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24. Remordimientos

"Finjamos que un determinado individuo intentó hacerse con un determinado bastón y que intercambio varios objetos valiosos a cambio de dicho bastón a otro individuo. Y que ese otro individuo no descubrió hasta más tarde que el primer individuo haría un... 'uso inadecuado' de ese bastón. Y la catástrofe que se produciría dejaría en muy mal lugar a los implicados. ¿Me sigues?"

Me había pasado una buena parte de la noche y toda la mañana dándole vueltas a las palabras de Enthir. Lo que había pretendido ser una historia había resultado en una confesión de otro pésimo negocio, hecho por el mismo bosmer, del cual aparentemente podría salir perjudicado si no se retractaba. La única forma de evitarlo era recuperar su dichoso bastón, que ahora poseía el cabecilla de un grupo de hechiceros residentes en un sitio llamado "Cueva de Hob", camino a la ciudad de Lucero del Alba. Y traérselo era la única forma de conseguir que le regresara a Onmund su amuleto.

Estuve tentado a decírselo al mismo. Ya había hecho suficiente al hablar con Enthir para averiguar una forma en la que estuviera dispuesto a revertir el trato; lo que Onmund decidiera hacer con esa información ya no me competía. Cuando le busqué, no le encontré en ninguno de los salones, tampoco en el techo del colegio ni en los alrededores. Era extraño que hubiese desaparecido de ese modo, por lo que por un instante creí que quizás Enthir lo habría encarado en algún momento y dado la misma información que a mí. En tal caso, probablemente ya estuviera en camino a recuperar el bastón. Cuando me había rendido en mi búsqueda, encontré en cambio a Brelyna, quien luego de asegurarse de que no había nadie más por las proximidades, se acercó a mí de forma dubitativa:

—Estás buscando a Onmund ¿no es así? —dijo por lo bajo.

No supe qué responderle. Sólo di una lenta cabeceada en asentimiento, mirándola fijamente, intentando descifrar qué se escondía tras su expresión tensa y su excesiva cautela al hablar.

—Ha bajado a la ciudad a comprar algunas cosas. Quisiera preguntarte algo —la escuché sin interrumpirla. Parecía profundamente apenada—. Fuiste a hablar anoche con Enthir. Lo siento, no pretendía inmiscuirme, pero.... ¿Tiene que ver con el amuleto que Onmund le cambió?

—¿Tú lo sabías? —inquirí con los ojos en rendijas.

—No me enorgullece saberlo; porque puede que yo haya sido la responsable en primer lugar.

Brelyna inhaló llenando sus pulmones antes de explicarse, empezando a dar vueltas inquietas:

—Estaba interesado en un tomo mágico que Enthir poseía; pero no tenía dinero para comprárselo. Yo había visto el amuleto por accidente y le dije que lucía valioso y que probablemente Enthir accedería a hacer un intercambio por él. No sabía que pertenecía a su familia. No lo supe hasta que el trato ya se había cerrado. Fue mi culpa, pero Onmund no lo admitirá jamás. Es demasiado amable.

Di una cabeceada. De modo que esa era la razón por la que incluso Brelyna había estado más callada que de costumbre y actuando extraña durante la cena. Se sentía responsable.

—Necesito que me digas qué fue lo que Enthir te dijo anoche. ¿Hay algo que quiera a cambio del amuleto? Sea lo que sea, te ruego que me lo digas y yo me encargaré del resto.

Brelyna parecía resuelta. Hubiese sido fácil darle la información que poseía y dejar que ella se hiciera cargo del problema del que creía que era responsable. Pero Enthir ya me había advertido que los hechiceros que habitaban la Cueva de Hob eran en extremo peligrosos. Tenían que serlo si habían debido recluirse a uno de los puntos más desolados y con uno de los climas más despiadados de Skyrim. Por mucho que Brelyna insistiera en adjudicarse la culpa, no tenía por qué pagar por el error de Onmund; así como tampoco yo.

—No voy a decírtelo

—¿Qué? —boqueó ella, con los ojos color rubí abiertos de par en par—. ¿Por qué no?

