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44. El Podridero bajo el Colegio

Apenas abrir la trampilla, me saludó un túnel negro como boca de lobo. Ni aún alumbrando con una linterna podía verse demasiado, y no tenía idea de qué tal larga era la caída, por lo que tuve que valerme de dejar caer una piedrecilla para calcular la altura.

Resultó que no era demasiada, y, afianzando mi escaso equipaje conmigo, salté y la oscuridad me tragó.

Abajo, me encontré con un pasadizo igual de oscuro, largo y serpenteante como el interior de un gran gusano de piedra. El ladrillo enmohecido de los laterales parecía demasiado cercano. Desprendía una humedad apestosa y fría que se impregnaba a través de la ropa y mordisqueaba la piel.

Frío, encierro y oscuridad. El tipo de lugares que más odiaba en todo el mundo. Avancé a regañadientes, desalentado desde ya por la hostilidad que anticipaba mi viaje.

No imaginaba que mis pasos resonando contra la piedra fueran a alertar a nadie en el colegio; igual que como en las mazmorras en lo profundo de las montañas, no creía que nada vivo pululara por aquel lugar. Pero aquella no era precisamente una afirmación alentadora. En lugares como aquellos, una cosa no tenía que estar viva para poder matarte.

El primer vestigio de mano humana (presumiblemente), apareció en la forma de un bracero que ocultaba una silueta en la oscuridad. Me preparé para ser atacado, pero la silueta no parecía corresponder a ninguna clase de criatura. Usé una llamarada para encender el brasero, y me sorprendió una suerte de escultura hecha con un torso humano, una cabeza de venado, y dos largas astas de alce que caían por sus costados a modo de alas. Una muy sobrecogedora pieza de arte, que más bien parecía una mala y muy tétrica broma.

Continué avanzando, sintiendo un incesante cosquilleo sobre la nuca cuando dejé atrás la escultura, creyendo que me atacaría por las espaldas en cualquier momento. Y finalmente el túnel me condujo a una especie de prisión como la que no me había esperado para nada encontrar. ¿Un calabozo bajo el Colegio de Hibernalia?...

¿Por qué?

La estancia era grande y cuadrada, de dos plantas, por completa hecha de ladrillo oscuro, y al frente había cuatro claraboyas semicirculares dotadas de barrotes oxidados, de las cuales solo una estaba abierta. Una escalera de ladrillos bajaba a la planta inferior, y la descendí con cuidado, pues la piedra estaba húmeda y resbaladiza, cubierta de un fino escarceo de hielo que me avisó que la naturaleza probablemente había reclamado ya una gran parte de la arquitectura allí debajo y que no tardaría en encontrar paisaje natural.

Bastó asomarme a la claraboya abierta para corroborar esa suposición al advertir un tenue resplandor azulado del otro lado, a la luz del cual pude distinguir formaciones rocosas que me avisaron que si me desviaba del camino me perdería sin duda en otro laberinto de túneles y recovecos naturales, de manera que seguí por el camino construido por mano de mortales, hacia un arco de piedra en una de las paredes laterales de la planta baja de la prisión.

Otro vestigio humano apareció frente a mis narices; uno mucho más hostil. Una silla aledaña a una pared de la que pendían dos grilletes puestos ahí con la clara intención de retener al ocupante de la silla; pero no solo eso. Manchas oscuras desecadas, con cierto tinte carmesí y un potente olor a putrefacción. Probablemente todo lo que quedaba de quienquiera que hubiera ocupado ese asiento anteriormente. ¿Qué clase de historias nefastas se escondían en aquel lugar? ¿Habría conducido alguna vez el impoluto y noble Colegio de Magos de Hibernalia prácticas que se contradijeran con aquella intachable reputación que se afanaban en esparcir?

Me costaba creerlo... Pero haría indagaciones más tarde.

Inseguro sobre continuar en soledad, cedí a mis miedos e invoqué a Ysyn, mi Atronach de las llamas. Mi dama ígnea apareció junto a mí en una voltereta e inundó la estancia de una iluminación rojiza con las llamas que envolvían sus formas. De pronto todo mi miedo se desvaneció y me sentí menos solitario:

—Tenemos que llegar al fondo de esto —le dije, antes de empezar a caminar, seguido de ella.

Nuestro camino nos llevó por más y más túneles, por los que temí perderme y nunca más ser hallado. Cada vez que debía internarme en otra mazmorra, me volvía más claustrofóbico.

