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41. Redención

Por largo rato sólo pude escuchar el crepitar de las llamas que consumían vorazmente mis alrededores, y el sonido de mi respiración —sólo mi respiración—, agitada de incredulidad y miedo; miedo y culpa.

¿Por qué?

Había matado a mucha gente en mi vida. Había barrido con la fuerza destructora de mis llamas a todo aquel que se había interpuesto en mi camino. Había sonreído mientras carbonizaba en vida a algún miserable, aspirando con deleite el aroma a carne quemada y azufre... ¿Por qué?

No había reparado en ello; estaba demasiado aturdido; pero sacudía el cuerpo del mago caído con frenesí, intentando despertarlo. No podía terminar así. No; no aquel muchacho irritante que siempre me sacaba de quicio; que siempre estaba pegado a mis talones con su sonrisa ridícula o entorpeciendo mi camino cada vez que se detenía a ayudar a alguien. No así...

—Onmund... Onmund... —repetí con rabia, y entonces, presa de un impulso violento le arranqué la capucha de la cabeza para poder verle el rostro, lo cual todavía no me atrevía a hacer, por el terror de lo que encontraría. La visión de su rostro alegre y odiosamente dulce, carbonizado. Sus ojos azul helado, derretidos en sus cuencas vacías—... ¡Onmund!

La cabeza que apareció ante mi visión me dejó descolocado por algunos segundos. No era el cabello castaño oscuro desordenado que estaba acostumbrado a ver. Allí donde el cráneo no estaba quemado y calvo por el fuego, las escasas matas de pelo tenían cierto punto de rojizo en contraste con una piel color bronce y dos orejas puntiagudas. Era Orthorn...

—¡Aszel! —escuché de pronto, llamándome; una voz familiar.

Se oyó lejana y mitigada, viniendo desde algún sitio entre las llamas. Al punto en que creí que podría tratarse de una alucinación. Al ponerme de pie, tosí violentamente doblándome sobre mí mismo. El humo empezaba a asfixiarme. Lo vi todo borroso por un momento y mis piernas flaquearon.

Ysyn se agachó junto a mí extendiendo sus manos sin llegar a tocarme. Si lo hacía, ardería obra de sus llamas; pero aún si no, ardería muy pronto, pues las paredes que conformaba el fuego a mi alrededor se cerraban cada vez más en torno a mí. Devorado por mi propio elemento, ¿era ese el final que el destino había decidido para mí en castigo por todas las vidas que había cobrado en favor de fuego?

—¡Aszel! ¡¿En dónde estás?!

—Onmund... —susurré, empezando a reconocerlo. No podía estar equivocado.

Avancé por entre los escombros moviéndome tambaleante, con la visión nublada a ratos mientras le buscaba, aunque todo lo que podía ver era rojo y naranja contorsionándose ante mis ojos en una danza extraña que se tornaba borrosa a ratos.

Volví a colapsar sobre una de mis rodillas y cerré los ojos un instante. Fue entonces que sentí dos manos afanosas y fuertes enrollándose alrededor de mis brazos y tirando de mí para obligarme a erguirme:

—¡¿Estás bien?!

Levanté la mirada, incrédulo. El mago de la tormenta me observaba desde sus ojos llenos de consternación. Estaban intactos; tan azules como siempre; y su rostro continuaba terso, aún ennegrecido de hollín. Me propinó dos sacudidas.

Estaba allí. Estaba vivo.

Algo se disipó en mi garganta y en mi pecho, como si de pronto volviese a respirar, aún rodeado del aire sofocante impregnado de calor y humo. Como si volviera a la vida junto con él.

—¡Aszel! ¡¿Te encuentras bien?!

—... Sí... —susurré, a mi vez cerciorándome con disimulo de que que también lo estuviera. Parecía estarlo, al menos. No tenía heridas visibles, salvo algunos pequeños cortes en el rostro, obra de la explosión.

—Tenemos que salir de aquí —me impelió a caminar—. La hechicera está muerta, y Orthorn...

—Está muerto también —le informé, siguiéndolo sin detenerme.

Le vi apretar los labios sin mirarme. Supuse que la noticia no le era grata. Había luchado tanto por mantener al elfo con vida; habíamos llegado a esta situación sólo a causa de eso... y ahora estaba muerto.

—¡Los libros! —recordé de pronto, empezando a debatirme para librarme de su agarre conforme tiraba de mí en dirección a una puerta al fondo de la estancia, la cual ya había colapsado obra de las llamas y nos mostraba al frente una vía hacia el exterior—. ¡Onmund...! ¡Los libros!

—¡Olvídalos, Aszel! —Cerró más su mano alrededor de mí. Sus dedos largos daban la vuelta completa alrededor de mi brazo enclenque y no necesitó de mucha fuerza para detenerme y jalar de mí en la dirección contraria.

