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37. Maldad

Cuando hicimos nuestro camino adentrándonos en el bastión, no tardamos en avistar las primeras pistas de que en efecto el lugar estaba habitado, por más sucio, decadente y escalofriante que luciera. Encontramos dos antorchas encendidas, una a cada lado en la cima de las escaleras que bajaban a un piso inferior, y conforme avanzamos, algunos braseros y lámparas de aceite encendidas por el camino. El sitio estaba húmedo, oscuro pese a los intentos de iluminarlo de quienquiera que viviera allí y repleto de telarañas en cada esquina y recoveco en el techo. Me estremecí en un escalofríos. Onmund no falló en notarlo y torcer una sonrisa:

—¿Qué pasa? ¿Les temes a las arañas?

—No les temo. Me dan asco —protesté de mal humor, torciendo por un pasillo y pisando con fuerza.

Mi enfado no duró mucho tiempo dirigido a él antes de volverse bastante generalizado en el instante en que escuché un repentino chapoteo y sentí los pies fríos y mojados. Una parte del piso inferior estaba por completo inundada y sin querer me había metido hasta los tobillos en el agua. Esta se estaba filtrando por mis botas y mis pies nadaban ahora dentro de ellas.

—Maldita sea... —siseé.

El área no sólo estaba inundada, sino que derruida, de manera que no había forma de desplazarnos sin mojarnos por lo menos hasta las pantorrillas.

—Tenemos que avanzar, no hay de otra —dijo Onmund, siempre hablando tan bajo como le era posible, al momento de entrar en el agua sin pensarlo demasiado y adelantarse para ir en dirección a la única vía posible que había al frente, detrás de los restos de un techo colapsado.

Seguí a Onmund a través del agua hasta una zona algo más elevada donde la misma ya no cubría el piso. En lo que avanzaba, sacudiendo los pies y maldiciendo por lo bajo, Onmund me frenó de golpe de seguir caminando, poniendo su brazo como barrera contra mi pecho. Lo observé sin comprender, alertado, creyendo que quizás se habría percatado antes que yo de la presencia de alguien más en las cercanías; pero en cambio miró al suelo y allí, justo en el sitio donde me disponía a dar mi siguiente paso había una trampa de osos distendida, esperando por alguien lo bastante descuidado.

—Ten cuidado por donde pisas —me advirtió Onmund, dando un rodeo.

Caminé por donde él me lo indicó. No llevábamos ni diez minutos dentro de aquel aterrador sitio y ya nos habíamos encontrado con la primera pista que podía darnos una idea de cuan hostiles eran los residentes.

Al frente había otra zona colapsada e inundada y desde ya sentí frío sólo de pensar en volver a meter los pies en el agua helada, pero no pude pensar demasiado en ello, pues el sonido de algo más moviéndose por el agua nos alertó a ambos y al levantar la mirada, nos encontramos con aquello que más me temía. Dos arañas gigantes aparecieron de la nada y yo me moví hacia atrás por acto reflejo. Si nunca las había visto antes de venir a Skyrim, había aprendido a guardarles recelo gracias a la experiencia que me había dado el encontrármelas en más de alguna ocasión en las escasas zonas de vegetación de Hibernalia; en una de las cuales había debido acudir a Colette, la maestra de restauración, en busca de algún antídoto luego de ser envenenado por una araña congeladora. Todavía podía sentir en la médula de los huesos esa desagradable sensación de helor y los escalofríos superficiales debido a los efectos del veneno. Reaccioné como solía reaccionar ante todas las cosas que me provocaban ansiedad; disparándoles con mis poderes incendiarios un proyectil ígneo. Este estalló con más fuerza de la que había pretendido. No hacía mucho tiempo desde que lo había aprendido y todavía no tenía demasiado control sobre su intensidad.

—¡Aszel...! —farfulló Onmund— ¡Silencio!

Segundo después sentí un golpe de corriente gélida atravesarme de un costado al otro, tirándome sobre mis rodillas mientras que un frío insoportable nacía allí donde el golpe me había dado de lleno, y como este se irradiaba a todo el resto de mi cuerpo. 

Intenté responder al ataque, pero todo lo que emergió desde mis manos fueron una llamarada corta, breve y débil y luego una serie de chispas rojizas. Me había quedado sin energías.

Acto seguido, desde mis espaldas surgieron las chispas azulinas de los poderes de tormenta de Onmund, disparadas a un punto en un piso superior al final de unas escaleras que no había notado hasta ahora. El ataque viajó delineando un camino luminoso y zumbante hasta golpear a un hechicero vestido de negro, que se retorció de forma escalofriante, víctima del shock eléctrico, y cayó inerte, desapareciendo de nuestra vista. En el momento en que me puse de pie, el frío empezaba a disiparse. Onmund vino en mi encuentro:

—No hagas tanto ruido —me reprendió, ayudando a incorporarme—. ¿Estás bien?

No le respondí; sólo di una cabeceada, escarmentado como un chiquillo y temblando. Por suerte había sido una corriente y no picos de hielo, o me hubiesen atravesado de parte a parte.

