15. Primeras Lecciones
El colegio estaba conformado de tres altísimas torres que circundaban alrededor de un jardín circular en cuyo centro se erigía una eminente estatua, conmemorando la imagen de un mago hechicero, quien a cuyos pies tenía una fuente de agua que resplandecía, obra de alguna magia extraña y disparaba en dirección al cielo, una intensa columna de luz azulada que se perdía entre las nubes. El pasillo que circulaba alrededor del jardín y daba acceso a las puertas de cada torre estaba bien protegido de la caída de la nieve por un techo, y este era sostenido por elegantes arco de piedra. Estaba iluminados de orbes mágicos de luz que parecían nunca extinguirse y se avivaban al paso de quienes lo recorrieran. Detrás de la estatua, cruzando el jardín en línea recta a través de un camino de piedra, se encontraba una puerta, y frente a ella, estaba la que parecía ser la maestra hechicera, Mirabelle. Estaba teniendo una discusión con un Thalmor de largo cabello blanco y expresión dura:
—Creo que he sido lo bastante clara. —aseveró ella.
Aquel pareció irritado, pero habló de forma forzosamente amable:
—Lo sé, sólo intento entender el razonamiento detrás de esta decisión.
—Podrás estar acostumbrado a que el imperio acceda a cada uno de tus deseos, pero encontrarás que, en este colegio, los Thalmor no reciben ningún tratamiento especial. Eres un huésped en el colegio, conforme a los deseos del archimago, y espero que sepas apreciar la oportunidad.
Asolado por un profundo disgusto, el Thalmor exhaló discretamente.
—El archimago tiene mis agradecimientos.
—Bien; entonces el tema está zanjado. —determinó Mirabelle, permitiéndole marchar. Cuando el Thalmor pasó junto a mí, torció el gesto observándome de pies a cabeza con desdén y le devolví una mirada desafiante, retándole a decir algo.
—Oto aprendiz, veo —murmuró entonces—. ¿Eres del tipo que cree que está aquí para cambiar el mundo? ¿O sólo estas aquí por ti mismo? Como sea, te aseguro que estaré observándoos. A todos vosotros. Muy de cerca.
Estuve a punto de responder, pero en ese momento, Mirabelle reparó en mi presencia.
—Bienvenido al colegio —saludó la mujer, sin apartar la vista del libro que sostenía y hojeaba en las manos distraídamente.
—¿Mirabelle Ervine?
—Un nuevo estudiante —dijo ella—, me sorprende cuantos de ustedes ha habido últimamente.
Le miré sin decir nada, esperando en mi fuero interno que el lugar no estuviera tan concurrido como ella sugería.
—Bien. Te daré un breve recorrido y luego te llevaré a tu primera clase. Sígueme y por favor, no te separes —dijo, volteando por fin. Se trataba de una mujer de raza bretona, como yo (lo cual me hizo sentir un poco menos nervioso) de mediana edad y con aspecto estricto; pero su voz era suave y apaciguadora. Hice como me ordenó y antes de avanzar, se detuvo frente a la puerta detrás de la estatua.
—El lugar más importante del colegio es el Salón de los Elementos. Lugar principal de lecciones, sesiones de práctica y reunión en general —dijo, señalando la puerta detrás de ella—. El Arcano, nuestra biblioteca, está ubicada debajo del salón, y las dependencias de nuestro archimago, encima de este. Aunque técnicamente, él está a cargo del colegio, sus obligaciones le mantienen ocupado, de manera que yo me encargo de las operaciones diarias. Habrás de dirigirte a mí antes que a él.
Después me llevó a través del jardín nevado hacia la primera puerta a mano izquierda desde la entrada. Mientras caminábamos, me habló un poco de la historia del colegio y de su actual situación en Hibernalia, y en Skyrim en general. Me informó que las medidas de seguridad del colegio se habían implementado a causa de la desconfianza de los nórdicos que habitaban Hibernalia y que, aunque no anticipaban situación de violencia, era mejor estar preparados. Ya había oído con anterioridad sobre la opinión de los nórdicos en el uso de la magia, y considerando que "Skyrim les pertenecía", las prácticas arcanas no eran bien vistas por muchos nórdicos tradicionalistas.
—Por aquí están las dependencias de los estudiantes. —me advirtió antes de que pasáramos por la puerta—. Nuestros miembros más nuevos son instalados en el Salón de la conquista. Voy a pedirte que mantengas un moderado volumen de voz, pues alguien podría estar trabajando en investigación, o experimentos delicados.
El salón de la conquista constaba de otra estancia circular llena de puertas que daban a numerosas habitaciones completamente equipadas, pese a lo pequeñas que eran. Otra fuente de luz estaba ubicada en el centro, iluminando el recinto de un resplandor azulado.
—Este será tu cuarto —me indicó la hechicera, Mirabelle, mostrándome una de las dependencias. Era poco espacioso, pero confortable y un cambio enorme de todas las noches que había pasado durmiendo en campamentos abandonados de bandidos, en pilas de paja en establos, en el suelo al abrigo de algún edificio y en las tabernas de mala muerte que me las arreglaba para pagar con dinero robado; y siempre en alerta de ladrones, animales salvajes o criaturas daédricas que rondaran la región. La cama lucía cómoda, estaba dotada de cubiertas limpias y la almohada parecía tan mullida, que deseé que pronto fuera de noche para poder descansar del viaje. Pero lo mejor de todo, había una sola cama en el cuarto, lo que me indicaba que no tendría que convivir con nadie más, y eso me tranquilizó—. Compartirás el espacio exterior con otros aprendices, a los que seguramente conocerás pronto. Procura ser considerado con tus compañeros.
