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20. El Libro Negro

Las investigaciones no fueron mucho más lejos que eso. Cada vez que lo preguntaba, Urag se ponía de mal humor y afirmaba no saber nada al respecto, por lo que estaba bastante limitado en recursos y tuve que recurrir a cualquier otro libro que pudiera encontrar relacionado a ruinas nórdicas, bitácoras sobre excavaciones, y sobre Jyrik Gauldurson; el hombre que fue alguna vez el Draugr al que Tolfdir y yo habíamos enfrentado en la cripta de Saarthal; lo cual supimos gracias a Savos Aren, quien también nos reveló que este era nada menos que el hijo de un poderoso hechicero llamado Gauldur; una vez también archimago del colegio de Hibernalia. 

Pero no había nada sobre la Órden Psijic y no sabía por dónde empezar a buscar.

Con mucha ayuda de parte de todos los maestros, el orbe fue movido desde las ruinas de Saarthal hasta el salón de los elementos, en donde permaneció protegido en lo que Savos Aren, junto a los maestros y yo, intentábamos descubrir qué era. Tolfdir me había dicho que la Órden Psijic había desaparecido hacía casi un siglo y que haber sido contactado por ellos constituía un gran cumplido; pues sus miembros sólo se involucraban directamente con aquellos a quien considerasen digno. Pero francamente era otro supuesto "honor" que me tenía sin cuidado. No quería formar parte de nada que me trajera honor o gloría a juicio de alguien más. Lo que deseaba desde el comienzo era adquirir el poder por mis propios medios, y usarlo por y para mí. Por mi libertad permanente. Precisamente para no tener que cumplir nunca más las expectativas de las personas a mi alrededor.

Pese a todo, continué la investigación por mi propia cuenta. La Órden Psijic no dejaba de ser una poderosa Órden de hechiceros; según Savos Aren, los predecesores del misticismo como se conocía actualmente. Si podía averiguar más sobre ellos, no sólo ayudaría al colegio en el descubrimiento, sino que cabía la posibilidad de que me ayudaran a entender mejor los orígenes de la hechicería.

Las lecciones del resto de los estudiantes fueron levemente redirigidas en esa dirección. La siguiente lección de Tolfdir luego de la expedición por Saarthal fue acerca de los Draugr y cómo derrotarlos. Y desde luego, tuve que ayudarle en las demostraciones y dar mi propio testimonio de cómo se les enfrentaba. Eso no mejoró mi relación con el resto de los estudiantes. Aún les evitaba todo cuanto podía y ellos a mí. Cuando no estaba en clases, estaba en El Arcano, leyendo e investigando por horas. Mis estudios fluctuaban entre hechizos y conjuros, y también cualquier cosa que pudiera encontrar relacionada a Saarthal. Así mataba el tiempo cuando las tormentas de nieve azotaban el exterior y me hacían imposible el salir a practicar o a despejarme por los alrededores del colegio.

Además de las clases impartidas por los maestros, había comenzado a tomar lecciones optativas un par de veces a la semana con Faralda, mi maestra de destrucción. Ella estaba feliz con mi progreso, y yo lo estaba aún más; pero después de cada clase terminaba tan exhausto que dormía un par de horas por las tardes, despertaba de noche, me quedaba hasta la madrugada leyendo y dormía muy poco antes del amanecer cuando debía levantarme para asistir a lecciones otra vez. Los días libres que teníamos me los pasaba por completo en el Hogar Helado, una posada de Hibernalia, bebiendo hasta perder la conciencia. Me había hecho adepto al aguamiel. No sólo me agradaba su dulzor y la facilidad con la que bajaba este por la garganta, sino que ayudaba a paliar el despiadado frío de las noches del norte de la región de Skyrim y me ayudaba a apartar la cabeza del estrés por un par de horas. Así transcurría el tiempo. Mi rutina variaba; pero no cambiaba demasiado. Tampoco cambiaba el hecho de que aun cuando estaba rodeado de gente en el colegio... siempre estaba solo.

