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19. Ancano

Cuando llegué al colegio, jadeando exhausto y lleno de nieve, entré sin demora al salón de los elementos y luego en las dependencias del Archimago, sin pedir permiso. La situación no se podía hacer esperar.

La puerta me llevó por un largo y empinado camino de escaleras de caracol que ascendían hasta un vestíbulo pequeño que se abría a un gran espacio circular. La estructura era la misma que todas las estancias del colegio, rodeada de un pasillo cobijado de arcos; sólo que no había una fuente resplandeciente en el centro, sino todo un jardín, iluminado por un orbe de luz, y repleto de todas las especies que conocía de hierbas, plantas y flores. No tardé en encontrar a Savos Aren, leyendo distraídamente, sentado a su silla. Le había visto antes, en un par de ocasiones; pero desde lejos. Nunca abandonaba sus dependencias. Se trataba de un Dunmer de aspecto solemne que vestía túnicas que no llevaba nadie más en el colegio. Tenía una larga barba descolorida, atada en la punta por una argolla plateada. Savos Aren levantó la vista. Tenía siempre una mirada quieta y un semblante estoico que me sirvió en ese instante para devolverme parte de la calma.

—Eres uno de los nuevos estudiantes ¿no es así? Aszel, si no me equivoco. —dijo al advertirme. Te he notado, pero no hemos hablado. A decir verdad, he notado que nunca hablas con nadie.

Guardé silencio. No había que ser demasiado observador para notar eso. Fui directo al grano para evitar que siguiera incurriendo en ello; sin ánimos de explicarme ante nadie.

—Necesito hablarle de Saarthal.

—Por favor, no me digas que otro aprendiz ha sido incinerado. Tengo suficiente con lo que lidiar ahora —dijo Savos, sin mirarme y con tanta tranquilidad que me pregunté cuántas veces había habido incidentes del estilo en el colegio durante el pasado.

Procedí a transmitirle a Savos el mensaje de Tolfdir, pero temiendo a que me hiciera más preguntas, simplemente le comuniqué que habíamos encontrado algo y que Tolfdir creía que era importante.

Sin embargo, Savos Aren era más astuto de lo que aparentaba. Hizo preguntas de todos modos, e hizo las que menos deseaba responder. No tuve escapatoria sino contarle todo desde el inicio.

—Así que la Orden Psijic —se rascó la larga barba—. Esto es inusual... Pero interesante, sin duda.

El hecho de que no lo cuestionara ni por un instante me hizo sentir un poco menos inquieto. Al menos Savos Aren me creía.

—Gracias por traerlo a mi atención —suspiró—. Tolfdir es quien se encarga de su pequeño grupo ¿no es así? —preguntó entonces. Imaginé que se refería al grupo que conformábamos los otros tres estudiantes nuevos y yo—. De manera que él estará ocupado y que yo necesito ver esto por mí mismo, tú podrías empezar a investigar el asunto entre tanto. Después de todo, es a ti a quien la Orden Psijic contactó. Es claro que eres una pieza ineludible aquí. ¿Podrías hacer eso por mí?

No tuve más remedio que aceptar. Si la aparición estaba en lo correcto y algo malo se presagiaba... Yo era el responsable. Maldije mi suerte. Era otra responsabilidad para la que no estaba preparado.

—Habla con Urag en El Arcano. —me indicó Savos, poniéndose la capucha sobre la cabeza y preparándose para salir—. Ve si está al tanto de cualquier información que coincida con tu descubrimiento y trae a mí cualquier cosa que consigas averiguar.

Con aquello, se puso en marcha y me despidió en la puerta de sus dependencias, pasando junto a mí para salir del colegio. Cumplida mi misión, pude detenerme a respirar por primera vez desde que había dejado el sitio al lado de Tolfdir, frente al orbe y lo hice profundamente, intentando recuperar el aliento, sentado en el primer peldaño de las escaleras.

Habiendo descansado y armándome de nuevas fuerzas, bajé por ellas hasta la puerta hacia el salón de los elementos. Ahora tenía entre manos otra tarea. Un poco a regañadientes, me encaminé hacia mi habitación en el salón de la conquista para cambiar mi ropa sucia, asearme, comer algo rápido y ponerme algo cómodo para dar los primeros pasos en las indagaciones. La ropa que llevaba estaba cubierta de polvo, telarañas e impregnada del aroma a hollín de las antorchas, la humedad de las cavernas y la putrefacción a muerte que emanaba de los sarcófagos. No sabía cómo sería capaz de quitarle ese olor, por lo que intenté no pensar en ello demasiado tiempo y me cambié al uniforme normal del colegio; el que era usado para días cualquiera. Me conformé con comer una cuña de queso y beber un poco de agua antes de salir del salón de la conquista en dirección al Arcano.

En el camino, fui detenido por Faralda; mi maestra de destrucción.

—Ahí estás. Te he estado buscando. —dijo ella, aproximándose con cautela, y mirando por los alrededores antes de hablar, como si fuese a transmitirme un secreto—. Sólo quería que supieras que Ancano ha estado preguntando por ti. —dijo Faralda— Creo que te está buscando.

—¿Por qué Ancano me buscaría? —pregunté, confuso, recordando al Thalmor mal agestado.

—No lo sé, pero te diré esto: ten cuidado con lo que le dices. —me advirtió aquella con severidad. No comprendí a qué se refería; y mi curiosidad no me permitió quedarme callado.

—¿Por qué importa lo que le diga?

