayudarme a buscar al Augur; aunque sospechaba que eso se trataba más de gratitud por lo de su amuleto. Pero ahora me vendría bien su opinión objetiva y sin influencia de las habladurías fantasiosas.
—Pienso que si tanta gente lo vio... puede que sea real. Pero también creo que hay mucho de mito alrededor, emborronando lo hechos.
Asentí, un poco más tranquilo.
El mago de la tormenta se apoyó en las balaustradas del pórtico fuera de la taberna y miró hacia el mar del norte. No era gris esta noche, obra de las nubes, sino negro como el vacío. El Colegio parecía flotar encima de la nada.
—Aun así... es sencillamente fascinante. Alguien dueño de tal poder... poseer el alma de la criatura más temible y poderosa que ronda en la tierra. Compartir la raza del mismísimo Alduin, el dragón negro devorador de mundos...
—Eres mas listo que eso —protesté. Ni siquiera yo creía el asunto del «alma de dragón».
Onmund se rió. Pero luego, se volvió pensativo.
—Tampoco creo... que él tenga que ver con el regreso de los dragones ni que los haya enviado a devastar Skyrim —continuó, y eso me devolvió otra parte de la calma.
Sin pretenderlo, esa última parte me había sentado incluso peor que la profecía. Se contradecía por completo a mi postura en cuanto al poderío propio, sin participación de entes ajenos o fuerzas externas.
—Pero... si está en sus manos acabar con ellos y proteger a las persona —prosiguió Onmund—, creo... que al menos debería intentarlo.
Algo se estremeció en mi interior con lo último. Otra vez esa sensación odiosa... Como si tuviera alguna clase de responsabilidad para cumplir con sus expectativas.
¿Qué sabía Onmund?
El mismo que me había impedido de viajar para obligarme a tomar un descanso. ¿Seguiría pensando igual si se enteraba de que yo era el dichoso Sangre de Dragon? ¿Seguiría creyendo que tenía la obligación de enfrentarme a la bestia legendaria Alduin y salvar Skyrim?
Si le conocía bien... sería el primero en desaconsejármelo. De llamarme lunático por querer embarcarme en ello.
Estuve a punto de incurrir al respecto, cuando una serie de pasos sobre la nieve nos alertó. Sonaban como una carrera primero, pero luego se debilitaron al acercarse a la taberna.
Los dos levantamos la vista al mismo tiempo.
Una figura anciana con aspecto deplorable se tambaleaba sobre piernas temblorosas. Le surcaba el pecho una herida sangrante, cuya hemorragia intentaba mantener a raya solo con sus manos rugosas y débiles:
—¡A-ayuda...! —jadeó, antes de desplomarse.
Onmund saltó la barda y se lanzó en su auxilio sin perder un instante. Una vez junto al anciano, lo alzó del piso frío y lo acunó con su brazo:
—¡¿Qué te ha ocurrido?! —le preguntó.
Noté entonces que el anciano estaba descalzo, con los pies rojos y sangrantes, roídos por el hielo y la nieve, que sus ropas estaban mojadas y escarchadas, y que le rodeaba el dedo delgado y frágil la línea de una alianza de matrimonio que ya no estaba allí y en cuyo lugar había un rasguño largo hasta el nudillo, como si se lo hubiesen arrancado.
—Bandidos... —jadeó el viejo—. Los bandidos... de Tel... Vos —se esforzó, aunque la pérdida de sangre comenzaba a arrebatarle las fuerzas.
—¡Ayuda! —gritó Onmund en la dirección de un guardia, quien se detuvo a medio camino de acudir y luego volvió sobre sus pasos al advertir la situación, para alertar a alguien.
Onmund concentró su energía en la mano contraria a aquella con la que sostenía al anciano y desplegó de su palma un aura pálida que concentró en la herida del hombre.
Era un hechizo débil de restauración. Quería ayudarlo, pero no había concentrado nunca mis esfuerzos en esa rama. Todo lo que sabía era teoría, y fallaba constantemente en las clases de la maestra Colette, de restauración.
Solo conocía la destrucción. Los medios para acabar la vida; no para protegerla.
Me hallaba por completo impotente. No pude hacer otra cosa sino permanecer de pie, paralizado junto a Onmund en lo que este llevaba a cabo esfuerzos infructuosos, pues la hemorragia no cesaba.
—El naufragio... Los bandidos... Mi alianza —continuó mascullando el hombre, en gimoteos monocordes, cada vez más débiles. Levantó en alto la mano temblorosa sin el anillo, pero esta se desplomó sobre la nieve al poco tiempo.
—Mi... alianza...
Y allí mismo, entre los brazos de Onmund, pese a sus esfuerzos... el anciano dejó de respirar.
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