—Por más que progreses en la destrucción, mientras no mejores tu nivel de conjuración tu Atronach seguirá siendo débil. —dijo Faralda una tarde, mientras descansábamos de la clase. El que opinara que mi Atronach era débil me desconcertó francamente. Siempre le había considerado muy fuerte.

Lo cierto era que estaba un poco peleado con la escuela de conjuración desde que había huido de Roca Alta. Mi antiguo maestro era un hombre sumamente severo y me había forzado a practicarla durante una buena parte de mi vida; pero incluso para ello había reglas. Tenía estrictamente prohibido conjurar Atronachs de fuego gracias a su naturaleza destructiva. Sólo se me permitían los familiares y drémoras; y ello sólo de ser estrictamente necesario, a la hora de combatir criaturas débiles usando trampas de alma para capturar estas últimas dentro de gemas que luego se usaban en armas encantadas. Cuando de conjurar armas se trataba, mi elección de siempre era el arco; el cual me permitía abatir a un enemigo a una distancia segura mientras mi familiar lobo, con el cual no tenía ninguna clase de afinidad, hacía el trabajo pesado; aunque mi puntería con el arco era francamente mala. Pero después de mi escape, había dejado atrás por completo la conjuración para dedicarme a la escuela de destrucción. A decir verdad, invocar a mi Atronach era el único hechizo que tenía fresco en la memoria. Faralda tenía razón; era hora de desempolvar mis viejos conocimientos. Por mucho que me ligaran a un pasado que desdeñaba con todo mi ser, era necesaria para poder seguir progresando.

Faralda y yo entrenamos por un par de horas más hasta que una espesa nevada comenzó a caer sobre el techo del colegio y nos hizo imposible continuar:

—Tienes talento, joven piromante —me dijo la Altmer al despedirse—. Pero recuerda una cosa. La escuela de la destrucción; sobre todo la rama del fuego es una disciplina que puede salirse muy fácilmente de control. Necesitas estar en todas tus facultades mentales y emocionales para poder hacer un uso seguro de ella. Y no lo conseguirás mientras sigas emborrachándote en la taberna y llevando una rutina tan pobre como has hecho hasta ahora. No creas que no lo he notado.

No miré a Faralda, en un afán de esconder mi desconcierto. Sabía que estaba llevando pésimos hábitos no sólo de sueño, sino también alimenticios. Me encontraba más débil últimamente y notaba que la túnica del colegio me quedaba un poco más holgada. Pero no se me había pasado por la cabeza el hecho de que alguien hubiese estado observándome con bastante atención para notarlo o a quien le importara lo bastante como para tener una opinión al respecto. Pese a la severidad en su tono de voz, creí percibir cierta consternación afectuosa; sobre todo cuando al pasar por mi lado para entrar al colegio, Faralda me puso una mano sobre el hombro de forma maternal.

Esa noche al bajar al Hogar Helado no probé una sola gota de alcohol. Comí estofado de venado y compré un bollo de canela para comer después; tras lo cual regresé a Hibernalia. A Urag no le sorprendió verme allí tan tarde. Ya se había hecho a la costumbre. Sólo me miró un instante antes de volver al libro que leía sobre su mesón. Aparte de nosotros no había nadie más, por lo que me sentí un poco más confiado a la hora de revolver los estantes y hojear páginas en silencio.

Ya había comenzado a rendirme en mi búsqueda infructuosa sobre Saarthal, cuando di con otro libro que llamó mi atención. Lo primero que noté era que la cubierta era negra. Y sobre ella relucía un grabado de color plateado con el escudo de Skyrim. Y me percaté de algo que no había notado hasta ahora aún después de haber pasado varios meses en la región: que el símbolo tenía la forma de un dragón. No tenía nombre en la tapa ni en el dorso, por lo que, tras asegurarme de que el orco no me veía, como si estuviese haciendo algo malo, lo abrí, y el título de la primera página hizo que se me revolviera en el estómago el guiso de venado. Se titulaba: El Libro de los Sangre de Dragón.