—Porque lo que Enthir quiere no es tan fácil de conseguir como crees. Si algo te sucede, el haberte dado la información me haría responsable. Y no quiero más problemas del que ya tengo.

La Dunmer me observó ceñuda unos instantes, antes de suspirar derrotada, pero... comprensiva:

—Bien, supongo que puedo entender eso. Pero entonces yo misma haré que Enthir me lo diga.

No alcancé a virar en su dirección lo bastante rápido para ver en qué momento echó a andar, pues había desaparecido a mis espaldas en un soplo de viento. Y cuando la localicé, vi que entraba al Salón de la Conquista, probablemente para buscar al elfo.

Me encogí de hombros sin darle importancia. Si Brelyna quería arriesgar el cuello por una baratija, era su decisión. Aunque al mismo tiempo no podía sino sentir algo parecido a la admiración por tal despliegue de amistad por otra persona; una que le empujaba a poner en riesgo su propia vida.

Pasé el resto del día como cualquier otro. Durante la primera lección del día fue que noté por primera vez la ausencia de Brelyna. Me pregunté si ya estaba en camino a la cueva de Hob. Cabía la posibilidad de que Enthir se hubiese negado a compartir con ella la misma información que me había confiado a mí; pero en tal caso... ¿en dónde se había metido la chiquilla?

Resolví averiguarlo cuanto antes. Tenía un extraño mal presentimiento desde esa mañana, que no parecía que fuera a dejarme tranquilo hasta conocer a fondo qué estaba pasando.

Me escapé de la lección de ese día en cuanto tuve la oportunidad, procurando que nadie me viera y fui directo a los dormitorios para buscar a Enthir e interrogarlo. Sin embargo, el mismo presentimiento de esa mañana me llevó en cambio al cuarto de Brelyna y noté enseguida el armario y un par de cajones abiertos como si alguien los hubiese vaciado a las prisas. Ahora ya no me quedaba duda; Brelyna había salido. Y su destino sólo podía ser uno.

Salí de allí maldiciendo a todo. A Brelyna. A Enthir y a su dichoso bastón. A Onmund y su dichoso amuleto... A mí mismo por ser un idiota tan grande como para estar a punto de acabar metido en aquel asunto que no era de mi incumbencia pese a que había hecho todo lo posible por evadirlo.

Si esa estúpida muchachita dunmer acababa asesinada, no solo cabía la posibilidad de que incluso yo me viera implicado en el desarrollo de las circunstancias; sino que ese idiota de Onmund tendría muchas cosas más que lamentar, más importantes que una estúpida baratija familiar.

Fui a mi propia habitación, y me hice con un apresurado equipaje que constaba de ropa abrigadora (guantes, capucha y cubierta para el rostro) la daga orca de la que todavía no me había desecho, y algunas pociones de jugo de sinforicarpos; bien conocidos por sus propiedades para combatir los efectos de la escarcha y los cuales afortunadamente abundaban por todos los campos nevados de Hibernalia. Aparte de eso no necesitaría mucho más que mi propia magia. Ni siquiera podía pararme a considerar llevar implementos para acampar por el camino. Lo que me apremiaba ahora era encontrar a Brelyna. Salí de los dormitorios mirando por los alrededores y avanzando con cautela; esperando que nadie fuera lo bastante inoportuno como para abandonar temprano el salón de los elementos igual que yo y me sorprendiera a punto de emprender la marcha.

Echándome la capa a la espalda, salí por la puerta del patio, crucé el puente de piedra apresuradamente, y me escabullí fuera de lo que era la ciudad casi en ruinas para aventurarme al frío acerbo y los vientos tempestuosos de la comarca de Hibernalia.

Tomé el camino que me pareció más corto y rápido según el mapa, siguiendo la línea más próxima a la costa para tener un punto más claro de referencia para ubicarme, de manera que si me perdía, me fuese más fácil regresar por donde había venido. Pero más tarde descubriría que había sido un una mala decisión, cuando el terreno llano se acabó bajo mis pies y me encontré desplazándome por un camino cada vez más empinado y desnivelado; amenazado por una larga y terrible caída.

