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29. Un Regreso Agridulce


El camino de vuelta desde la cueva de Hob al colegio de magos de Hibernalia resultó algo más corto y fácil que el de ida; pero mucho más tenso.

Incluso para mí estaba siendo difícil olvidar la escena de la chica recostada sobre el mesón con el pecho abierto y sangrante y la expresión de un rostro alguna vez joven y bello, torcido en una mueca anegada de espanto y agonía, despojado de todo rastro de vida. Se nos habían adelantado, y en espacio de segundos. No podía imaginar lo difícil que estaría resultando para Brelyna el hacerlo; o el largo tiempo que esa imagen le perseguiría, junto con la culpa de no haber llegado a tiempo, pese a su deseo acérrimo por salvarla desde un comienzo.

Palpitaban en mi memoria las palabras de Brelyna durante nuestro disgusto. No podía ofenderme por los términos con los que la gente, incluida ella, solía referirse a mí: Frio. Despiadado. Cruel...

No lograban turbarme porque era bien consciente de ello. Y por tanto, llegar a comprender el dolor de alguien que lloraba la pérdida de una vida que jamás había estado ligada a la suya, era algo casi impensable. Sin embargo, caminé en silencio, procurando al menos respetar su duelo.

Sostuve con fuerza durante todo el camino el bastón de Enthir en la mano. Casi nos había costado la vida, pero al final habíamos podido recuperarlo de entre las pertenencias del mago nigromante cabecilla del misterioso clan al que habíamos aniquilado; "La Órden del Gusano Negro". El nombre no me resultaba conocido en lo absoluto; pero quizás si se lo preguntaba al viejo Urag alguna vez, tuviera alguna pista que darme al respecto. No cambiaría en nada la situación, pero al menos me daría una idea de con qué fin o propósito había muerto aquella muchacha y... casi habíamos muerto nosotros. Además del bastón, que sostenía en la mano, pesaba en mi bolsillo otro artefacto que había sustraído; no de las pertenencias del líder nigromante, sino del mesón que había servido de altar para sacrificar a la muchacha: una gema de alma negra.

Brelyna no había notado el momento en que la tomé, y pensaba guardarla como un secreto de ella. De ella y de todos, a decir verdad. Las gemas de alma negras servían para atrapar tanto almas puras como corruptas. Entre las últimas se contaban las almas humanas y pertenecientes a otros seres sentientes y poseedores de razonamiento (como Khajiitas, Orcos, Elfos y Argonianos) pero también de drémoras. Eran poderosas y peligrosas. Y lo más importante... estaban prohibidas.

La razón para aquello era el hecho que se creía que el alma encerrada en la gema permanecía consciente tras su confinamiento; por tanto, conservar una intacta, negándole al alma atrapada dentro el descanso, era considerado poco ético y un crimen. Si aquellas creencias eran ciertas, significaba que el alma de la chica permanecía guardada en la gema. De ser ese el caso, me enfrentaba a dos opciones: destruirla para así liberarla... O usarla; pues las gemas de alma negra, así como muchas cosas que eran prohibidas e inmorales, eran muy codiciadas; pues eran en extremo poderosas usadas en encantamientos y rituales. Decidí que pensaría en ello más tarde. Por lo pronto, regresar el bastón a su dueño era lo que nos ocupaba.

El bastón no parecía nada fuera de lo ordinario. Era un bastón cualquiera de la escuela de ilusión, fabricado en madera, decorado con metales preciosos y con una gema de alma en un extremo. No tenía claro cómo un objeto tan simple como este podría dar a un maestro nigromante más poder del que ya tenía. Y francamente, no me interesaba en lo absoluto. Todo lo que deseaba era terminar cuanto antes con esa tediosa misión y poner un punto final a aquel embrollo.