Finalmente, los túneles se terminaron, y tal y como ya lo había imaginado, nos llevaron directamente hasta una parte del pudridero en donde la mano de hombre se acababa, y la naturaleza se había adueñado del camino, convirtiendo el ladrillo en piedra de formas irregulares, y el suelo duro en nieve y hielo.

Disparé una mirada por encima del hombro a mi Atronach y sentí pena de haberla invocado en un sitio como este, tan lejos de su elemento.

—Saldremos pronto de aquí —le aseguré, y me dedicó una sonrisa tranquilizadora.

El camino de hielo y nieve duró poco antes de volver a entrar a lo que parecía una mazmorra, y allí, uno de mis miedos se volvió realidad.

Lo reconocí por los escalofriantes gruñidos que emitía y que hacían eco dentro de las paredes de la instancia, pero lo comprobé cuando capté, en la oscuridad, una figura alta y enjuta moviéndose por las sombras, al frente. Un Draugr.

—Ysyn —le indiqué, y mi Atronach preparó en su mano uno de sus proyectiles ígneos, el cual disparó con certeza, y derribó a la criatura en la piedra.

Por mi parte disparé otro proyectil. Una bola de fuego que fue a aterrizar de lleno sobre la criatura y que la dejó inmóvil en el suelo, carbonizada y desprendiendo humo.

Mi Atronach regresó a mi lado y dio una voltereta.

—Buen tiro —la halagué.

Continuamos avanzando. El frío era cada vez más acerbo. Se colaba en la forma de un viento frío que me indicaba que debía haber alguna salida hacia el exterior en algún lugar, y se instalaba en cada rincón, formando gruesas capas de hielo, o apilándose en las orillas del suelo en pilas de nieve y escarcha.

Empezaba a sentir temblorosas las extremidades, y tenía tensa y adolorida la mandíbula en el intento de mantener bajo control el castañeteo de dientes que venía anunciándose desde mucho antes y que amenazaba con hacerme sucumbir.

—Regresa a Infernace —le indiqué a mi Atronach, pero Ysyn se apartó en cuanto abrí el portal. No quería abandonarme, y agradecí que no lo hiciera.

Así que continuamos.

Por el camino hubimos de ocuparnos de otro Draugr, y de un par de esqueletos que no representaron mayor desafío.

No obstante, cada trecho de camino me iba dando pistas más claras de que aquel lugar había sido testigo de cosas turbias, que iban muy en contra con la fachada honorable y limpia del Colegio, quien sabía si bajo conocimiento del mismo, o dirigidas por estudiantes descarriados, como lo eran la Convocadora y sus seguidores, o el mismo Augur de Dunlain; motivo por el cual su alma prevalecía atrapada en algún lugar de estas paredes.

La penumbra era apenas rota por la luz que emanaba Ysyn, y el aire estaba cargado de un pestilente olor acre, mezcla de humedad y polvo. No obstante, aun no había hecho el mayor de mis descubrimientos hasta ese momento, sin relación alguna al asunto el Augur.

Un corredor largo se abría hacia una cámara circular más amplia, en donde me detuve en seco. Allí, iluminada por un resplandor tenue y etéreo, se encontraba una estructura de aspecto asombroso. Nunca había escuchado mencionar algo parecido en las lecciones del Colegio, y mucho menos en relación con este lugar.

Se trataba de un pedestal masivo de piedra negra, cubierto con grabados en runas que parecían moverse con un flujo propio, como si sus líneas respiraran con vida. Rodeando el pedestal había un círculo tallado en el suelo, con símbolos que emitían una luz azul espectral, pulsante y rítmica, como el latido de un corazón dormido. Varias estructuras metálicas, oxidadas por el tiempo, estaban esparcidas a su alrededor, y una especie caja de ofrendas yacía abierta.

En una esquina del lugar reposaba un mesón con un solo libro, cuyo título rezaba: "Manual de la Fragua del Atronach".

Conque eso era... 

Leí solo las primeras páginas. Parecía escrito a mano y estaba dirigido a alguien a quien el autor se dirigía como su "sobrino". Como si fuera una carta o un diario, el libro relataba su paso por el colegio y hablaba de la fragua más adelante, mas se limitaba a detallar el aspecto del lugar, el cual estaba ante mis ojos, por lo que era información era del todo inútil. Por lo demás, su funcionamiento era una incógnita incluso para el autor, por lo que no vi sentido en continuar leyendo, y menos en apoderarme del libro, así que lo dejé donde estaba para hacer indagaciones propias.