Lo seguí a regañadientes. Habíamos hecho todo este camino, nos habíamos arriesgado a morir... ¿por nada?

Llegados a la puerta, en cuanto Onmund la abrió y nos reveló la claridad del exterior, saludándonos con un agradecido golpe de aire fresco, tomé una última determinación. No; no habría llegado hasta allí por nada. 

Empujé a Onmund hacia la salida con todas mis fuerzas, usando todo el impulso de mi cuerpo, y logré desplomarlo fuera, sobre la piedra del piso. Y antes de que pudiera levantarse, hice uso de mis últimas energías para disparar llamas en la entrada, bloqueándole el paso de manera de impedirle regresar y así permitirme obrar libremente.

Lo escuché llamarme con todas sus fuerzas, pero no le hice caso y me introduje nuevamente en las llamas al interior. Para entonces había empezado a toser estrepitosamente y mi visión se nublaba cada vez más. Rodeé el cadáver ya casi carbonizado de la Convocadora, buscando desesperadamente los tomos entre las llamas, pero no era capaz de ver nada. A mis espaldas podía escuchar a Ysyn, emitiendo bufidos y siseos, advirtiéndome, pero no quise escucharla.

De pronto, advertí en un rincón alejado una silueta esperanzadora. Mi visión estaba nublada pero no podía engañarme. Podía ver un libro en una esquina que aún no había sido consumido por el fuego. Avancé pese al calor de las llamas sobre mi piel y la sensación sofocante del humo introduciéndose en mi sistema, cortándome el aire. El libro estaba por completo ennegrecido de hollín y una de sus esquinas había empezado a sucumbir al calor, tornando las orillas de las páginas opacas y tiesas como hojas de otoño. Lo cogí del suelo y lo estreché contra mí para protegerlo, volviendo sobre mis pasos para buscar la salida, sólo para encontrarme con una horrible realización.

 A partir de ahí me fue imposible seguir moviéndome, pues el fuego se había cerrado a mi alrededor como una prisión. Me caí nuevamente sobre las rodillas, dando un puñetazo en el suelo. Mis fuerzas habían empezado a abandonarme otra vez. Ysyn emitía plañidos desesperados y daba vueltas a mi alrededor intentando alejar las llamas, sin éxito.

Conforme perdía lentamente el conocimiento empecé a pensar que morir en el fuego quizás no era mi destino; era un camino que yo mismo había elegido, aún cuando había tenido una puerta a tan solo un par de pasos, para salvar mi propia vida de tan terrible final. Podía escuchar los gritos de Onmund por fuera de la fortaleza, llamándome aún.

¿Por qué estaba haciendo esto? ¿Por qué intentaba resolver algo que yo no había tenido nunca la intención de desencadenar? A esas alturas no creí que restase en mí algo como la culpa o incluso la capacidad de tomar responsabilidad por mis acciones. No podía entender yo mismo qué me impulsaba con tanta violencia en el camino de enmendar un error que no era mío. 

Quizás no fuera mi descubrimiento en Saarthal; quizás se tratase de algo que estaba sembrado en mí mucho más hondo; motivos que venían desde mucho antes; de una vida de no ver por nadie más que por mí y de destruir todo a mi paso en el afán de conseguir aquello que pensaba que quería...

Quizás, en el fondo... deseaba algo más que todo lo que conocía. Un propósito diferente.

Sacudí la cabeza. De pronto aquellos pensamientos me habían dado la el empuje necesario para ponerme en pie a fuerza de mi propia obstinación. No, no sería yo el tonto que muriera en un acto heroico. La redención no era mi meta, menos aún si la vía era el sacrificio. Cada paso que había dado había sido impulsado por mis propias razones egoístas. Por probarme a mí mismo. Así sería hasta alcanzar mi meta inicial. Y para eso, necesitaba salir vivo de allí.

Me levanté como pude y enfrenté otra contradicción. Ya había hecho una vez uso de un poder que no creía que habitase en mí y había resultado funcionar. Si podía sacar fuerzas de mi ser una última vez, tal vez aún tenía una oportunidad.

Cerré los ojos, concentrándome sólo en mi fuerza espiritual. Si era en verdad dueño de ese poder, entonces habría de salvarme. No podía ser el Sangre de Dragón; era imposible... pero prefería serlo, aunque fuera por un instante, a ser cenizas. A no ser nada...

Inhalé todo el aire que podía, sintiendo como este me quemaba la nariz y desde lo hondo del pecho, lo expelí por mi garganta en la forma de un grito lleno de fuerza:

—¡FUS!