Intenté hacerme a la idea. Era mi punto débil. Tratar con otras personas. Sobre todo, si se trataba de grupos grandes. Hasta hoy, casi todo el trato que había tenido con las personas que había conocido (sin un propósito como el intercambio de dinero por cosas y la prestación de un servicio) a lo largo de mi vida, había sido cortante y hostil. A excepción quizás de Lydia...
—La cama, el escritorio y el armario te pertenecen ahora. —explicó abriendo el armario—. Necesitarás esto —dijo, haciéndome entrega de un uniforme como el que ella misma llevaba, conformado por una túnica azul claro—. Espero te quede. Eres... algo «menudo». Cuando hayas terminado de prepararte, reúnete con el resto de los estudiantes en el salón de los elementos. Inicialmente aprenderás de Tolfdir, uno de nuestros hechiceros más estimados. No llegues tarde.
Cuando Mirabelle me dejó sólo en la que a partir de ahora sería mi habitación, me libré de la ropa sucia y la puse en la cesta junto a la cama para lavarla después, aunque estaba tan maltrecha que mejor sería incendiarla. Procuré asearme lo mejor que pude —aunque el agua de la jarra dispuesta en la mesa de noche estaba congelada— y cambiarme a la túnica que me había sido entregada. Me quedaba un poco ancha, pero estaba acostumbrado a usar tallas más grandes, así que no me molestaba. Cuando estuve listo, salí de inmediato en dirección al salón de los elementos.
Estaba antecedido por un vestíbulo con dos puertas a cada lado, y al frente una puerta alta de rejas, que daba al salón principal. El interior del salón era una visión que le arrebataba a uno el aliento. El techo era altísimo, el piso estaba constituido de elegantes baldosas lustradas, intercaladas de grabados de piedra, con símbolos que no reconocí; estaba iluminada del resplandor azul de otro manantial de agua en el centro —los cuales parecían ser la principales fuentes de luz de las torres del colegio—, y todo el salón estaba enmarcado de más arcos de piedra; edificados de un modo similar al del jardín, que daban acceso a una sección más alta que constituía un pasillo iluminado de más orbes de luz, y que rodeaba la estancia. Sus ventanas, de un cristal vaporoso, daban al exterior. En la zona posterior del salón, había un hombre canoso, de cabello largo y escaso, de edad anciana y rostro afable. Imaginé que se trataba del maestro Tolfdir. Estaba rodeado de estudiantes que llevaban la misma túnica azul claro de aprendices. Sólo había tres, aparte de mí, y me pregunté si lo que había dicho Mirabelle sobre el gran número de estudiantes, se trataba de una mala broma:
—¡Bienvenido, bienvenido! Apenas estábamos comenzando, así que quédate y escucha —saludó, haciendo que todas las miradas se clavaran en mí. Distinguí a un Khajiita de pelaje gris y moteado, a una Dunmer; una elfa oscura de piel grisácea y grandes ojos carmesí, y a un hombre alto y joven, de piel pálida y ojos azules, aunque no supe decir qué raza era este último.
Me acerqué intentando no prestar demasiada atención a ninguno de ellos y me situé al extremo del círculo, junto al Khajiita, aunque guardando una cuidadosa distancia.
—Como decía —continuó el maestro, cuando estuve frente a él—, lo primero que hay que saber es que la magia, en su naturaleza misma, es volátil y peligrosa. A menos que puedan controlarla bien, puede y los va a destruir.
Habló entonces la Dunmer, con una voz que le denotaba más joven de la que aparentaba el rostro duro, típico de su raza:
—Señor, creo que todos nosotros lo entendemos bien. No estaríamos aquí si no pudiésemos controlar la magia.
—Por supuesto, querida, por supuesto. Todos ustedes, ciertamente poseen habilidad natural para la magia, de eso no hay duda —contestó el maestro Tolfdir, tranquilamente, pese a la injerencia—. A lo que me refiero es a control verdadero, el amaestramiento de la magia; lo cual tarda años, si no, décadas de estudio y práctica.
Ninguno de los estudiantes a mi alrededor parecía satisfecho con el comienzo de la clase; todos estaban ansiosos, incluido yo. Pero no quería poner en duda al colegio y el alcance del conocimiento de sus maestros tan tempranamente; aunque empezaba a arder dentro de mí la impaciencia, y estaba poniéndome rápidamente de mal humor.
—¿Qué estamos esperando? Comencemos ya —protestó el Khajiita con la voz gutural y gastada de los felinos de Elsweyr.
—Por favor, esto es precisamente de lo que hablo. El afán ha de equilibrarse con la cautela; de lo contrario, el desastre es inevitable. —le recordó Tolfdir.
—Pero acabamos de llegar aquí —habló entonces el muchacho alto de ojos azules, al otro extremo del círculo; tenía una voz suave, pero propia, y sonaba impaciente. Sin embargo, en mitad de su frase, pareció recuperar la compostura y se explicó tranquilamente—. Aún no sabe de lo que ninguno de nosotros es capaz. ¿Por qué no darnos la oportunidad de demostrar lo que podemos hacer?
Parecía razonable y aguardé por la decisión del maestro, pero entonces este se dirigió hacia mí, y con él, todas las demás miradas. Era precisamente el tipo de atención que odiaba...
—Tú has permanecido en silencio todo el tiempo. ¿Qué crees que debamos hacer?
De súbito, todos los ojos estaban en mí. Los más insistentes y curiosos eran los ojos azul helado del muchacho alto. Apenas le devolví la vista. El maestro aguardaba por mi respuesta.
No necesitaba pensarlo demasiado. Para esto había venido y estaba preparado para afrontarlo:
—Pienso... que deberíamos aprender directamente en la práctica.
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