Observé a Brelyna por encima del hombro. Tenía en los labios una mueca y sus ojos lucían ausentes. Se aferraba con fuerza la capa sobre el pecho pese a que el frío ya no azotaba con tanta fuerza como lo había hecho durante el camino de ida. Lucía como si intentase paliar con la calidez de su capa de piel otro tipo de malestar. Uno que era más espiritual que físico. Tuvimos que parar a descansar para reponer energías comiendo y bebiendo algo. El sabor de la carne seca de horker me pareció igual de repugnante la segunda vez que lo comí; pero un tanto más soportable. Estaba demasiado distraído en Brelyna para notar demasiado el sabor. La dunmer no había comido nada; sino apenas dado un par de sorbos a su botella de aguamiel. No tenía claro si la culpa era algo que debería estar compartiendo con Brelyna; después de todo, yo había sido quien se había negado a buscar una forma de subir la plataforma rocosa para rescatar a la chica al inicio de la entrada a la cueva. La muerte de la muchacha no hacía una gran diferencia para mí, pero ver a Brelyna en tal estado, sin saber por qué, no me estaba siendo del todo indiferente; como lo hubiese sido en otros tiempos.

—Come —la insté, procurando no mirarla. Ella no obedeció; tampoco pareció prestar atención.

No había nada que pudiera decirle que cambiara la situación. Sin embargo.... Había otra cosa que podía decir. Lo que se supone que la gente dice en momentos como aquel. Una expresión a la que era bastante ajeno, pero que era la apropiada para estos casos

—Lo siento —susurré, de un modo demasiado seco como para transmitir con ello el significado que aquellas palabras normalmente implicaban.

Pero, más allá de eso... me percaté de que era la primera vez que pronunciaba esas palabras por voluntad propia.

Brelyna me observó un tanto perpleja; llena de duda.

Me vi obligado a pensar para improvisar. ¿Qué se suponía que lamentaba? Había una lista larga de cosas que desearía no haber hecho para acabar en este punto, pero ¿Cuál de ellas era la que, en sus ojos y en mi posición, era más válido lamentar? ¿Cuál de ellas serviría para reconfortarla?

—Lamento haberte involucrado en esto. Y forzado a entrar en la cueva —comencé a listar—. Y lo que le ocurrió a esa muchacha. Aún si decides no creer en mis palabras... no deseaba que muriese.

Brelyna pareció ablandarse. Lo consideró unos instantes antes de menear la cabeza en negativa:

—No fue tu culpa. No hubieses sabido lo que pasaría. Además... estabas en lo correcto.

Levanté los ojos, sorprendido de oír que estuviese dándome la razón en algo.

—Hubiese querido salvarla... pero cuando me detuviste me di cuenta de que realmente no lo deseaba si hacerlo implicaba perder mi propia vida. No hubiese podido ver nunca más a mi familia y a mis amigos... Aun así, es una decisión egoísta. No es así como se hacen los actos heroicos.

—Déjale los actos heroicos a los héroes. Vive por ti y por quienes consideres importantes. No vale nada dejar una imagen para que los desconocidos adoren si quienes son realmente importantes para ti van a tener que llorarla. Hoy ya hiciste algo por alguien a quien consideras importante.

No supe de donde habían salido aquellas palabras, pero parecieron reconfortar a la elfa. Brelyna asintió lentamente; no del todo convencida, pero luciendo como si quisiera aferrarse a ello para mitigar el dolor. Permaneció en silencio un largo rato antes de hablar nuevamente.

—¿Y tú? —preguntó de pronto—. ¿Tú por quién vives, Aszel?

La pregunta de la dunmer me sumió en una larga contemplación. Yo no vivía por nadie. Por nadie más que por mí. Siempre había deseado convertirme en un poderoso hechicero; por mí. Ganar mi libertad; por mí. Alcanzar la maestría en la escuela de destrucción y conseguir victoria sobre mis enemigos... por mí. Era una existencia algo vacía; pero era la única que había conocido nunca.

—Por mí —fue mi tajante respuesta al levantarme e indicarle que debíamos ponernos en marcha antes de que el tiempo decidiera empeorar.

Cuando llegamos por fin al colegio, ya había oscurecido por completo. Tuvimos que cruzar con mucho cuidado el puente de piedra y en poco tiempo estuvimos ante las puertas de la entrada, sacudiéndonos de la nieve y el hielo, y respirando exhaustos. La figura de Enthir, reclinada contra el quicio de la entrada fue una sorpresa que nos hizo a ambos, a Brelyna y a mí, retroceder un paso, alarmados. El Bosmer rió con su voz ajada y guasona antes de salir de entre las sombras que las torres proyectaban sobre el patio y dirigir los ojos al bastón que acarreaba yo aún en la misma mano.

