38. El Amante
Hicimos una buena parte del camino a partir de aquella conversación sumidos en silencio. Yo no había dejado de darle vueltas al tema; al punto en que había comenzado a cuestionarme a mí mismo. Alguna vez hubiese creído que alguien tan bueno y tonto como Onmund no tendría problemas en ver algo positivo incluso dentro de la peor persona en Tamriel; pero tenía una opinión muy concreta respecto a Ancano. De momento me aliviaba al menos saber que ante sus ojos, en algo era yo distinto al Altmer.
A nuestro paso, conforme más nos adentrábamos en el bastión, encontramos varios cadáveres dispuestos en mesones, junto a herramientas de embalsamiento y tortura. Cadáveres de criaturas de distintas razas, incluso khajiitas y argonianos. Onmund me detuvo bajo el quicio de la entrada a una estancia amplia. Por debajo de su brazo pude ver que se trataba de un largo pasillo flanqueado por jaulas, como una prisión, y algunas de las cuales no estaban vacías.
—Que extraño... —le oí susurrar—. Quédate aquí —me indicó, entrando con sigilo.
Le seguí obstinadamente, sin ánimos de quedarme atrás y menos por órdenes suyas, como si fuera una frágil damisela, pero al instante comprendí por qué me había indicado aquello.
En una de las jaulas había una mujer vestida en harapos, pero no era ordinaria. Había algo siniestro en su forma de mirar; o más bien... en sus ojos en sí. Me percaté, aún a la escasa luz de las antorchas, de que sus globos oculares eran negros como ónices, y de que sus irises resplandecían con un aura ambarina. Onmund y yo nos quedamos inmóviles. Onmund se preparó para atacar e hice lo mismo, instado por él, aunque la mujer estaba inerme tras las rejas y a esa distancia no podía hacernos nada. Pero tras algunos instantes, él bajó la guardia y dio un par de pasos al frente para examinarla mejor. La mujer no reaccionó ni se movió. Pero estaba viva; pues le siguió con la mirada cuando mi compañero se desplazó de un lado a otro:
—Parece... como si estuviera hipnotizada.
Me acerqué buscando corroborar lo que decía. Indudablemente estaba bajo alguna clase de trance.
—Guarda distancia. —Me detuvo Onmund—. Nunca te acerques demasiado a nadie con ojos como estos.
—Está encerrada. ¿Qué podría...?
—No necesita estar libre para atacarte. Es un vampiro.
Me envaré, alertado. Cuando busqué otra vez la mirada de la mujer, me fijé en el resto de su rostro y de que era mortalmente pálido, pero de un tono cetrino y demacrado. Nunca había visto antes a un vampiro. Lucía muy humana de no ser por sus ojos. Me pregunté por qué no nos estaba atacando si de acuerdo con Onmund, podía hacerlo a distancia, y empecé a pensar que debía estar bajo algún tipo de embrujo o encantamiento que le privaba de razonamiento justo por esa razón; para resultar inofensiva para quienes la tenían confinada allí.
Avanzamos pasando de largo. Había otras dos como ella encerradas en otras dos jaulas, todas mujeres.
—Parece... como si estuviesen siendo objetos de experimentación —comenté por lo bajo.
—Me pregunto quién será el tal Orthorn... y por qué dejaría el colegio para involucrarse con gente como esta.
A uno de los lados del pasillo, entre las jaulas había un espacio que hacía las veces de unas dependencias pequeñas, que constaban de un escritorio con silla y con un par de libros desperdigados encima, un plato de madera con sobras de comida junto a una jarra de vino, y una lámpara encendida.
El único camino era a través de una puerta cerrada junto a la cual había varias palancas. Onmund las analizó con cuidado en lo que yo examinaba los libros sobre el escritorio. Uno en particular llamó mi atención. Se titulaba "El firmamento" y hablaba sobre las constelaciones asociadas a cada una de las piedras que conformaban el sistema de signos de nacimiento. No tardé mucho en dar con la del atronach; aquella bajo la que yo había nacido.
La descripción decía que se trataba de hechiceros naturales con grandes reservas de energía espiritual. Nunca había leído antes sobre constelaciones y sus significados, y supuse que la mía no estaba tan equivocada, pues la magia siempre se me había dado bien. Pero ahora no estaba seguro de si Onmund había dicho que el atronach me identificaba refiriéndose a las características de los nacidos bajo la constelación, o si en cambio era una broma dirigida a mi mal carácter y la naturaleza agresiva de estos. Busqué en el libro algo con lo que vengarme, referente a su propia constelación, "El amante".
