36. La fortaleza de Brillo Tenue
Cuando me desperté, gracias a la mella de la luz del día contra los párpados, percibí un extraño peso cubriéndome de pies a cabeza; el cual me transmitía un agradable calor adicional que mantenía a raya el frío de la región. Al abrir los ojos, noté las finas hebras grisáceas del pelo que conformaba mi capa; pero no solo la mía. También la capa negra de piel de Onmund. Al erguirme en mi sitio, ambas se deslizaron hasta la mitad de mi cuerpo. Onmund ya no estaba en su bolsa para dormir y recordé su amenaza de la noche anterior.
Salí de la tienda, dando tumbos torpes, sin poder creer que al final se hubiese ido sin mí. ¿Por qué demonios lo haría? Aquella era mi maldita misión ¿Quién se creía que era? ¿Qué pretendía con ello?
—¡Cómo mierda...!
La expresión perpleja del muchacho nórdico en cuanto me asomé al exterior me detuvo antes de empezar a vocalizar todas mis maldiciones en su contra. Estaba sentado afuera, cortándose un trozo de queso que se llevó a la boca antes de ofrecerme la cuña, junto al cuchillo:
—Buenos días —saludó, mientras masticaba—. Lamento no haberte despertado, lucías tan a gusto dormido que no tuve el valor. Temblabas, así que te presté mi capa. ¿Dormiste bien?
Asentí, con una cabeceada pausada, asimilando todo de a poco. Rechacé el queso, pasando de largo sin tomarlo y yendo a sentarme frente a Onmund, espabilando de a poco. En lugar de la comida, sí acepté la cantimplora con agua cuando me la ofreció y le di tres largos tragos para refrescar mi boca pastosa y mi garganta seca. Me sequé la comisura con la manga de la ropa, al devolvérsela.
—Deberías comer algo. ¿Quieres pan? ¿Fruta? Pensé en cazar algún conejo, pero acordamos que no encenderíamos fogatas, y para cocinar necesitamos fuego.
—Sólo apresúrate y pongámonos en marcha. Ya estamos cerca —le dije tras una pausa, al ponerme de nuevo de pie e ir a la tienda para sacar nuestras cosas de su interior y empezar a desarmarla.
Terminé comiéndome una manzana sólo para que Onmund dejara de molestarme. Me costaba comer cuando imaginaba qué tipo de panorama nos esperaba al frente. Dudaba que una conversación civilizada fuera a ayudarnos a recuperar los libros. No sabía hasta qué punto eran más peligrosos o más inofensivos estos invocadores que los nigromantes a los que Brelyna y yo habíamos enfrentado en la cueva de Hob; pero supuse que mientras no usaran magia de la escarcha, estaría bastante a salvo y no me darían mayores problemas. Además, si se trataba de magos, los poderes de shock de Onmund serían de gran ayuda, pues además de traducirse en daño, el efecto drenante de estos sobre la energía mágica de nuestros enemigos daría menos cabida a un contraataque...
A menos, claro, que encontrásemos en nuestro camino a otros magos de la tormenta como él.
La fortaleza no tardó en aparecer frente a nosotros cuando emprendimos marcha otra vez. Sabía que estábamos cerca, pero no hubiese adivinado cuan cerca. Y lo que vimos al llegar me sorprendió gratamente. Lo que se suponía, era una fortaleza, se parecía más bien a las ruinas de la cual quizás podría haber sido en mejores tiempos. Las paredes estaban casi por completo derruidas, por lo cual, entrar no sería difícil en lo más mínimo. Pese a aquello, nos mantuvimos en alerta y con la guardia en alto. Las palmas de Onmund comenzaban a colmarse de chispas azulinas a la vez que un aura ambarina envolvía las mías al tiempo en que nuestros poderes de fuego y shock se arremolinaban en las manos de cada uno, listos para descargarlos sobre cualquiera que fuese nuestro primer rival.