Lo cerré de golpe para dejarlo lo más pronto posible en el lugar en donde lo había encontrado, pero la mano me tembló al hacerlo y me vi incapaz de aflojar los dedos alrededor de la tapa. Esta vez no era una fuerza misteriosa la que me llamaba a abrirlo o que me volvía incapaz de dejarlo. Se trataba de mi propia curiosidad. Cuando Urag gro—Shub levantó la cabeza de su propia lectura, tomé rápidamente un libro al azar del estante y lo puse sobre el libro negro para ocultarlo.

—No encontrarás nada relacionado a la Órden Psijic o a Saarthal en "Gatos de Skyrim", muchacho.

Sólo entonces reparé en el título del libro que había tomado y torcí una mueca. Me gustaban los gatos en la misma medida que me agradaba J'zargo, pero tenía una buena coartada entre manos:

—Lo sé. Buscaba algo ligero para distraerme esta noche.

Para mi fortuna, el orco sólo se encogió de hombros y volvió a hojear su libro sin prestarme más atención. Libre de su intensa mirada me escabullí hacia el rincón más oscuro y alejado de su vista en la biblioteca y me senté allí para empezar a hojear el libro negro.

"Muchos han oído el término 'Sangre de Dragón'. Pero el verdadero significado del término no es del todo comprendido por mucha gente."

Rezaba la primera línea. Yo me contaba entre esas personas. El libro pasaba entonces a relatar la historia de una esclava llamada Alessia, quien recibió la sangre del Dragón por parte de Akatosh, deidad líder de los divinos y padre de los dragones; quien, al compadecerse de los hombres, tomó sangre de su propio corazón para entregársela, prometiendo que mantendría cerradas las puertas del plano de Oblivion con el fin de proteger a los hombres de la amenaza de las criaturas daédricas.

¿Cómo se relacionaba eso conmigo? La respuesta llegó en las siguientes páginas, donde el autor declaraba que el nacer como un Sangre de Dragón iba más allá de herencia o linaje. Se trataba de una bendición otorgada por Akatosh de la cual poca constancia se tenía sobre a quién se concedía, cuando y con qué propósito. La lectura pasaba entonces a leyendas nórdicas que relataban las hazañas de grandes héroes mata dragones a lo largo de la historia, con la capacidad de devorar sus poderes y junto con ellos su alma.

Cuando terminé de leer el libro, no sabía cuántas horas habían transcurrido, pero me hallaba completamente sólo en la biblioteca. La narración concluía con lo que parecía ser un poema:

"Cuando el desgobierno se apodera de los ocho rincones del mundo,

Cuando la Torre de Bronce camina y el tiempo vuelve a conformarse,

Cuando el tres veces bendito falla y la Torre Roja se estremece,

Cuando el Sangre de Dragón gobernante pierde su trono y la Torre Blanca cae,

Cuando la Torre de Nieve yace partida, sin rey y sangrante,

Es cuando el Devorador de Mundos despierta, y la Rueda gira sobre el último Sangre de Dragón."

Abandoné entonces la biblioteca y salí del salón de los elementos para cruzar el patio y dirigirme a los dormitorios. Afuera me sorprendió el cielo claro de la mañana y me di cuenta de que me escocían los ojos. Cuando entré en la torre de estudiantes, me acosté de inmediato y me dormí rápidamente. Pero aun en sueños, mi cabeza no descansó. Volví en pensamiento a la Atalaya Oeste en Carrera Blanca. En donde, tras haber matado al dragón, aquella poderosa y extraña fuerza me había invadido y tras lo cual, la bestia se había consumido por completo en llamas. Como si en ese entonces algo hubiese salido de ella y entrado en mi interior. Como si yo hubiese robado su esencia... Su alma.


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