3. La Misión de Farengar
Cuando llegué a carrera blanca tras un camino de casi tres días de viaje, ya había caído la noche en toda su espesura. Hizo falta persuadir a los guardias en la puerta para ganar la entrada, lo cual no fue difícil después de comunicarles que Cauce Boscoso se encontraba en problemas. Sólo entonces, las puertas de Carrera Blanca se abrieron ante mí.
La ciudad me resultó nueva y desconocida, pero extrañamente acogedora. Las casas eran pequeñas y con techos altos y puntiagudos, y aun siendo de noche, parecía que había vida en ella. Me llegó el olor a acero y a brasas desde la fragua situada casi en la entrada de la ciudad, donde una mujer de piel morena y el rostro teñido de carbón me arrojó una mirada inquisitiva. No pudo mirarme por mucho tiempo más antes de que un soldado imperial se interpusiera entre su mirada y la mía y comenzara a increparle sobre algo a lo que no presté demasiada atención, pero que sospeché que tendría que ver con más tonterías sobre la estúpida guerra de Capas e Imperiales. Aquella no fue ni de lejos la única y última mirada perspicaz que recibí en todo mi camino desde la puerta hasta Cuenca del Dragon, en donde me había indicado Gerdur que podría ver al Jarl.
No sólo era un extranjero; también un forastero de estas tierras y la gente era capaz de notarlo. Me sentí acosado por muchos pares de ojos que empezaban a hacerme dudar de mi propio anonimato en esa área. Dudaba que la noticia de un fugitivo bretón hubiese llegado más rápido de lo que yo había corrido a oídos del Jarl. Más aún dudaba que un mendigo bretón tuviera bastante importancia como para que el Jarl dejara desatendido el asunto de la aparición de un dragón. En cuestión de perspectiva, mis supuestos crímenes palidecían en comparación a la noticia de la que era portador. Quise creer eso con todas mis fuerzas. Después de entregar al Jarl la noticia, podría seguir mi camino finalmente; rumbo al destino que había decidido para mí mismo, al momento de escapar de la corte de Salto de la Daga. Armándome de valor, subí las interminables escaleras de piedra que me pusieron frente a la enorme puerta del palacio de Cuenca del Dragón, en donde cumpliría con la promesa hecha a Gerdur. Entonces, ya no sería de mi incumbencia lo que pasara con ella y Ralof, ni con Cauce Boscoso, ni con el Jarl ni con el ataque del dragón...
La primera en recibirme fue una elfa oscura de piel curtida y grisácea y aspecto hostil, que se acercó con espada en mano y un claro afán de ir a atacar ante la menor provocación. Sentí el ardor del fuego dentro de mis palmas en cuanto advertí su posición defensiva y el desafío en su mirada de ojos granate:
—¿Qué significa esta interrupción? El Jarl Balgruf no recibe visitas. —me advirtió
Procuré relajarme.
—Gerdur me envía. Cauce Boscoso está en peligro.
—Irileth —la llamó entonces un hombre entrado en años, a quien hasta entonces no había advertido y que reposaba sentado en el trono al fondo del palacio, al final de dos largas mesas apostadas una a cada lado de una gran hoguera, la cual emanaba un agradable calor que paliaba el frío de mis extremidades.
Me había imaginado algo completamente diferente al hombre de aspecto afable que se sentaba en el trono cuando la gente hablaba de un Jarl. Su edecán parecía mucho más intimidante
—¿De qué se trata esto de que Cauce Boscoso está en peligro? —pidió saber.
Me armé de valor para hablar, a sabiendas de a donde nos conduciría eventualmente la conversación, y preparando internamente una coartada a la vez que me debatía sobre si aquella sería mi mejor opción, o si tenía más posibilidades de que me dejasen continuar mi camino sin tener que asesinar a nadie más si decía la verdad.
—Un dragón ha atacado Helgen. Gerdur teme que Cauce Boscoso sea el siguiente. —dije por toda respuesta, omitiendo presentarme, o dar más detalles de cómo era que manejaba esa información.
El hombre se rascó la barba en ademán cavilante.
—Gerdur... la dueña del molino. Es un pilar de la comunidad. No mentiría con un asunto como este. —murmuró, considerando mis palabras— ¿Y estás seguro de que fue destruida por un dragón?
—Estuve allí, Jarl... Vi al dragón quemar Helgen hasta sus cimientos.
Tanto el Jarl como los presentes se sobresaltaron con la noticia. Intercambiaron miradas incrédulas y a aquello le sobrevino una acalorada discusión acerca de la situación de la guerra civil y el devenir de Cauce Boscoso. Durante todo el tiempo me mantuve en silencio, como era mi costumbre con las cosas que no me concernían. Aún tenía la esperanza de marcharme de allí apenas entregar el mensaje.