—¿Entre nos? —exhaló ella—. Hay rumores sobre él. Sobre que esta posición de "consejero" suya es una estafa. Una excusa. Que lo que intenta hacer aquí en realidad, es espiar para los Thalmor; que intenta darles información. Pero no puedo estar segura de ello. De modo que no puedo hacer nada al respecto salvo advertirte de esto.

No me sorprendió escuchar aquello. Era algo que ya me temía, aunque no estaba seguro de qué se trataba o por qué tenía ese presentimiento. Ahora, la opinión de alguien más respaldaba a la mía. Tenía razones justificadas para desconfiar; y ahora sabía exactamente de qué desconfiar.

Ya en el Arcano, el primer objeto de mi investigación fue la Órden Psijic. Conseguí averiguar gracias a los libros que Urag me facilitó y también a su ayuda, que se trataba de una muy antigua orden de monjes hechiceros de Tamriel; una poderosa facción de magos. Eran consejeros nobles y practicantes de artes místicas. Sus ideales y sus prácticas siempre habían estado en constante riña con los principios Thalmor en base a la dictadura política y religiosa que estos planeaban imponer. Y finalmente, tras perder influencia política entre los imperiales, habían desaparecido en el segundo siglo de la cuarta era, extrañamente, junto con Artaeum, la isla en la que residían. Pero nada de aquello hacía conexión con el orbe de Saarthal. Tal y como Tolfdir lo había dicho, nada les relacionaba con ruinas nórdicas. No tenía sentido. El por qué un miembro de la Órden Psijic se había manifestado ante mí para advertirme del orbe, era un completo enigma.

Las horas se consumieron en el transcurso de la tarde sin que hallara más información al respecto, y de pronto me encontré bostezando y casi cayendo dormido con el rostro encima de los libros.

—Creo que ya ha sido suficiente, muchacho. Ve a dormir; los libros no irán a ninguna parte.

—Necesito encontrar información sobre... algo que encontramos en Saarthal —le revelé finalmente.

—Sé lo que quieres. Las palabras viajan rápido aquí. Te encontraste con un gran misterio ¿Verdad? —dijo Urag, el orco, tomando los libros desperdigados encima de la mesa y acercándose a los estantes para reacomodarlos donde era su sitio correcto.

—¿Sabes algo sobre eso? —pedí saber, levantando la cabeza, siguiéndolo con la mirada.

—No necesitas preguntar. No hay nada aquí para ti. Al menos... ya no —dijo el orco, malhumorado.

—¿Nada que pueda ayudarme?

—Dije que ya no. —zanjó Urag, tajante.

Salí de allí derrotado al no haber conseguido averiguar nada.

Pero no pude siquiera jalar la manija de la puerta del Arcano, cuando esta se abrió con rudeza, obligándome a retroceder un par de pasos. El rostro desdeñoso de Ancano apareció frente a mí.

—Tú. Tengo preguntas que hacerte. —espetó sin dar rodeos— Estuviste en Saarthal ¿sí? Ha llegado a mi atención el hecho de que "algo" fue descubierto allí.

Recordé las advertencias de Faralda y pasé por el lado de Ancano con la intención de apartarle de la puerta para irme sin decirle nada aunque tuviera que valerme de empujones. Me impidió el paso.

—Quizás. —respondí evasivamente, encasquetándole una dura mirada.

—Sé bien que así fue. No pretendas insultar mi inteligencia —dijo Ancano—. Tolfdir está allí todavía ¿no es así? No te servirá de nada escondérmelo. Espero un reporte completo cuando regrese.

Le miré ceñudamente. Indeciso sobre si debía enfrentarlo o no. Me irritaba enormemente su tono displicente y arrogante. Mis ojos se volvieron rendijas.

—¿Cómo siquiera sabes tú sobre esto?

Ancano me observó como si yo fuera una indefensa criatura en pañales, lo cual me hizo desear partirle el flaco pescuezo.

—Es mi trabajo saber estas cosas. Mi rol como consejero del archimago consiste en saber todo lo que ocurre aquí. Algo fue descubierto en Saarthal, lo bastante significativo para que Tolfdir enviara a un nuevo miembro del colegio, sólo, a trasmitir el mensaje. Es precisamente el tipo de cosas que le importan a todos. Especialmente a mí. Gracias por tu... ayuda. Puedes seguir tu camino.

No obedecí. Faralda; la persona más pragmática que conocía desconfiaba de este sujeto, y a mí, que por lo general procuraba meter lo menos posible la nariz en asuntos que no eran de mi interés personal, no me había pasado por alto la diferencia de opiniones que Mirabelle y él habían tenido desde el primer día que los había conocido, justo delante de mis ojos.

—Cuando llegué aquí... Mirabelle y tú discutían. —le inquirí— ¿Por qué?

—Tu superior y yo simplemente teníamos una... conversación; acerca mis libertades en el colegio.

—Sonaba más como un argumento —le dije enarcando una ceja. Su respuesta, agria y seca, no se hizo esperar:

—El hecho de que hables sobre lo que no sabes tal vez sea la razón de que seas un simple aprendiz aquí.

Estuve a punto de rebatir; pero me frené de aquello, encontrando que no valía la pena hacerlo; a sabiendas que sólo conseguiría con eso provocar un problema mayor que no necesitaba. En el transcurso de este último tiempo, había aprendido a domeñar mi carácter por el bien de permanecer aquí. Y no iba a arruinarlo todo ni a echar las cosas a perder en mitad de mi investigación por darle en el gusto a aquel maldito Thalmor en su intento de hacerme enojar. La provocación era una táctica con la que ya era familiar y que no funcionaría conmigo.


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