Las llamas al frente se dispersaron obra de la fuerza de mi voz, que se abrió paso en el fuego como una corriente implacable, despejando mi camino hasta la puerta. Hallé allí a Onmund, observándome ojiplático y confuso. No sabía si había sido capaz de oírme o de alcanzar a entender lo que ese despliegue de poder significaba o implicaba; pero de momento lo importante era salvar mi vida.

Avancé corriendo tan fuerte como mis piernas temblorosas me lo permitían, y a un par de pasos de la puerta, Onmund extendió una de sus manos, y llevado por un impulso incomprensible, la tomé y cerré los ojos.

De un jalón me sacó de la fortaleza hacia el exterior y juro que por una vez en toda mi estadía en aquel sitio frío al que odiaba con todo mi ser; agradecí el viento frío de Skyrim, sirviendo como bálsamo en mi piel ardiente y refrescando mis vías respiratorias adoloridas.

Me desplomé vergonzosamente contra el pecho férreo de Onmund, todavía sin abrir los ojos, y sentí sus brazos rodear mis hombros cuando los dos caímos sobre las rodillas sobre el césped fresco. No tuve las fuerzas ni siquiera para repelerlo.

Escuché sin quejarme su reprimenda decorada de insultos conforme me sacudía por los hombros cuando me irguió frente a él y me apartó de sí para mirarme.

—¡Eres un lunático! ¡Un idiota irresponsable!

Permanecí mudo. Todavía estrechaba el libro entre mis brazos contra mi cuerpo. Por esa única vez... no tenía deseos de reñir.

A mis espaldas, escuchaba el crépito suave de Ysyn a una distancia donde su calor no me llegaba.


****


Después de componerme lo bastante como para poder caminar, Onmund y yo regresamos a paso lento y cansado al sitio en donde habíamos dejado armado nuestra suerte de campamento. Mis extremidades aún se sentían débiles y respirar hacía que me ardiese todo el camino desde las fosas nasales hasta el pecho.

Onmund había permanecido mudo por largo rato y podía adivinar la razón. No solo había asesinado a una persona que él consideraba inocente en el afán de conseguir mi propósito, sino que nos había puesto en riesgo a ambos y, ultimadamente, había estado a punto de morir por recuperar un libro.

Cuando nos sentamos a descansar, lo observé en mis manos y pasé la palma por la tapa intentando revelar la portada. Había sido el único que había podido recuperar y esperé con todo mi ser que fuera el correcto. Mi vínculo con Ysyn se había roto en algún momento y no supe cuándo desapareció, pero Onmund parecía haber tomado su lugar como compañía silenciosa; a excepción del crepitar reconfortante de las llamas de mi Atronach, que siempre disipaba el silencio.

—Estoy muy molesto contigo —dijo Onmund de pronto.

Cuando levanté la mirada a la suya, me observaba expectante, como en espera de que le dijera algo.

—¿Qué se supone que debo responder a eso? —le espeté—. La vida de ese sujeto no era mi responsabilidad. En especial porque él mismo se puso en la situación en que le hallamos. No pienso pedirte disculpas por la muerte que le hubiese llegado tarde o temprano, y tampoco... 

No entendía por qué debía explicarme frente a Onmund, pero me callé en cuanto me descubrí haciéndolo y solo suspiré, provocándome más dolor innecesario en la garganta irritada.

—No se trata de eso —suspiró él, derrotado—. Lo que pasó con Orthorn... No es como yo hubiese hecho las cosas. Pero...

—Entonces, ¿qué es lo que quieres escuchar? Aún si pudiera volver a tomar esa decisión, lo entregaría a la hechicera. No sólo fue un ingrato que dejó el sitio que era su hogar; sino que se fue traicionando la confianza de personas que lo estimaban en el afán de conseguir poder. Todo lo que hizo fue por su propio beneficio, sin considerar las consecuencias de sus actos ni quienes se vieran implicados. —Sólo al final de mi atropellado discurso fue que me di cuenta de por qué odiaba al elfo y no me había importado sacrificarlo. Todo lo que decía de él... era como si me estuviese describiendo a mí mismo—. Era una rata... y merecía morir —concluí, sin poder evitar que mi voz se tiñese de pesar.

Onmund se calló por largo rato. Justo cuando creí que no tenía nada que responder, habló:

—Todos merecemos una oportunidad de redimirnos.

No sabía si Onmund era consciente de las similitudes que había hallado entre el elfo y yo; esperaba que no, porque en tal caso... ese comentario estaría dirigido a mí. Ahora, que si sería adrede...

—Pero no es ese el motivo de que esté molesto —añadió, inclinándose para observarme. Respondí a su mirada en espera de con qué me saldría ahora y sus ojos gentiles me abrumaron lo suficiente como para dejarme sin palabras—. Estoy molesto, Aszel... porque arriesgaste tu vida por un libro.

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