17. Las Ruinas de Saarthal
Así transcurrieron las primeras semanas. Asistía a clases con regularidad y aunque el ritmo era lento, no me iba nunca de una lección sin haber aprendido algo, aunque fuera lo más mínimo.
Faralda, la elfa que me había recibido en el puente y mi nueva maestra, resultó ser una de las hechiceras más talentosas que me había tocado conocer en la escuela de destrucción. Y su elemento predilecto era el fuego. Aparte de ella estaban también Colette Marence, maestra de restauración; Drevis Neloren, maestro de ilusión; Phinis Gestor, maestro de conjuración; Sergius Turranius, maestro de encantamiento, y el maestro Tolfdir, cuyas clases se centraban en la alteración. Y claro, Savos Aren, el archimago; otro Dunmer que en muy raras ocasiones asomaba la nariz fuera de sus dependencias También estaba Urag gro-Shub, un orsimer que una vez a la semana nos daba clases sobre escritos antiguos y quien era también el encargado de "El Arcano", la biblioteca del colegio.
Aparte de J'zargo, el Khajiita; Brelyna, la Dunmer; Onmund, el muchacho nórdico (con el tiempo había terminado por aprender sus nombres) y yo, apenas había otros tres estudiantes, de nivel superior; Ethnir, un elfo bosmer que parecía tener muy bien establecido un negocio local secreto con el que lucraba vendiendo y comprando objetos mágicos; Nirya, otra mujer Altmer que parecía la antagonista de Faralda y Arniel Gane, un bretón que no hacía más que hablar de una investigación secreta que estaba llevando a cabo.
No solo eso; la presencia de Ancano, el consejero Thalmor, era una molestia constante. Sus comentarios despectivos y a media voz, su forma de mirar, el modo en que observaba todo desde los rincones... Todo en él me transmitía siempre un curioso presentimiento de que nunca estaba metido en nada bueno.
No volví a cruzarme en el camino de J'zargo, Brelyna, y aún menos de Onmund. Con la cabeza fría, era bien consciente de que hacerles arder a todos ellos implicaría mi expulsión inmediata del colegio, en el mejor de los casos. Y había pasado demasiadas penurias sólo para llegar aquí. El resto de los estudiantes comían juntos, paseaban en compañía los unos de los otros y se reían alegremente por los pasillos, después de clases.
Por la noche, a veces se reunían en el comedor a charlar; pero nunca me les unía. Esperaba a que se levantasen y se retiraran a su cuarto para salir; o bien salía del colegio y bajaba a la taberna de la ciudad, "El hogar helado" donde comía lo que pudiera pagar de mis escasos ahorros, y bebía aguamiel para paliar el frío. Había comenzado a progresar de a poco, pero los cambios se notaban. Cada vez que aprendía algo nuevo, esperaba a que el clima mejorase un poco, salía del colegio, me internaba en los campos nevados que abundaban en los alrededores de Hibernalia, o en las montañas (sin alejarme nunca demasiado, pues todavía me eran extrañas aquellas tierras) y buscaba criaturas que representaran oponentes en los que practicar. Los más frecuentes eran lobos, arañas congeladoras gigantes, y trols del hielo, los cuales eran sumamente fáciles de acabar tan solo con fuego.
Aunque los climas helados no eran mi fuerte, me jugaba en ventaja el hecho de que la mayoría de las criaturas nativas del área eran tan poco resistentes al calor como yo lo era al frío y no representaban un desafío demasiado grande. Me servían de práctica y también como una forma de ganar dinero y mantenerme; vendiendo la grasa de trol que recogía de los que conseguía matar, las pieles y garras de osos polares, zorros o lobos del hielo, y venenos paralizadores que recolectaba de las arañas gigantes. Era dinero con el que luego comía o bebía, o compraba libros de conjuros. De ese modo sobreviví un par de meses.