Se lo lancé con brusquedad rayana en rabia a la cara y el elfo lo recibió antes de que este pudiera golpearlo, torciendo un mohín disgustado, pero cambiando su expresión por una sonrisa complacida cuando determinó que en efecto era el suyo y que yo había cumplido con mi parte del trato.

—De modo que consiguieron que el viejo nigromante les diera el bastón.

—Sabías que era un nigromante —siseé con ganas de quitarle el bastón de las manos y rompérselo contra la quijada. Me contuve. Ya todo había terminado. Extendí la mano hacia él—. El amuleto.

El elfo Bosmer me dedicó una mirada llena de sorna, pero acorde a su palabra, sacó el amuleto del bolsillo y me lo arrojó con el mismo gesto con que le había devuelto yo su bastón.

Lo atrapé en el aire antes de que golpeara mi rostro y lo observé en mi mano. Constaba de una pieza sencilla de plata decorada tan solo con un único zafiro en el centro. Estaba envejecida y maltratada. Era una baratija tan corriente que parecía imposible haber recorrido tanto y pasado por tantas cosas sólo para recuperarla. Pero allí estaba por fin.

Cuando Enthir desapareció entre las sombras del patio, dejándonos solos en la entrada del colegio, le hice entrega a la joven dunmer del amuleto y me alejé de ella para ir a dormir. Sin embargo, me detuvo, jalando otra vez de la manga de mi túnica.

—Espera...

—Dale su baratija a Onmund y no vuelvas a molestarme.

Brelyna sostuvo el amuleto contra su pecho, apretando los labios. Antes de que me marchara, volvió a detenerme, esta vez atenazando mi muñeca:

—Pienso que tú deberías dárselo. Tú fuiste quien obtuvo la información de Enthir. Fuiste a buscarme poniendo tu vida en riesgo y cuidaste de mí durante todo el camino. No importa la razón por la que lo hayas hecho, no hubiese podido lograrlo sin ti. —declaró, llena de seguridad.

No pude rechazar la petición de Brelyna. Se negó rotundamente a entregarle a Onmund su baratija incluso amenazando con lanzarla desde el puente al mar si no accedía a ser yo quien se lo diera; con lo cual, desde luego, tuve que acceder. Cuando me presenté en su habitación, parecía sorprendido:

—¡Aszel! ¡¿En dónde estabas metido?! ¡Llevas desaparecido desde ayer! ¡¿Brelyna está...?!

—En su cuarto —suspiré, sacando el amuleto del bolsillo y poniéndoselo frente al rostro.

Onmund lo tomó en sus manos, completamente estupefacto, exhalando un boqueo.

—¡Ha! —se rió, asiéndolo con fuerza— ¿Cómo...? ¡No pensé que realmente accedería a devolverlo!

Respiré, exhausto. Brelyna y yo habíamos acordado jamás contarle a Onmund lo que habíamos pasado para poder recuperar su amuleto. No necesitaba también cargar con el peso de aquello. Finalizada mi parte de la misión, me dispuse a salir de allí para ir a descansar. Pero Onmund me detuvo, aferrando mi hombro antes de que lo hiciera. Cuando volteé a verlo, tenía en el rostro una expresión llena de gratitud, la cual le curvaba los labios una sonrisa dulce que me desconcertó por algunos segundos, dejándome sin aliento e incapaz de moverme para librarme.

—Gracias, amigo —dijo en tono suave y afectuoso—. Es bueno saber que puedo contar contigo.

Cuando regresé a mi cuarto y dejé mi equipaje a un lado, me dejé caer pesadamente sobre la cama, respirando con calma por fin. Pese a todas las penurias que había pasado por recuperar el amuleto, sentía ahora una gran y extraña paz. La sonrisa llena de gratitud de Onmund seguía fresca en mi memoria, como restándoles importancia.

Como si por ella... todo hubiese valido la pena.


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