Di vueltas alrededor y examiné cada runa. Me eran desconocidas, pero emanaban un poder extraño. Por un momento, olvidé por qué estaba allí. La misión que me había traído al Podridero —buscar al Augur de Dunlain— parecía de pronto menos urgente frente a este descubrimiento. Pero no podía dejarme desviar. Mis dedos rozaron la superficie áspera del pedestal antes de apartarme con decisión. Este lugar, fuera lo que fuese, tendría que esperar.

Aún así, me costó desprenderme de él para continuar mi camino. Mi corazón palpitaba con una mezcla de temor y fascinación. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí sin que nadie supiera de su existencia? Al menos, ningún estudiante, eso era seguro.

A medida que me alejaba de la Forja, una sensación persistente me siguió, como si dejara atrás un acertijo a medio resolver. Prometí en silencio que regresaría. Pero por ahora, el Augur aguardaba.

Cuando parecía que el camino no acabaría nunca, y cuando ya me encontraba cansado y débil, y me parecía haber estado durante horas transitándolo, al fin apareció la primera señal de que podía estar acercándome a algo.

Una voz espectral, grave y desvencijada provino desde algún lugar de los túneles y reptó por las paredes hasta alcanzar mis oídos.

—No hay ayuda aquí para ti.

Distinguí al frente a lo que parecía ser una abertura en una gran pared de hielo. La voz parecía provenir de allí.

—Aquí está. Tiene que ser —susurré a Ysyn—. Es hora de que regreses. Debo ir solo a partir de aquí.

La mueca triste en su rostro de llamas no se hizo esperar, pero esta vez me obedeció, y se desvaneció con un resplandor violáceo en su mundo correspondiente cuando abrí el portal y la devolví allí.

Intimidado otra vez por mi soledad, me interné en la abertura, la cual me guio por un túnel congelado saturado de un blanco azulado y brillante.

—No habrá consuelo en saber lo que está por venir —habló otra vez la voz.

No supe si lo que me heló la sangre fue su tono lúgubre, su abrupta aparición en la oscuridad, o el sentido de sus palabras; pero estas me dejaron frío en mi sitio.

A pesar de la hosquedad de su voz y sus palabras desesperanzadoras, no planeaba dar pie atrás. No me iría de allí sin antes hablar con él. O ella. O lo que quiera que fuera.

—Eso ya lo decidiré yo —repliqué obstinado, y continué adelante.

La abertura en el hielo desembocaba en un corto pasadizo de piedra helada hasta una especie de sótano, y a través de una puerta de madera envejecida que encontré cerrada.

A pesar de ser un lugar de lo más ordinario en comparación con todas las cosas que había visto por el camino, irradiaba una gran fuerza mágica que parecía empujar fuera a todo aquel que se acercara demasiado. Emanaba calor, aún en el frío, y salía por entre los tablones de la puerta como un aura abrillante y pesada.

—Tu perseverancia sólo conducirá a la decepción —me advirtió por última vez.

Tiré de la manija de la puerta en el intento de abrirla, sin éxito. Estaba dispuesto a tirar la puerta; incendiarla si debía hacerlo.

—¿Aún así... persistes? —preguntó la voz, por último. Sonaba indulgente ahora, lo cual me dio esperanzas.

—No me iré de aquí sin respuestas. —Apoyé mis antebrazos contra la puerta, y entre ellos mi cabeza. Me estaba congelando, y casi no podía con mi propio cuerpo de cansancio—. No lo haré. Ya he llegado hasta aquí... —exhalé una voluta de vapor helado.

¿Qué haría si finalmente se rehusaba a hablar conmigo? ¿A quién más podía recurrir?

Pero en ese momento, cuando empezaba a perder las esperanzas... la puerta se abrió.

—Sea, pues. Entra.

Y la visión que reveló frente a mis ojos... En mi corta vida había visto muchas cosas sorprendentes. Desde muertos vivientes hasta dragones. Pero jamás vi, ni jamás en la vida esperaba volver a ver, nada similar a aquello como lo que tenía en frente.

Allí estaba, ante mis ojos, el Augur de Dunlain.

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