Sin embargo, no encontré mucho con lo que poder burlarme de él. Aquellos nacidos bajo la piedra del amante eran, según el libro, personas apasionadas y agraciadas. Le describía bien al menos. Cuando se obstinaba con algo, normalmente perseguía su propósito con pasión; como había hecho al insistir en aprender magia contra los deseos de su familia o el haber decidido acercarse a mí pese a mis hostilidades.
Lo miré por el rabillo del ojo por un corto instante intentando corroborar el segundo punto de su descripción. Desde el principio me había parecido que era muy diferente del resto de los nórdicos barbudos, robustos y toscos. Sin embargo, la raza nórdica era bien conocida por ser una raza de gente atractiva y recia. Y si bien Onmund distaba mucho de tener el aspecto más estandarizado de estos, con su mandíbula tersa y su cabello oscuro... no podía negar que era atractivo a su manera. Tampoco era el único que lo creía. No eran pocas las veces en que yo mismo había sorprendido a Brelyna observándole fijamente desde la distancia, sin mencionar lo lejos que había estado dispuesta a llegar por hacerle un favor.
Sacudiendo la cabeza cerré el libro y lo metí en mi bolsa, pues me pareció una lectura liviana e interesante. Sentí una ligera risa de Onmund a las espaldas:
—No resistes mucho sin meter la nariz en las páginas de un libro. Te gusta bastante leer ¿verdad?
—Cierra el pico —le dije, molesto—, mejor sirve de algo y encuentra una forma de que pasemos.
—La forma es esta —dijo Onmund, rascándose la barbilla mientras analizaba las palancas—, la mala noticia es que si bajo la incorrecta, puede que liberemos a una de estas sanguinarias señoritas.
Rodé los ojos, sin ánimos de seguir a ese paso lento de mamut, y bajé la primera sin pararme a medir consecuencias. Esta abrió una jaula vacía a nuestras espaldas. Onmund se había quedado petrificado y con las manos en alto, listo para atacar. Viendo fallido mi primer intento y antes de que pudiera detenerme, bajé la del lado contrario y fue la que abrió la puerta frente a nosotros.
Fue cosa de pura suerte.
—Ese fue un riesgo innecesario —se quejó Onmund cuando me siguió dentro, pero no pudo dar otro paso antes de que yo le empujara de vuelta a la estancia que habíamos dejado atrás y le resguardara detrás de una de las paredes, haciendo yo lo mismo tras la pared contraria.
—Hay personas allí dentro —susurré, intentando asomare con cuidado.
La estancia al frente era amplia y del techo colgaba un candelabro viejo que iluminaba pobremente el lugar, pero que dejaba a la vista a dos hechiceros, cada uno ocupado en algo diferente.
—Hay dos de ellos. ¿Izquierda o derecha?
—Haremos esto a tu modo, ¿no es así? —Onmund suspiró—. Bien, entonces, izquier... ¡Aszel!
Haciendo caso omiso de la advertencia, me lancé al ataque sin perder más tiempo y disparé uno de mis proyectiles ígneos más débiles a mi contrincante por las espaldas, haciéndole caer sobre sus rodillas con un grito. La segunda era una mujer que se lanzó en su ayuda, directamente a atacarme en el momento en que Onmund saltó entre los dos y luchó contra ella. La mujer era una hechicera de la escarcha, por lo cual me alegré de la elección de Onmund. El segundo era otro mago de la tormenta, y en cuanto sentí su primer ataque, de la mano con los terribles espamos de las descargas eléctricas, sufrí de inmediato el efecto de sus poderes drenadores.
Empleé la táctica más razonable, conjurando a Ysyn, mi atronach, antes de que el ataque de chispas agotase del todo mi reserva de energía para que ella me ganase tiempo antes de recuperarme lo suficiente para volver a emplearla. La dama envuelta en llamas no perdió tiempo al arrojarse contra él y abatirlo de un zarpazo en lo que yo reponía fuerzas para contribuir al ataque con una llamarada. No nos dio muchos problemas y nos libramos pronto de la batalla. A nuestras espaldas, cuando viramos, nos encontramos con una escena curiosa. La hechicera de la escarcha estaba sobre sus rodillas, a medio abatir. Onmund estaba de pie frente a ella con las manos envueltas en chispas como si estuviese a punto de generar un último golpe... pero había una inmensa duda en su mirada.