Al frente, todo era gris y blanco; los dos colores que con el tiempo había llegado a detestar con toda mi alma. La visibilidad era casi nula; por momentos no podía ver más allá de la gruesa película que conformaban la nieve y el vaho de mi propia respiración frente a mi rostro. Y aun cuando sólo mirara hacia abajo, el hielo metiéndose por mis ojos apenas sí me permitía ver donde daba el siguiente paso, de manera que no fuera a resbalar sobre la escarcha cubriendo la roca sobre la que pisaba, o tropezar y deslizarme por el terreno en declive. Tal mala suerte me llevaría a rodar sobre roca y hielo ya fuera hasta golpear las pétreas costas negras de Hibernalia, o en las aguas gélidas de sus mares; corriendo el riesgo de sufrir un destino aún peor y terminar ensartado en uno de los cientos de picos que surgían desde el mar. Procuraba no mirar por sobre el hombro; pues hacerlo me exacerbaba con una fuerte sensación de vértigo al imaginar cualquiera de los dos escenarios.

Sólo llevaba un par de horas caminando cuando empecé a sentir en cada una de las articulaciones de mi cuerpo y en cada fibra de él, la mella del espantoso frío que me azotaba desde todas direcciones. Todavía podía vislumbrar los parches de costa que se extendían abajo, desde donde de vez en cuando alguna manada de horkers (unos enormes y pesados mamíferos semi—acuáticos con largos colmillos y dotados de aletas) me arrojaba miradas furtivas, prorrumpiendo en profundos gruñidos guturales; desafiándome a cometer la osadía de acercarme más de la cuenta. En algún punto había empezado a temblar tan frenéticamente, que podía escuchar mis propios gemidos entremezclados con el castañetear de mis dientes. Desde el mar se levantaban despiadadas corrientes de un frío mortal que rompía a ratos mi balance y me hacía trastabillar. No importaba con cuanta fuerza me cerrara la capa sobre el pecho; el viento helado encontraba alguna forma de colarse entre mi ropa, volviendo mi cuerpo cada vez más gélido y rígido, haciendo que el solo hecho de dar pasos resultase difícil y doloroso. Tras varias horas, no sabía cuantos kilómetros había recorrido a pie, la Cueva de Hob simplemente se rehusaba a manifestarse ante mis ojos. No tenía claro si me quedaba mucho o poco camino. Pero lo que era más preocupante, tampoco tenía claro si en efecto me faltaba camino, o si no habría pasado de largo sin haberme dado cuenta y ahora me dirigía sin rumbo en una dirección en la que no encontraría nada. Hubiese creído que todas las medidas que había tomado para enfrentar las inclemencias del camino me llevarían a salvo a mi destino; pero qué equivocado estaba. El frío no era mi ambiente; no tenía la menor experiencia lidiando con él y había sido lo bastante estúpido para aventurarme en él en solitario, y sin casi preparativos. Entonces me di cuenta de lo afortunado que había sido de haber llegado a Hibernalia sin Lydia; y aquello sólo porque ella me había acompañado la mayor parte del camino. Ahora estaba perdido, mi cuerpo respondía menos a mi voluntad a cada minuto que pasaba, y no sabía cuanto más aguantaría antes de sucumbir. Los ecos del viento empezaban a ensordecerme; la nieve casi había conseguido cegarme por completo. Mis dedos estaban tan helados, aún cubiertos por guantes de piel, que no podía moverlos, y difícilmente podía respirar. Intenté conjurar a mi atronach para que me diera su calor, pero no me alcanzaron las fuerzas. Uno a uno, mis sentidos se fueron mitigando, hasta que la imagen frente a mis ojos empezó a volverse a cada segundo más borrosa.

En principio creía que se trataba de la nieve cayendo con más fuerza. Pero entonces, vino la noche. No la noche que procede al día, sino un estado de tinieblas que se desplegó a través de mis propios sentidos cuando estos se apagaron del todo. Poco después, golpeé la nieve y la última cosa que sentí, fue el hielo y las piedrecillas arañándome el rostro.

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