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14. El colegio de Magos de Hibernalia

No tardé en dar con un poste señalizando los caminos que se bifurcaban al frente, indicándome el que debía seguir para llegar a Hibernalia. Este se perdía en un sendero entre la montaña.

Las espesas nubes cubriendo el cielo y la sombra de los gigantescos árboles que flanqueaban el camino vertida sobre el sendero convertían al día en noche. Al frente había poca visibilidad. El viento corría despiadado y había comenzado a traer consigo una espesa nevada que hacía casi imposible avanzar más de tres pasos sin retroceder otro o mantener los ojos abiertos por mucho tiempo. Era sencillamente imposible que el clima al frente se volviera peor que esto.

En el camino me encontré con una especie de lobos que desconocía. Eran mucho más grandes que los lobos comunes y blancos como la nieve. También eran mucho más fuertes.

Se convirtieron enseguida en mis criaturas menos favoritas, aún antes que los osos.

Me dieron problemas exagerados, pues andaban siempre en manadas, liderando a grupos de lobos más pequeños y atacaban desde todas direcciones. Pero el fuego los espantaba pronto y gracias a ello opté por hacerme acompañar de mi atronach de las llamas.

Por suerte no tuve más problemas con bandidos en todo el resto del camino. Sin embargo, pronto terminaría por convencerme de que los bandidos eran el menor de mis problemas...

El resto del camino me resultó curiosamente solitario. Aun cuando Lydia había permanecido la mayor parte del tiempo callada y cuando inicialmente me había desagradado la idea de llevarla conmigo, fue extraño ya no sentir su presencia acompañándome; aunque sólo fuera para intentar enojarla; lo cual al final había conseguido de la manera más insospechada.

La nieve no había cesado de cuajar desde que había perdido de vista la posada hacía dos días. El susurro del viento era mi único compañero; y no uno que apreciara demasiado.

Las noches eran en extremo heladas. Encender fogatas no me costaba; me valía de mis poderes para ello. Lo difícil, agotador y que terminaba siempre en una tarea inútil era hacer que durasen encendidas. Las terribles corrientes de aire colmadas de hielo y nieve las mitigaban pronto y me obligaban a dormir hecho un ovillo, temblando sin control y sintiendo que las extremidades se me empezarían a caer de a poco en pedazos. Así hubiese sido de no haber contado con el fuego de mi lado. Hubiese muerto en una de aquellas terribles tormentas que flagelaban las tierras del norte y que no conocían piedad.

La poca comida que llevaba se acabó pronto. El cuerpo me exigía alimento como si de esa forma pudiera paliar el frío, pero aunque hubiese querido hacer durar más mis provisiones, la fruta ya comenzaba a tornarse blanda y oscura y a saber amarga; el pan estaba tan duro que era prácticamente incomible si no lo mojaba en licor o en agua, y era en extremo difícil cazar en medio de la tempestad cuando el viento lleno de escarcha se me metía en los ojos y las espesas ventiscas nevadas escondían a mis presas de forma intermitente, haciéndome errar los tiros del arco cada vez que tenía un objetivo.

Si el camino cruzando la frontera, el transporte a Helgen, el trecho entre esta y Cauce boscoso y posteriormente a Carrera Blanca o incluso el camino a través de las montañas de dicha comarca para ir en busca de la tablilla de Farengar me habían parecido largos, helados y tediosos, este les superaba a todos en conjunto. Por momentos realmente creía que sucumbiría al frío y moriría perdido en el sendero. En momentos como esos era cuando realmente reflexionaba lo fácil había sido mi vida hasta entonces. Era cierto, estaba bajo el yugo de mis maestros y sus expectativas puestas en mí. Tenía una misión clara para con la familia real, de la cual no podía escapar. Pero me acostaba cada noche en una cama suave, con el estómago lleno de comida caliente y bebidas delicadas. Por si fuera poco, estaba demasiado acostumbrado al clima cálido que vertía el sol resplandeciente sobre las ondulantes colinas de Glenumbra y todo el frío que había conocido en la vida eran los céfiros suaves de sus bosques verdes y frondosos. Perdido como lo estaba, en medio un blanco tan intenso y cegador; tan desolado y horrible, cubierto de escarcha y con el granizo golpeándome el rostro, no podía sino extrañar el verde esmeralda de los bosques y el azul deslumbrante de los cielos derramado sobre los océanos.

Mi voluntad flaqueaba por lapsos cada vez más largos. Me hacían querer renunciar a todo. Pero ya no tenía un sitio al cual volver. Mi única posibilidad estaba al frente, en donde el viento azotaba con más furia todavía las montañas. No podía detenerme. No podía rendirme...

Y finalmente, cuando pensaba que quizás había tomado un viraje equivocado por culpa de la poca visibilidad y que estaba irremediable perdido en la que pronto sería mi helada y blanca tumba, me llegó en el viento un aroma que conocía bien y que me trajo recuerdos agradables. Era el olor a sal que provenía desde el mar. Y cuando levanté la mirada, me percaté de que la imagen al fondo estaba dividida por una perfecta línea que separaba el cielo ya despejado, moteado de unas pocas nubes grisáceas, del azul opaco del océano.