—Qué mierda cree que está haciendo... —susurré sin convencerme de lo que veía. ¿Estaba a punto de perdonarle la vida a uno de los hechiceros que hasta hace un rato querían asesinarnos?
—¿Por qué estás metida en esto? ¿En dónde está tu familia? —pidió saber Onmund.
Puse los ojos en blanco. No podía estar intentando dialogar con ella... ¿Qué pasaba con este tipo?
Antes de que pudiera involucrarme, avisté el momento en que la joven hechicera movió la mano a la parte de atrás de su túnica y una hoja larga y afilada resplandeció emergiendo por uno de los costados de su puño. Reuní un cúmulo de energía en una de las manos y disparé un proyectil justo en el instante en que esta levantó la daga en alto, dispuesta a traicionar la piedad del hombre frente a ella.
Este reaccionó más al impacto producido por el golpe de mi proyectil contra la mujer, que al hecho de haber estado a punto de ser apuñalado cuando había mostrado misericordia. Sus ojos azules se dirigieron a los míos, grandes y con la pupilas temblorosas de incredulidad. La daga que había estado a punto de hendirse en él cayó a sus pies con un estrépito metálico.
Le di a mi compañero la espalda empezando a caminar sin incurrir en lo que había pasado.
—No deberías desperdiciar misericordia en seres tan ingratos. Debes distribuir mejor tu confianza y tu piedad —le dije con el mismo tono que antes él había usado para reprenderme a mí en cuanto al uso de mi energía.
Sentí entonces los pasos de Onmund como si fuesen el eco de los míos:
—Era tan joven como el otro hechicero...
—Alguien dispuesto a matar tan a la ligera no es "demasiado joven" para nada —le indiqué con un gesto mirar a nuestro alrededor. Había más mesones con instrumental de tortura y más cadáveres dispuestos en cada uno—. Desde luego ellos no tuvieron demasiada piedad con sus víctimas.
Onmund guardó silencio y caminó detrás de mí, aparentemente resignado. Se sumó a mi paso, y poco después oí a nuestra siga el murmullo crepitante de las flamas que envolvían a mi atronach. Onmund no había reparado en ella hasta el momento, de manera que cuando lo hizo, casi dio un brinco de la impresión. Al principio se detuvo sobre sus pasos, y después reanudó la caminata observándola de manera discreta cuando esta se movió junto a mí, acompañando mi camino.
—Relájate; no te hará nada —le dije, advirtiendo su inseguridad—, no a menos que yo se lo ordene.
—Eso no me consuela demasiado, viniendo de ti—intentó bromear—. Nunca había visto a uno tan de cerca. De manera que... ella es Ysyn.
La dama ígnea atendió al llamado de su nombre volteando para mirarlo brevemente antes de volcar de nuevo su atención en mí. Nuestra relación se limitaba a miradas, gestos, palabras de mi parte y el rumor de sus llamas. El fuego de un atronach era diferente al fuego generado por mi propia magia. Podía quemar y lastimar en un grado incluso mayor al fuego ordinario, debido a su origen desde la dimensión de Infernace. Debido a eso, aún pese al estrecho lazo que teníamos, no podía existir ningún tipo de muestra de afecto físico entre nosotros. Onmund había pasado de observarla con cierto temor, a verla con fascinación, ya convencido de que no representaba peligro.
—¿Hace cuanto tiempo que ha estado contigo?
—Muchos años. Yo era pequeño cuando la invoqué por primera vez. Desde entonces ha estado conmigo. Para ayudarme en batalla... o sólo para acompañarme cuando me sentía solo.
Onmund sonrió. Creí percibir cierto amago en sus ojos y en su forma de mirar algo que sólo podría describir como dulzura, lo cual me hizo encogerme, cohibido u avergonzado de haberle mostrado un lado mío tan sentimental. Me arrepentí de haber hablado.
Estuve a punto de retractarme o de cambiar mis palabras cuando el súbito grito de un hombre nos frenó sobre nuestros pasos:
—¡Por favor! ¡por favor, sáquenme de aquí!
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