—Le has hecho a Cauce boscoso un gran servicio —agradeció el Jarl. Por su tono de voz, sonaba realmente agradecido.
Aun cuando no estaba preparado para más muestras de amistad, ni de humor para recibir más obsequios, acepté de buena gana la armadura de acero de la que me hizo entrega el Jarl; acompañada de más alabanzas que no sentía que mereciera realmente sólo por entregar un mensaje. Una armadura sólo sería una pesada carga extra, y no me serviría a mí de nada, pero quizás podría venderla por buen precio a la caravana Khajiita que había visto a las afueras de Carrera Blanca y entonces tendría oro suficiente para sobrevivir durante el camino que tenía por delante.
Me vi retenido nuevamente antes siquiera de manifestar mi deseo de marcharme, sin embargo, esta vez no contra mi voluntad, sino a raíz de mi propia curiosidad cuando el Jarl me llevo hasta la presencia de nada menos que el hechicero de su corte, insistiendo que podía ofrecerme una pequeña misión a la medida de mis habilidades, bajo su cargo, y prometiendo a cambio una recompensa:
—Te presentaré a Farengar. Puede ser algo... difícil. Magos, ya sabes... —dijo con cierto desdén, por el cual inevitablemente me vi aludido; aunque no dije nada. Planeaba mantenerme en terreno neutral todo el tiempo que fuera necesario; aún si eso implicaba tomar firmemente las riendas de mi tempestuoso carácter.
Mientras me conducía hacia las estancias en donde se encontraba Farengar, el hechicero, me confió que este trabajaba en una investigación sobre dragones y que, tras lo ocurrido, era urgente precisar de toda la información posible en lo que a estos respectaba. Si bien, la última cosa con la que quería seguir involucrándome era más de esas bestias, la repentina posibilidad de conocer a un hechicero de Skyrim; y no cualquier hechicero, uno al servicio de un hombre tan poderoso como el Jarl "Balgruuf, el Grande" definitivamente no representaba para mí un desperdicio.
Las dependencias del hechicero estaban conjuntas al salón principal. Las estancias eran indiscutidamente las de un mago. Lo supe por las brillantes gemas de alma de variados tamaños repartidas por todas partes, los tomos mágicos que colmaban las estanterías, y las pociones sobre el mesón sobre el que el hechicero trabajaba. Para mi sorpresa, cuando este se dio la vuelta para mirarnos, no se trataba de ninguna clase de elfo. Ni siquiera de un bretón como yo. Era un nórdico como el que más, algo joven como para tener la experiencia que exigía su cargo, y ataviado de una larga túnica azul; la cual parecía la única cosa respecto a su persona que podría llegar a asemejarle a un mago. No era que me agradasen particularmente los nórdicos; les consideraba a todos unos bárbaros brutales y con poco seso, pero si este hombre había llegado a hechicero de la corte, quizás podía darle el beneficio de la duda.
El Jarl me introdujo sin muchos rodeos y le informó que quizás yo sería capaz de ayudarle con sus investigaciones.
El mago, alto y flacucho, tan pálido y lampiño como yo de no ser por las patillas oscuras que asomaban a los costados de su rostro, casi por completo ocultas por la capucha de su túnica, me observó de pies a cabeza, poco impresionado. Imaginé que estábamos igualmente decepcionados uno del otro.
—¿Así que el Jarl piensa que puedes serme de utilidad? —dijo en cuanto el Jarl se hubo marchado, empezando a rodearme como si se tratara de un buitre, lo cual no tardó en empezar a irritarme— ¿Quién eres tú, para empezar? Un bretón, sin duda.
—Aún no sabes nada sobre mí. ¿Cómo es que...?
—Baja estatura, delgaducho, delicado... No es muy difícil adivinarlo. ¿Qué te trajo hasta Skyrim?
—Eso no es de tu incumbencia —respondí con acritud y las defensas en alto dado su primer acierto sobre mí.
Mi tono de voz sonó más defensivo de lo que hubiese querido, pero el hechicero pareció captar el mensaje, pues no hizo más indagaciones y paso su atención de mí a los escritos sobre su mesón:
—No puedo sencillamente fiarme del juicio del Jarl para enviar a cualquier aparecido de ninguna parte en una misión tan importante como esta. Por lo que concédeme unos instantes y ya me encargaré de determinar si das la talla para esta búsqueda.
No dejé que aquello consiguiera impacientarme. En cambio, vi la oportunidad de curiosear por los artefactos que se hallaban desperdigados en la estancia y me dediqué a ello durante los minutos que el hechicero necesito para terminar lo que fuera que le tuviera tan concentrado. Examiné las gemas de alma del mesón, y recorrí las páginas de los tomos de magia prolijamente organizados, que encontré en la estantería. Había de todas las escuelas. Ilusión, conjuración, restauración, alteración... Y destrucción.