Cierto día, Tolfdir nos comunicó que el colegio estaba a cargo de la excavación de Saarthal; unas ruinas nórdicas en las que se creía que abundaban artefactos mágicos. Y sugirió que, como parte de sus clases, explorásemos las ruinas como la oportunidad perfecta para aprender los orígenes de la magia. Para esto, acordamos reunirnos en la entrada a las ruinas de Saarthal. El camino fue corto y sin vicisitudes. Lo llevé a cabo por mi cuenta, mientras que mis compañeros arribaron al sitio en grupo. Una vez allí, Tolfdir nos recibió.
—Aquí estamos todos. —observó complacido, viéndonos de uno en uno—. ¿Deberíamos entrar?
—¿Qué buscamos? —me aventuré a preguntar, sin disimular mi poco entusiasmo; sin saber qué podría haber allí que remotamente ayudara a nuestro aprendizaje.
—Cualquier cosa. Cualquier cosa de interés. Es por lo que adoro este lugar; no tenemos idea de qué vamos a encontrar. Y si por alguna coincidencia mis lecciones sobre los peligros de la magia resultan hacer mella para algún estudiante, sería una casualidad feliz.
Cuando estuvimos todos preparados, entramos siguiendo a Tolfdir, quien nos advirtió tener cuidado. A medida que nos adentramos en la cueva, tuvimos que bajar muchas escaleras; algunas elaboradas de madera y cuerdas, y rampas rocosas que podrían o no, haber sido alteradas por mano humana. Me mantuve al final de la fila, siempre guardando distancia de todos, mientras Tolfdir nos relataba detalladamente todas las características de aquella excavación. Dentro estaba oscuro. Nuestros pasos reverberaban contra las paredes cavernosas devolviendo ecos lúgubres que se mezclaban con el azote del viento en la puerta de la entrada. Conforme nos adentramos más en las cavernas, encontramos los primeros rastros de lo que se podía llamar, propiamente "ruinas". Había derrumbes, objetos abandonados, huesos y estructuras caídas o consumidas por el paso de los años. Una vez abajo, del todo, Tolfdir repartió de uno en uno, una misión diferente.
—Tú —me interceptó— ¿Por qué no asistes a Arniel Gane? Apreciará tener algo de ayuda localizando artefactos mágicos aquí en las ruinas. Búscale y dile que te he enviado. —suspiré de mala gana—. Brelyna, querida, ¿por qué no buscas artefactos de magia protectora? Cualquier cosa diseñada para mantener a la gente fuera. No es necesario que interactúes con ella, sólo identifícala.
Sin decir nada, me encaminé en la dirección indicada para ir en busca de Arniel Gane. Conforme me alejaba, alcancé a escuchar conversaciones entre mis compañeros que se quedaban atrás:
—Sólo pensar que mis ancestros destruyeron los hogares de los ancestros de Onmund. Cuanto derramamiento de sangre. —dijo Brelyna a J'zargo. Noté que el aludido lucia una profunda mueca.
Me adentré por un largo túnel y finalmente encontré a la persona que buscaba. Arniel Gane estaba inclinado sobre una pila de papeles que devoraba ávidamente mientras anotaba algo en un diario.
—Tolfdir me envía. —le dije únicamente. Aquel ni siquiera se molestó en voltear a mirarme.
—Ah sí... Tú. Ya te recuerdo. Si vas a ayudarme sólo no ocasiones un desastre ni incendies nada.
Rodé los ojos. Mi pasión por la magia destructora no había pasado inadvertida por los demás residentes del colegio. Incluso había guardias en la ciudad de Hibernalia de los cuales había llegado a escuchar comentarios advirtiéndome de los peligros del uso del fuego. Procuraba ignorarles.
Tal y como Tolfdir lo había sugerido, Arniel me envió en busca de cualquier objeto que pudiese contener propiedades mágicas y así lo hice. Di con un par de anillos encantados, sepultados en la tierra y el lodo. El último objeto que conseguí recuperar fue un amuleto extraño, suspendido sobre lo que a simple vista parecía una formación rocosa inusual en la pared, pero que, al mirar mejor, dejaba entrever una serie de grabados lineales en la superficie. Su forma era la de una perfecta puerta a alguna parte. Supuse que era importante y algo que Arniel debía ver. Pero al tomarlo, escuché el agudo sonido del metal rompiendo el aire a mis espaldas y cuando giré sobre mí mismo, vi que había quedado encerrado por donde había venido por una serie de afiladas lanzas que habían surgido del suelo, bloqueando la única salida que tenía. Me aproximé intentando ver si tenía posibilidades de escapar, pero estaba completamente atrapado.