—No deberías desperdiciar hechizos tan potentes en cosas débiles. Debes distribuir mejor tu energía mágica ahora que utilizas una mayor cantidad en hechizos más potentes, y reservar un poco para cuando la necesites.

Acepté la ayuda a regañadientes. En cuanto al consejo... procuré no tomármelo a pecho, pue Onmund tenía razón. Como apenas empezaba a utilizarlos recientemente, drenaban mi energía mágica rápidamente y me tomaba demasiado tiempo reponerme para lanzar otros, por lo cual quedaba indefenso todo el tiempo que eso me tomaba. Fue un error que no podía volver a cometer.

Decidí que, por una vez, lo escucharía. Y guardaría ese tipo de hechizos destructivos y potentes para situaciones de emergencia.

Por otro lado, cabía la posibilidad de haber alertado a los demás residentes, de manera que tendríamos que movernos con más sigilo a partir de ahora. Pese a ello, Onmund no lucía molesto conmigo, como yo lo hubiese estado si él hubiese cometido un error igual de estúpido y hubiese comprometido nuestra misión. Pero no él... 

Cuando caminó otra vez lo hizo con cautela como si hubiese pensado lo mismo que yo. Me sorprendía cuán rápido se adaptaba a las situaciones adversas sin detenerse a lamentarlas o buscar culpables. Era algo que envidiaba un poco. La versatilidad todavía no era mi fuerte; mis viejos hábitos estaban muy arraigados y me habían traído problemas en más de una ocasión. 

Cuando subimos las escaleras y nos fijamos en el cadáver del hechicero nos dimos cuenta de que se trataba de un mago joven, lo cual explicaba que hubiese sido tan sencillo derrotarlo. Onmund torció el gesto. Me tomó por sorpresa el momento en que se agachó junto al cadáver y le cerró los ojos. Lo observé sin comprender, preguntándome si al igual que Brelyna, esta era su primera vez haciendo este tipo de cosas. Sin duda no lo aparentaba a la hora de atacar.

—¿Qué pasa con esa cara? —quise saber, sondeando su reacción.

Cuando se puso de pie, me dirigió una expresión triste:

—Es sólo un muchacho. Dudo mucho que supiera lo que estaba haciendo.

Sin decir nada más, pasó por mi lado cavilante  y sin mirarme, y le seguí sin comprender del todo su consternación. Avanzamos en silencio a través de los túneles y pasillos. La duda aún no me había dejado tranquilo:

—¿Habías... matado a gente antes?

Su expresión no cambió. Permaneció tan tranquilo como siempre:

—Sólo para defenderme. Solía ir de cacería con mi padre cuando era más joven. En alguna que otra ocasión tuvimos que enfrentar a bandidos y hacer lo que fuese necesario para salir vivos del encuentro. Mi padre es un gran guerrero a dos manos. Nos enseñó a mis hermanos y a mí aunque yo prefería la magia —no pasé por alto la sonrisa que asomó a sus labios al hablar de su padre.

Aún después de cuanto se había quejado de su familia, yo ya sabía por hecho, basándome en cuanto había lamentado perder su amuleto y la forma en que hablaba de su padre, que los amaba pese a todo.

—En fin —añadió después—, matar a personas es algo que prefiero evitar siempre que se pueda.

Guardé silencio, reservándome mi opinión. Empecé a preguntarme en qué punto yo había comenzado a disfrutar el hacerlo... o incluso... si lo había disfrutado alguna vez en realidad. Hoy en día hacerlo no me provocaba nada, y no sabía a ciencia cierta cuándo había comenzado ese cambio ni qué lo había logrado. Mis sospechas se encaminaban a la misión de recuperar el amuleto de Onmund, junto a Brelyna, luego de ver su propia reacción ante la pérdida de la vida, aunque fuera la de un extraño.

Sin embargo, todavía podía recordar con claridad esa euforia que me invadía cada vez que arrebataba una vida desde que había huido de roca alta. Nunca lo había hecho de no ser necesario, pero me hacía feliz acabar efectivamente con un obstáculo. Y entonces creí comprenderlo: quizás no era el matar lo que realmente disfrutaba. No... Lo que en verdad disfrutaba era el poder de decidir sobre una vida... poder que antes no gozaba ni siquiera con respecto a la mía propia.

Pero Onmund era diferente. Apreciaba a las personas a su alrededor, e incluso, al igual que Brelyna, podía sentirse conmovido con la muerte de alguien a quien no conocía. Más allá de eso, alguien que le pretendía injuria. Y con todo... ¿aún pensaba que yo era una buena persona? 

Estábamos atravesando territorio enemigo en medio de una misión de la cual posiblemente dependía el futuro del colegio, pero por algún motivo, ya no pude seguir reservándome esas dudas:

—¿Por qué decidiste acercarte a mí? —disparé sin siquiera pararme a considerar mis palabras.

Onmund volteó para verme con los ojos dilatados por la sorpresa. No le quité la mirada, necesitaba oír una respuesta de su propia boca. Bajó la mirada antes de contestar. Nos habíamos detenido sobre nuestros pasos de un momento a otro.

