34. Andanzas Pasadas
Onmund y yo abandonamos el colegio ese mismo día al caer la noche para poder salir inadvertidos por los demás miembros del colegio; incluidos Brelyna y J'zargo. Onmund se sentía algo culpable por esto último, pero habíamos determinado que lo mejor era no involucrar a nadie más en el asunto; especialmente tratándose de sus amigos. Por toda notificación, Onmund le había dejado a Brelyna una nota en su mesón, explicándole la situación, aunque sin decirle a dónde nos dirigíamos.
Cuando cruzamos el puente del colegio, cada uno cargando con su respectivo equipaje, nos detuvimos en el Hogar Helado para pedir agua a Dagur (un nórdico rubio, dueño de la posada), y para comprar unas cuantas provisiones; pan, queso, carne ahumada y algo de fruta. Sólo entonces emprendimos el camino al que sería nuestro destino.
Onmund nos llevó por un atajo que si bien nos forzaba a atravesar el frío de la montaña, nos ahorraba al menos medio día de viaje hasta la comarca de El Pálido. Me mantuve en silencio por un largo trecho en lo que avanzábamos por el empinado camino nevado que conducía a las altísimas montañas que refugiaban la ciudad derruida de Hibernalia. No era como si por lo común acostumbrara a hablar más de lo que era justo y necesario; además, el fuerte bramido del viento hacía casi imposible el prospecto de una conversación sin gritar; pero mis motivos para permanecer por tanto tiempo callado eran otros. Se debía a nuestro destino; el que nos llevaría a abandonar Hibernalia, cruzar El Pálido y terminar justo en la frontera de la comarca de nada menos que Carrera Blanca.
Habían pasado ya varios meses desde que había volado de allí, escapando no sólo a las órdenes del Jarl, sino que también a mi misión a Alto Hrotgar, y desde aquel entonces no había sabido absolutamente nada de lo que había ocurrido tras mi paso por la ciudad; ya fuera con el Jarl, la gente de la comarca, los Barbas Grises e incluso con Lydia. No sabía si estaban al tanto de que había rechazado el llamado y de ser aquel el caso, tampoco podía saber si habían decidido dejar el asunto como estaba, o si en cambio, toda la guardia de la comarca estaba tras mi pista, ya fuera para forzarme a cumplir con ese deber, o castigarme por haber ido en contra de él. Y él no saber nada sobre mi propia situación me tenía en unas ascuas terribles. Aquello, por supuesto, estaba sirviendo como leña a una hoguera en una tortuosamente lenta combustión, alimentando de a poco mi paranoia. Cada sonido, cada paso en la nieve, incluidos los míos y los de mi compañero de viaje me llevaban a creer que en cualquier momento un guardia saltaría desde las sombras; o un mercenario, o un cazarrecompensas... y me descubriría ante Onmund no sólo como un traidor al imperio, y el fugitivo que era antes de llegar a Skyrim, sino como el tan aclamado héroe Sangre de Dragón, el cual se habían empeñado en creer que era. Onmund no incurrió en mi silencio sino hasta que casi nos encontrábamos en la frontera con el pálido y mi desasosiego empezaba a hacerse más notorio, pues me estaba llevando al extremo de mirar ansiosamente por cada rincón cada vez que el viento soplaba sobre algún arbusto, o que algún animal pequeño se movía en la nieve.
—Bien, ahora estoy seguro de que algo te ocurre —comentó Onmund, acompasándose a mis pasos e inclinándose junto a mí para intentar verme a los ojos.
Apenas pude oírle por encima del silbido infernal del viento haciendo mella contra la capucha que me cubría los oídos, pero me sentía seguro con ella, pues me facilitaba la tarea de esconder el rostro.
—¿No me dirás qué es?
—No es nada —farfullé, apresurando mis pasos para escapar de su mirada inquisitiva.
El frío no estaba ayudando en nada. Aun cuando mi tolerancia al cual era un poco mayor que antes, todavía me suponía un esfuerzo sobrehumano soportar las bajas temperaturas de la zona. El único consuelo que albergaba para mí regresar a la comarca de Carrera Blanca, era que el clima; según podía recordarlo, era más cálido; aunque no estaba seguro de qué tanto, tratándose de la frontera.