A medida que avanzábamos, creí percibir en el ambiente un sonido familiar. Era el crepitar de llamas, pero acompañando el rumor de un cuerpo en movimiento que se desplazaba sin llegar a dar pasos; como si levitase de un lado para el otro. Detuve a Onmund sobre la marcha, antes de acercarnos más a las ruinas de la fortaleza:
—Hay un Atronach de las llamas cerca. —le advertí en un susurro.
—¿Cómo sabes eso?
Antes de contestar, caí en la cuenta de que Onmund no había visto nunca a mi atronach. Hasta donde sabía, mi magia predilecta era la de destrucción. En su presencia nunca había usado la invocación en la rama de la conjuración. Y casualmente, ahora era un buen momento para hacerlo.
La energía ígnea se desvaneció entre mis manos cuando las usé en cambio para abrir un breve portal a Infernace, el plano de los atronach de las llamas, para poder invocar al mío. Este se abrió frente a mis palmas en la forma de un ojo de luz purpúrea por entre la cual, la dama daedra envuelta en fuego surgió, apareciendo frente a nosotros y saludándome con su sonrisa resplandeciente.
Onmund boqueó y retrocedió en un tumbo.
La dama de fuego dio una graciosa voltereta sobre sí misma en el aire y después una acrobacia sobre sus espaldas, indicándome sin la necesidad de palabras, que se complacía de verme tanto como yo a ella.
Hacía mucho tiempo que no la invocaba para que me acompañase, por lo que me sentí un poco mal de tener que enviarla en combate apenas vernos después de tanto tiempo. Pero era la única que podía encargarse efectivamente de uno de los suyos en lo que Onmund y yo revisábamos el área en busca de la entrada a la torre. Le indiqué seguirme y lo hizo cuando me asomé por una de las paredes derruidas de la fortaleza. No le tomó demasiado tiempo adivinar cuál era su misión, en el momento en que el segundo atronach pasó cerca de nosotros, en dirección al extremo más alejado de las ruinas de la fortaleza. Mi dama ígnea adoptó su posición de ataque y sin demora se lanzó hacia su nueva enemiga, disparando sobre la marcha uno de sus poderosos proyectiles, el cual le dio de lleno por las espaldas a la que podría ser su gemela.
La otra criatura daedra volteó en la dirección de la nueva amenaza y bufó como un felino enojado, preparándose a su vez para contraatacar, levantando en el aire un par de poderosas garras.
—Vamos, nos dará suficiente tiempo —le indiqué a Onmund, al empezar a moverme cerca de la pared, con destino a la torre al final de esta, en donde supuse que se encontraría la entrada.
Onmund me siguió de cerca sin apartar la mirada de la terrible pelea en la que se habían enzarzado ambas daedras de fuego, valiéndose de zarpazos y proyectiles que estallaban con furia:
—¿Tienes a un atronach a tus órdenes? ¿Desde cuándo practicas conjuración?
—Me inicié en la magia con conjuración. Después me decanté por la destrucción; pero Ysyn se quedó conmigo.
En el momento en que llegamos a la torre, no tardamos en dar con la puerta que conducía al interior. Arrojé a mi atronach un último vistazo. Aunque eran idénticas, ambas rivales, sabía perfectamente cuál de ellas me pertenecía. Su fuego era distinto; su forma de moverse me era bien conocida.
—Espera aquí —indiqué a Onmund y me alejé para ir hacia ellas.
Busqué por los alrededores ávidamente y tal y como había supuesto, encontré a un mago, oculto tras una de las paredes derribadas. Era joven e inexperto, pues atacó en cuanto me vio, arrojándome un proyectil de fuego débil, que detuve gracias al Ward que había aprendido de Tolfdir antes de contestar con uno de los míos, aprendido de Faralda, el cual estalló contra el muchacho de lleno, reduciéndole a un cuerpo carbonizado que se desplomó sobre la hierba moteada de nieve. En aquel momento, oí el estallido que produjo el atronach a sus órdenes, en el momento en que se consumió sobre sí misma, tras morir el mago que le había invocado, rompiéndose así su vínculo con este plano.