Para mi fortuna, Toldfir apareció al otro lado en breve, alertado por el sonido:
—¿Qué ha sido ese escándalo? ¿estás bien, muchacho? —habló a través de los barrotes.
—Maestro... —boqueé, acercándome para atenazar los barrotes aprensivamente.
Las cuevas del túmulo de las Cataratas Lúgubres me habían afectado más de lo que quería admitir. Las horas o quizás días de oscuridad, encierro y polvo me habían vuelto claustrofóbico.
—¿Cómo pasó?
—Arranqué un amuleto de la pared. —admití con cierto encogimiento.
Tendría que haber supuesto la posibilidad de caer en alguna trampa si tocaba cualquier cosa que no pudiera recoger directamente del suelo. Ya tenía experiencia en ruinas nórdicas. Había sido un idiota.
—¿De verdad? —dijo Tolfdir, pero en vez de regañarme como supuse que lo haría, añadió tranquilamente—. Quizás el amuleto es importante, de alguna manera. ¿Hay alguna forma en que puedas usarlo para salir?
Inspeccioné el amuleto en mi mano y me aproximé al arco de piedra de donde lo había sacado. Intenté regresarlo a su sitio, pero no funcionó. Busqué por los alrededores algún tipo de palanca, cadena, o hundimiento en la piedra, pero el amuleto me estorbaba en las manos, de modo que me lo colgué del cuello. En ese instante, para mi sorpresa, el arco rocoso frente a mí empezó a emitir resplandor, y una especie de atracción magnética. Tolfdir lo notó también y me indicó intentar usar mis poderes contra la roca. Así lo hice, y en cuanto el fuego de mis llamas la golpeó, la piedra se desmoronó, abriendo una vía. Tal y como lo había supuesto al principio, se trataba de una puerta. No solo eso, los barrotes a mis espaldas cedieron también, dejando la vía libre a Tolfdir para reunirse conmigo. Aquel me indicó seguirle y se internó por el arco de piedra, siguiendo el túnel al cual conducía. Sabía qué podía aguardarnos al otro lado. Lo había visto antes; de manera que me preparé para atacar. El túnel nos llevó a un espacio más abierto; una especie de sarcófago, en donde reposaba una mesa de piedra con pergaminos tan gastado que eran imposibles de leer.
—Esto es inusual. Y muy interesante ¿por qué estaría esto sellado? ¿qué es este lugar? —comentó Tolfdir, más para sí mismo que para mí, evaluando los alrededores.
De pronto, mi visión se tornó borrosa. Mis sentidos se sofocaron y ya no podía escuchar al maestro hablar, ni tampoco podía ver con claridad los alrededores. Todo estaba confuso y distorsionado, envuelto de un resplandor vaporoso. En ese momento, apareció ante mí una silueta extraña y poco clara. No era Tolfdir. Cuando esta adquirió una forma más concreta pude ver a un hombre, un elfo, aunque no supe si se trataba de un Altmer, un Bosmer o un Dunmer. Vestía una túnica y una capucha. Tenía el aspecto de un hechicero, aunque sus ropajes no me resultaron conocidos.
—¿Pero qué...?
—Aguarda, joven mago. Y escucha bien —me advirtió. Su voz era tranquila, pero tronaba en mis oídos. No podía hablar para responderle; sólo respirar con dificultad—. Has de saber que has desencadenado una serie de eventos que ya no pueden ser detenidos. No se te juzgará por ello, ya que no habría forma de que lo supieras. Sin embargo, se te juzgará en tus futuras acciones, y el modo en que decidas actuar frente a los peligros que te aguardan. Esta advertencia se te es entregada porque la Orden Psijic cree en ti. Tú, mago, y sólo tú, tienes el potencial para prevenir el desastre. Ve con cuidado y ten en conciencia que la Orden te está vigilando.
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