—Yo solo... —titubeó—. Bueno, me pareció que estabas muy solo.

Sufrí una repentina mezcla de emociones. La principal fue el enfado. Pero, por más que me desconcertara, por otro lado... también sentí un intenso desengaño.

No estaba seguro de si estaba siendo sincero, pero aquello no tenía nada que ver con lo que me había dicho Brelyna. No era porque creyera que fuera bueno. Quise alegrarme por ello, pese a todo. Significaba que estaba libre de cualquier responsabilidad que podría o debería sentir para con él, con el fin de cumplir alguna clase de expectativa suya con respecto a  mí. Pero por otro lado, también resultaba humillante... y decepcionante.

Por el tiempo más corto había creído que alguien veía algo bueno en mí, aunque no fuera cierto. A Lydia le habían vendido una mentira. Brelyna se había dejado llevar por Onmund.

Pero él...

El que lo creyera por su propia cuenta había sido algo novedoso. En principio me disgustaba. Después comenzó a agradarme la idea, y mi ego había jugado un papel importante en hacerme creer que era así porque solo evidenciaba lo bien que podía llegar a disfrazar mis verdaderas intenciones y significaba para mí otro nivel de poder sobre los demás. Pero esa no parecía ser ni por lejos la razón de que desmentirlo ahora me afectase tanto. ¿Qué más daba lo que Onmund creyera de mí? Sobre todo si tenía una impresión tan errada. Me quedé en silencio por largo rato. ¿Era posible que me hubiese alegrado genuinamente que alguien tuviese una opinión generosa de mí?

Pero ahora lo sabía. No era porque creyera que era bueno... sino porque creía que era patético.

—¿Se trata de eso? —gruñí con pocas fuerzas. Aunque quisiera disgustarme, era evidente. Lo había sido desde el comienzo, dados sus intentos de incluírme con los demás—. Sentiste lástima por mí. Aún ahora lo haces... ¿no es así?

Me odié profundamente por un momento... por haberme dejado dominar por el sentimentalismo.

—No, no fue así —dijo Onmund, de pronto—. No siento lástima por ti, Aszel. Nunca lo hice.

Sospeché que se retractaba solo debido a mi reacción... mas su seguridad me indicó que era honesto. Me encontré con sus ojos azul helado observándome fijo y con cierto punto de ofensa por mi interpretación de sus palabras.

—Pero acabas de decir...

—Que lucías solitario —reafirmó—. Pero no me acerqué a ti por lástima; sino... porque sentía que no merecías estarlo.

Le observé, todavía más confuso que antes. ¿Por qué? ¿aún después de...?

—No lo entiendo... Ataqué a uno de tus amigos el primer día. Podría haberle hecho daño si no hubieses intervenido. Incluso fui hostil y agresivo contigo. ¿Qué no merecía estar solo? Me lo gané a pulso desde el comienzo; solo que tú...

—Protegiste al maestro Tolfdir en Saarthal —me detuvo—. Él nos contó todo. Aunque no tenías por qué hacerlo, le acompañaste, te quedaste con él, peleaste junto a él y después, cuando chocamos, me pediste que viéramos que no corriera peligro. Fue ahí que empecé a creer que no eras lo que todos creían.

Quise protestar, pero no tenía cómo hacerlo. Ni siquiera yo mismo tenía una explicación a ello.

—Después de eso —continuó Onmund— dejaste todo de lado, incluida tu propia salud y tu vida para encontrar una respuesta a aquello que creías que era tu responsabilidad sólo por el hecho de haber estado en el lugar incorrecto en el momento equivocado. Por eso me acerqué la primera vez, quería ayudarte. Que supieras que había alguien allí para ti... Nunca creí que fuera justo que llevaras tú sólo la pesada carga de lo que ocurrió en Saarthal. Por si fuera poco... recuperaste mi amuleto aunque nunca te pedí que lo hicieras. Y todo eso disipó mis dudas.

Me quedé completamente mudo. No había hecho nada de ello para ganar la aprobación o la simpatía de nadie. Pero Onmund había estado observándome desde el principio.

—Pese a lo que se dice de ti y a lo que tú mismo pareces empeñado en creer de ti mismo... no eres alguien malvado, Aszel. Al menos... yo no creo que lo seas.

Tragué saliva, sin saber cómo reaccionar. No había hecho muchas cosas en mi vida que corroborasen lo que Onmund creía. Aún ahora, sentía que mis motivos para hacerme cargo de la situación desencadenada por el descubrimiento del Ojo de Magnus eran míos solamente. Nunca había pensado en la seguridad o el beneficio de los demás.

Sólo el mío propio. O eso pensaba...

¿Quizás eso no me convertía en alguien necesariamente malvado? Más bien... solo egoísta. Pero nunca bueno.

Y pese a mi inicial desengaño... Brelyna no se había equivocado. Onmund lo creía en realidad. Y corroborarlo me devolvió algo que no sabía que tuviese, pero que, por un momento, lamenté haber perdido. Aunque yo mismo no supiera qué era.

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