Me cerré con fuerza la capa gris de piel sobre el pecho y avancé procurando mantener un ritmo presuroso, en el afán de conservar el calor en las extremidades heladas. Onmund tuvo la amabilidad de no seguir indagando más y me dejó sólo con mis pensamientos durante todas las horas dentro de las que cabía la noche y parte de la mañana del día siguiente, limitándose sólo a conversar de cualquier trivialidad, o de hacer observaciones respecto a lo que íbamos encontrando al andar.
Cuando la luz del sol se cernió sobre nosotros, volviéndose acerada al pasar por entre las nubes, creí reconocer el paisaje a nuestro alrededor. Habían pasado meses desde aquello, pero estaba seguro de que nos estaba llevando en la dirección correcta, pues podía recordar aquel trecho como el que me había tocado recorrer en solitario tras dejar a una maltrecha Lydia en la posada junto al lago. Acordarme me trajo un poco de nostalgia. Para aquel momento, ya estaba temblando frenéticamente y sentía que incluso mover los dedos era una tarea ardua y dolorosa. Me reconfortó la idea de que, si no me equivocaba, teníamos muy cerca la posada del "Portal Nocturno". Dimos con la taberna ya bien entrada la noche. Apareció ante nosotros como una silueta negra entre la ya de por sí espesa penumbra. Los vientos habían mermado ligeramente y ya no hacía falta gritar.
—Pasemos aquí la noche —le sugerí a Onmund, a lo que este concordó.
Entramos en la posada tras sacudir la nieve de nuestra ropa y dentro, nos recibió el delicioso calor de la hoguera que crepitaba en el centro del salón. El ambiente era suavemente acariciado por la melodía que tocaba en un extremo del lugar el mismo bardo orco de la primera ocasión. Supe que el dueño de la posada me reconocería cuando me viera; pero el que lo hiciera no implicaba mayor riesgo, pues todo cuanto sabía de mí era que me había separado allí de mi compañera de viaje.
Cuando Onmund y yo nos aproximamos al mesón para rentar una habitación y pedir de comer y beber, tal y como pensaba, Hadring, el posadero de un ojo se detuvo en mi rostro, observándome:
—Yo te recuerdo —comentó, haciéndome bajar la mirada, aún inquieto por cuales serían sus palabras y qué tan seguro era que Onmund las escuchara. Para ese momento, el joven nórdico ya estaba atento y todo oídos a las palabras del posadero, observándonos de uno en uno con curiosidad y expectante—, viajabas con aquella jovencita nórdica a la que trajiste aquí malherida.
La mirada de Onmund se trabó en la mía. Ya no tenía escapatoria. Fácilmente podría haber dicho que me estaba confundiendo con otra persona. Dudaba de la capacidad de memoria retentiva de un hombre viejo con un ojo nublado, pero la curiosidad fue más fuerte y me obligó a preguntar:
—¿Qué pasó con ella después de que me fui?
Hadring se apoyó de brazos cruzados sobre el mesón en afán de conversación:
—Permaneció aquí menos de una semana. Pero sus heridas estaban sanando bien y lucía bastante repuesta cuando se marchó. Insistió en pagarme más de la cuenta, pero no pude aceptarlo.
Di una cabeceada. Sentí una extraña calma al saber que Lydia se encontraba bien. No podía decir que albergara por la muchacha nada parecido al afecto, pero me aliviaba saber que lo había logrado.
—A ti parece haberte ido bien —comentó además el posadero—. No hablabas demasiado ese día tampoco, pero tienes mucho mejor aspecto ahora.
Onmund sonrió discretamente con la observación del posadero. Me cohibí, algo fastidiado por ella.
—En fin, han de estar hambrientos ¿Qué puedo ofrecerles?
Onmund habló en mi lugar, aliviándome de tener que seguir tratando con el posadero y suscitar en él más familiaridad de la que era necesaria; arriesgando quizás a que comenzara a hacer preguntas.
—Alojamiento, por favor. Y algo caliente para comer. Aguamiel nos vendría de maravilla también.