Me avoqué por completo en la última sección, recorriendo uno a uno los tomos, buscando aquellos en la rama del elemento que era mi predilecto. El que me había acompañado durante toda mi vida desde mis inicios en la magia, hasta los conocimientos que poseía actualmente. El que me había dado tantas victorias como me había traído problemas: El Fuego.
—Si estás interesado en alguno de esos tomos, todos están a la venta. —comentó Farengar sin mirarme. Aquello sólo provocó que me fascinara más por la colección que tenía delante.
Desde colocar runas explosivas en el piso, hasta arrojar proyectiles ardientes... toda la magia con la que había pasado la vida soñando estaba allí, en mis manos; en las páginas de esos tomos.
Tomé el que más atractivo me resultaba, y lo puse en el mesón frente a Farengar:
—¿Cuánto?
—Mil trescientas monedas.
Tragué saliva. No había forma de que pudiera costearlo.
Farengar me miró por entre sus cejas pobladas de hirsutos vellos castaños con cierta sorna:
—¿De manera que te interesa la escuela de destrucción, joven bretón? —capté la burla en su voz—. Aún si pudieras pagarlo no hay forma de que pudieses manejar magia como esa.
Lo consideré. Por más que la ira asesina que sentía en ese momento suscitada por el tono condescendiente del hechicero estuviese haciéndome considerar encender sus preciosos escritos en llamas frente a sus ojos... Muy a mi pesar, tenía razón. Aún era un piromante inexperto. Tenía un largo camino por delante antes de poder manejar magia así de poderosa. Pero de algo estaba seguro. Lo haría algún día. Con ese objetivo había iniciado este viaje. Y no me detendría ante nada.
Presa de un súbito golpe de sensatez y humildad, saqué de la estantería un tomo más modesto.
—¿Qué tal este?
—Trescientas cuarenta monedas.
Suspiré. Tampoco tenía dinero, ni siquiera para eso.
—Te diré qué. —dijo Farengar, dejando de lado sus escritos y levantando la cabeza para mirarme—. Puedo ver que tienes decisión, muchacho. Creo... que te encomendaré la misión después de todo.
Enarqué una ceja. Dudaba que dispusiera de cualquier otra persona dispuesta a cumplir su dichosa misión, por lo que probablemente yo fuera su única opción. No iba a tragarme fácilmente su intento de hacerme creer que yo era especial. Pero no hice comentario al respecto, y le permití continuar: —Necesito de alguien que pueda traerme cierto, valioso objeto.
Exhalé, a sabiendas de por dónde iban los tiros. Aquel me lo confirmó cuando añadió:
—Bueno, cuando digo "traer" me refiero a adentrarse a unas peligrosas ruinas nórdicas y buscar una antigua tablilla de piedra que podría estar allí... o no.
Y allí estaba... El gato en la bolsa. Ahora sabía por qué hasta ahora no había docenas de voluntarios.
—¿Y si me niego?
—Desde luego que puedes hacerlo —contestó Farengar, encogiéndose de hombros—. Pero te diré que el único objeto que me interesa de ese sitio es la tablilla de dragón, por lo que eres libre de disponer cómo consideres mejor de cualquier otra cosa que encuentres allí. Las ruinas nórdicas son bien conocidas por albergar las riquezas y tesoros de los señores a quienes pertenecieron y junto a los cuales fueron sepultadas en su tiempo. Ya sabes... riquezas suficientes para llenarte las manos de oro fácil. Oro que quizás sea suficiente como para costear incluso un tomo tan valioso como el primero sobre el cual posaste los ojos.
Bien entrada la noche, después de salir de Cuenca del Dragón, y tras haber aceptado la misión de Farengar, lo primero que hice fue buscar un sitio donde pasar la noche. Apareció frente a mí una posada llamada "La Yegua Abanderada". No tuve que pensarlo mucho para entrar, instado por el frío invernal que azotaba las calles. Aún me quedaban provisiones de las que Gerdur me había dado, de manera que lo único que quería era un sitio donde descansar. Contaba con algunas monedas de oro todavía, quizás las suficientes como para rentar una habitación; aunque sospeché que en ello se irían todas y por la mañana ya no me quedaría ninguna. ¿Qué importaba? Hasta donde lo entendía, era probable que ni siquiera saliera con vida de las ruinas a las que me llevarían mi misión. Pero si internarme en sus adentros me garantizaba contar con el oro suficiente como para continuar mi viaje holgadamente y no solo eso, para hacerme con uno de los tomos de hechizos de destrucción en la colección de Farengar... Definitivamente era mucho mejor que cortar leña por un par de monedas, y seguir aplazando mi propósito. No era la opción más segura, pero era la más rápida.
Con eso en mente y después de haber rentado un cuarto a la dueña de la posada; una mujer de mediana edad llamada Hulda, me acosté, completamente exhausto, y por primera vez en mucho tiempo, dormí a gusto en una cama.
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