Cuando me di la vuelta, mi atronach se incorporaba exhausta, pero parecía en buenas condiciones. De momento no iba a precisar más de su compañía, de manera que le devolví a su plano también, abriendo de vuelta el portal a Infernace, en donde la mujer daedra se desvaneció en otra de sus elegantes volteretas. Cuando el portal se cerró, Onmund estaba de pie allí, observándome confuso.
—Creí haberte dicho que esperases —me quejé, regresando a su lado.
—Pensé que podías necesitar ayuda... Ahora veo que no —reconoció, cuando pasé por su lado sin mirarlo y a las prisas—. ¿Cómo sabías que...?
—Un atronach de las llamas conjurado nunca se aleja demasiado de su amo, o se rompe su vínculo y se desvanece. Quienquiera que la hubiese invocado, debía estar por aquí, oculto en alguna parte.
Onmund caminó detrás de mí cuando regresé a la puerta de la torre.
—Los magos que invocan a criaturas daédricas a su servicio normalmente sólo las utilizan como herramientas o como armas. Nunca había oído de alguno que diera nombre a la suya.
Me detuve frente a la puerta, para mirarlo de mal humor. Onmund me devolvió a cambio una mirada teñida con cierta ternura, como si observase a un niño pequeño o a un cachorro indefenso.
—Antes la llamaste Ysyn —me recordó, al explicarse—. Y volviste por ella ¿no es así?
—Volví para deshacerme de una futura molestia. ¿Y qué con lo otro? Le puse un nombre. Es todo —gruñí, abriendo la puerta para internarnos en la fortaleza.
Dentro estaba tan oscuro que hizo falta aguardar unos instantes antes de empezar a caminar, para darle tiempo a nuestra vista a acostumbrarse a la tenue iluminación de los adentros del bastión.
—De todas las personas que he conocido, eres la última de ellas que hubiese creído que tuviera un lado tan sentimental. Y es para con una criatura daédrica... Eres un baúl de sorpresas, Aszel.
—Cierra la boca y vamos andando. —lo acallé, poniéndome nuevamente en marcha, sin ánimos de darle más explicaciones.
Además de la presencia recurrente en mis días de mi maestro y del amo al cual se supone que debía servir, no podía decir que tuviera algo que se pareciera a la compañía de alguien en la corte. El día en que robé uno de sus libros de conjuros a mi maestro, no me paré a ver cuál me estaba llevando. Quería invocar a un atronach; porque los tenía prohibidos. Contaba con tiempo limitado y bastó con leer la palabra "atronach" en la cubierta para tomarlo y huir al haber advertido a mi maestro rondando cerca. Ya al cobijo de los bosques, lejos del castillo, cuando revisaba el tomo mágico, en la primera página aparecía el grabado de una silueta femenina con grandes cuernos sobre la cabeza. No sabía qué tipo de atronach era, hasta que me sumí en la lectura del tomo y descubrí que se trataba de una criatura daedra de las llamas. A partir de ahí, no descansé hasta haber conseguido, después de varios días de intentarlo, abrir el portal a Infernace con la ayuda del tomo. Y después de ello, tras haber pronunciado las palabras de invocación correctamente, mi atronach apareció frente a mí, envuelta en llamas; resplandeciente, llena de colores, emitiendo un calor vibrante...
Ella fue mi primer contacto con el fuego. Haber sido capaz de dominar un elemento tan destructivo y poderoso me hizo sentir en control por primera vez en mi vida. En aquel instante decidí que me convertiría en un hechicero piromante. Y también decidí que usaría ese poder para ser libre un día.
No recordaba mucho sobre la mujer que había sido mi madre... Pero recordaba su nombre. Y resolví que no podía haber un nombre mejor para la criatura gracias a la cual estaba a punto de renacer.
De esa manera fue que, durante el primer encuentro con mi atronach cuando era muy niño, terminé dando a la dama ígnea el nombre de Ysyn. El nombre de mi madre.
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