—Tengo ahora mismo un gran cazo de guiso de venado cocinándose en el fuego. Les traeré un gran cuenco a cada uno y luego les mostraré sus habitaciones.
—Excelente —sonrió mi compañero. Siempre era demasiado cordial. Tenía una facilidad insólita para llegar a las personas y hacer que se sintieran en confianza con él.
El aroma de la carne guisada cuando el posadero nos puso en frente los cuencos se me metió por la nariz, arrancándole a mi estómago un furioso gruñido. Estaba muy caliente, pero eso no me impidió tragar una cucharada tras otra con un apetito voraz. La carne estaba jugosa y las verduras tiernas. Y en conjunto con la dulzura cálida del aguamiel con la que acompañamos la cena, el frío acumulado en el cuerpo quedó completamente mitigado. Descansamos algunos instantes junto a la hoguera antes de retirarnos a dormir; pero tal y como lo había supuesto, Onmund no me permitió hacerlo sin antes seguirme a mi habitación para hostigarme con preguntas sobre lo que había oído:
—Así que... ¿viniste aquí con una muchacha? ¿Una enamorada? —quiso saber con tono socarrón.
Rodé los ojos, aunque no podía verme, pues en ese momento sólo tenía la vista de mi espalda mientras yo buscaba ropa fresca en mi equipaje para cambiarme luego de lavarme, y luego acostarme a dormir. No soportaba llevar encima la peste de un viaje largo por demasiado tiempo.
Lydia era atractiva, había creído eso desde que la vi, pero implicar que tenía algún tipo de relación con la chiquilla nórdica que tantos problemas me había causado y con la que sólo había convivido por un par de días, resultaba irrisorio.
—No era nadie importante —contesté, tajante, levantándome de mi sitio con una camisa y pantalones limpios colgando del antebrazo—. ¿Quieres largarte ya? Necesito asearme.
Onmund torció una sonrisa al advertir la barra de jabón que puse junto a la vasija con agua y la esponja sobre la mesilla aledaña a la cama antes de empezar a quitarme una a una las capas de ropa.
—Está bien —dijo, al ponerse de pie desde la silla en el cuarto en la que descansaba; pero desde luego que no iba a dejar el tema tan fácilmente—. El posadero dijo que la chica estaba herida, ¿qué pasó antes de eso?
—Bandidos. —contesté sin muchos rodeos y sin dar más detalles, tal y como aquel día.
Onmund dio un asentimiento, alargando la mano hacia la puerta para abrirla y retirarse:
—Ya veo —masculló, rendido ante mi apatía—. Que descanses, Aszel. Nos vemos por la mañana.
—Partiremos temprano. Si no te levantas, me iré sin ti.
Cuando Onmund se retiró, exhalando por la nariz algo parecido a una suave risa, la habitación quedó en silencio y puse el seguro de la puerta que cerró tras de sí antes de quitarme las últimas prendas.
El agua de la vasija estaba tibia cuando humedecí con ella la esponja y luego la usé para enjabonarme por completo, tallándome con fuerza. El agua enfriándose sobre mi piel me hizo tiritar de frío, pero lo ignoré y me aseé lo mejor que pude.
Camino aquí me había adaptado a muchas cosas con las que nunca había tenido que lidiar antes en mi vida. Las bajas temperaturas, la comida seca y fría, el trato directo con la gente, los animales salvajes, el mal tiempo... Pero si había algo a lo que nunca, jamás me iba a poder acostumbrar, era a la suciedad. Aun cuando las noches de Hibernalia eran despiadadamente heladas, procuraba lavarme de pies a cabeza con regularidad. Extrañaba poder meterme en una bañera llena de agua caliente y el suave aroma de los aceites y jabones finos. Formar parte de la corte de la nobleza, aunque sólo fuera en la posición de aprendiz del mago de esta, implicaba mantener pulcritud en todos los aspectos. Nunca había poseído demasiada labia o modales particularmente cuidados, pero la higiene era algo que se había arraigado en mí de forma irrevocable.
Ya limpio y habiendo cambiado mis prendas, me acosté a dormir.
Todavía teníamos un largo camino por delante; y lo que nos aguardara al frente era otro misterio para el cual ya no me quedaban energías ese día.
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