Conforme daba pasos, distinguí también, asomando entre las olas los picos de piedra de las rocosas costas que caracterizaban al mar del norte de Tamriel. Era sin duda muy diferente al océano que conocía, gris y bordeado de costas peñascosas; pero después de tanto tiempo viendo sólo nieve, la visión del mar resultó reconfortante. Y cuando dejé atrás el sendero entre las montañas, no tardé en divisar Hibernalia, torciendo hacia el oeste, y descollando sobre ella, una impresionante estructura irguiéndose en esplendor entre la bruma, como una alucinación; como un sueño...

El colegio de magos de Hibernalia para artes arcanas lucía como una figura espectral recortado en la blancura y sepultado en medio de la tormenta de hielo y nieve que se alzaba sobre el mar. Estaba erigido encima de una altísima formación rocosa que surgía desde el océano, y se tenía acceso a él desde la mismísima ciudadela de Hibernalia, por un largo y serpenteante puente de piedra.

Apenas sí podía contener mis propias ansias de entrar. Miles de cosas pasaban por mi cabeza ¿me aceptarían? ¿Tendría que pasar pruebas? ¿Mis conocimientos en magia serían suficientes?

Armándome de determinación, avancé por el puente zigzagueante. Era empinado y las barandas protectoras estaban destrozadas en cierta sección del camino; lo cual hacía que las películas de hielo que cubrían los adoquines de piedra fueran trampas mortales. Avancé con cuidado.

En una de las torretas de piedra que anexaban dos secciones del puente, distinguí una silueta alta en la tormenta. No creí que fuera a encontrarme con gente hostil a estas alturas, pero mantuve la guardia arriba por si acaso. Y entonces un rostro femenino apareció en medio de la nieve. Era una Altmer. Su piel era de un tono dorado pálido y tenía grandes ojos gatunos de color ámbar. Era agraciada y tenía un aspecto solemne. No se interpuso en mi camino, pero sus grandes ojos inspeccionaron los míos profundamente. No me dejé intimidar y le devolví una mirada retadora.

—Cruza el puente bajo tu propio riesgo —me advirtió cuando pasé por su lado—. El camino es peligroso y las puertas no se abrirán para ti. No te ganarás la entrada.

—¿Por qué estás aquí afuera? —le pregunté, al fijarme en que vestía túnicas elegantes, con el emblema del Colegio de Magos de Hibernalia. Sin duda pertenecía allí.

—Estoy aquí para asistir a aquellos interesados en la sabiduría del colegio. Y si mi presencia ayuda a detener a aquellos con malas intenciones, que así sea. La pregunta más importante es... ¿por qué estás tú aquí?

—Quiero entrar al Colegio de Hibernalia. —contesté a la brevedad. La mujer enarcó una ceja:

—Quizás puedas. Pero ¿qué esperas encontrar dentro, exactamente?

Consideré mi respuesta. No quería subestimar a la mujer Altmer frente a mí, así que di un paso adelante, inhalé el aire frío y contesté con toda decisión y cierto punto de amenaza:

—Quiero usar el poder del fuego para destruir a todo aquel que se me oponga.

Ella me observó unos instantes y luego torció una sonrisa:

—Ciertamente, tal poder existe. Utilízalo sabiamente y pocos se atreverán a hacerlo. Al parecer, el colegio ofrece lo que necesitas. La pregunta es ¿qué tienes tú para ofrecer a este colegio? —inquirió—. Aquellos que deseen ingresar, han de poseer cierto nivel en su habilidad en magia. Lo sabremos a través de una pequeña prueba.

Confiado y seguro de lo que podía hacer, y lo que me había traído hasta aquí, di una afirmación con la cabeza:

—Haré la prueba.

Ella sonrió. Esperaba una prueba dura; incluso estaba preparado para enfrentarme a ella. Pero la prueba terminó siendo más una demostración, la cual consistía en conjurar a un Atronach de las llamas. Saberlo me transmitió todavía más confianza. Era por lejos mi hechizo favorito.

Concentré el poder del hechizo de conjuración en mi mano izquierda, la que solía usar para tal hechizo y lo lancé frente a mí. Entre la mujer Altmer y yo, resplandeció una columna de luz violácea que refulgió contra las paredes de la torre y de la luz surgió mi Atronach, elevándose unos centímetros sobre el piso y dando una graciosa voltereta sobre sí misma en el aire.

Realizada mi prueba, busque la aprobación de la elfa, quien me observaba complacida.

—Bien hecho, sin duda. Creo que serías una gran adición al colegio. Bienvenido, aprendiz. Sígueme.

No era capaz de describir a excitación que me recorrió.

Empezó a caminar por el puente y le seguí en silencio. A mis espaldas, el fuego que envolvía el cuerpo de mi Atronach crepitaba y me proporcionaba calor a medida que esta me seguía a través del puente. Aun así, el frío gélido de las ventiscas invernales me mordía la piel del rostro y sentía las vías aéreas tan heladas que me dolían al respirar. Resultaba casi impensable el que alguien tan amante del calor y el sol como yo fuera a pasar una temporada tan larga en una de las regiones más heladas de Skyrim, pero era sólo un obstáculo más en mi propósito. Uno que aceptaba.

—Te llevaré a través del puente. Una vez dentro, deberás hablar con Mirabelle Ervine, nuestra maestra hechicera.

Cuando estábamos a punto de cruzar las puertas del colegio, el hechizo se rompió y mi Atronach se desvaneció a mis espaldas, hasta el momento en que volviera a invocarle. En ese instante, las puertas se abrieron ante mí. 

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