13. Una Deuda
Su gesto no me extrañó. Había asesinado de una forma brutal y sin piedad a tres personas frente a ella y hecho uso de un poder legendario que hasta hace muy poco me negaba a aceptar que quizás poseyera. Todo, después de una acalorada discusión en la que le había dejado bastante en claro que no tendría problemas en matarla si me traía más problemas.
Sin ánimos de asustarla más, me abstuve de acercarme y en cambio, pregunté señalando su brazo:
—¿Es serio?
Lydia ciñó los labios sobre los dientes en el instante en que hizo por mover la extremidad para contestar a mi pregunta:
—N-no puedo... levantarlo.
Rodando los ojos, me agaché frente a ella. Esta vez, no retrocedió, pero percibí que se ponía tensa.
Solté la correa de la que aún colgaba el escudo alrededor de su antebrazo. Ella contuvo un grito con el primer movimiento, pero después se le escapó otro de forma irremediable cuando el escudo cayó.
Noté que el hueso se torcía en un ángulo curvo a mitad del antebrazo y que la piel estaba hinchada y amoratada:
—Está fracturado —aventuré, bastante seguro de eso.
Aparte de eso, la sangre manaba profusamente desde un corte profundo en la cara interna de su pierna y entendí por qué tampoco se había levantado hasta ahora.
—Sólo has venido a ocasionarme problemas —gruñí, aunque de bastante mejor humor de lo que cabría esperar de mí mismo en una situación como esta; en la que tendría que hacerme cargo de una chiquilla incapaz de moverse todo el resto del camino. Se lo debía.
—Lo siento, mi Thane... Si yo hubiese guardado silencio...
—Sí, podríamos haber evitado esto. —asentí. No era mi costumbre usar palabras de consuelo.
Ella calló y bajó la cabeza. Un fuerte relinchido nos hizo levantar a los dos la mirada al mismo tiempo.
Un caballo pinto se paseaba por entre los árboles, hurgando con el hocico entre la nieve que había empezado a cubrir el suelo, buscando parches de hierba fresca.
Me levanté con cuidado y me acerqué cautelosamente al animal, procurando no espantarlo. Estaba lo bastante ocupado buscando alimento como para no notarme sino hasta que una rama se partió bajo mi pie. El animal me advirtió sólo entonces y se movió nervioso:
—Shhh... —siseé, quitándome la bolsa del hombro para hurgar en ella y sacar una manzana que le extendí. El caballo olfateó la fruta en mi mano y se acercó con recelo. No me costó mucho hacer que la recibiera y le extendí otra, dejando la bolsa en el suelo para librar mi otra mano y tomar sus riendas en el momento en que se acercó para comerse la otra manzana. Había ganado su confianza al menos de momento. Le acaricié la cabeza al tiempo que recogía la bolsa del piso y lo guie hasta el sitio donde se encontraba Lydia. Parecía que pertenecía a los bandidos que nos habían atacado, pues estaba algo flaco y descuidado. Cuando Lydia me vio aparecer con el caballo, me arrojó una mirada esperanzada.
Amarré las riendas del animal a la rama del árbol más próximo y sin consultárselo, me agaché frente a Lydia y empecé a desabrochar las correas de su armadura para quitársela.
—¡... Thane! —chilló, con las mejillas enrojecidas, cubriéndose el busto con el brazo sano cuando la parte superior de su armadura cayó sobre la nieve, dejándole vestida sólo con una camisa blanca y delgada por la que se traslucían sus pechos erizados de frío—. ¡¿Qué estás...?!
—La armadura es demasiado pesada. No podré levantarte con ella.
—¿Le... levantarme? —repitió mientras le quitaba las botas y la despojaba de sus armas.
Cuando estuvo completamente libre del acero, improvisé un cabestrillo alrededor de su cuello desde donde afiancé su brazo fracturado y le vendé la pierna torpemente con los vendajes que ella misma había insistido en traer. Amarré todas las piezas juntas de su armadura colgándolas en el lateral de la silla del caballo y me agaché de nuevo junto a ella.
Pasándole mano por debajo de las piernas y la otra por detrás de la espalda la alcé del piso.
Era apenas un poco más baja que yo, pero podía apostar que tenía más musculo, por lo que me temblaron los brazos bajo su peso. Le indiqué sostenerse de mi cuello con el brazo sano al tiempo que yo dejaba de sostener su espalda y poniendo un pie sobre el estribo y sujetándome al pomo de la silla con el brazo libre, logré montarme sobre el caballo con Lydia sobre las piernas. Me quité la capa y se la puse alrededor del cuello, envolviéndola con ella como una infanta en cuanto estuvimos arriba del animal. Ella se mantuvo callada durante todo el proceso. Cuando la miré, esquivó mis ojos. Tenía en el rostro una mueca de dolor, pero también advertí cierto bochorno.
—Indícame donde está el asentamiento de gente más cercano —le dije con poca amabilidad.
Lydia me miró sólo por un instante antes de abrir la boca, dubitativa e indicarme el sendero que ya estábamos siguiendo antes de la emboscada.
—Por este mismo camino hay una posada, justo antes de llegar a la montaña que hay que rodear para llegar a Hibernalia.
Obedecí a su indicación y coceé al animal, instándole a andar.
Al frente, el ambiente sólo se ponía más y más helado. Lydia temblaba entre mis brazos, aunque camino hasta aquí no la había visto en lo más mínimo afectada por el frío. Imaginé que se debía a la pérdida de sangre y el dolor. Noté como en cierto punto en el transcurso de nuestro camino se acurrucaba contra mí buscando mi calor; pero no objeté ni inferí en ello.
Fue entonces que invoqué a mi Atronach para que nos acompañara de ahí en adelante. La calidez que emanaba de su cuerpo palió el frío para ambos y el resto del viaje fue un poco menos helado.
Volver a Carrera Blanca no estaba entre mis planes de momento y aún debía encontrar la manera de disuadir a Lydia de comunicarle mi decisión al Jarl. He de admitir que me encontraba a ratos considerando la idea de empujarla en la nieve y dejarla morir. Pero sin duda el cadáver de la edecán del Sangre de Dragón tirado en medio de la comarca de El Pálido era una pista más que suficiente para hallarme luego de haber rechazado el llamado de los Barbas Grises. Seguía siendo una posibilidad a la que no me podía arriesgar. Dejé de pensar en eso. Ya lidiaría con ello más tarde.
Tal como lo había dicho la edecán, llegamos finalmente a una posada llamada "El Portal Nocturno". Estaba ubicada cerca de un lago congelado con un pequeño embarcadero sin uso y casi sepultada en la nieve. Bajar con Lydia del caballo fue más fácil que montarnos en él, y mientras ella se sujetaba todavía de mi cuello para mantener el equilibrio sobre una sola pierna, amarré al animal al establo conjunto y la ayudé a caminar dentro de la posada. Dentro, nos recibió el dueño, un hombre calvo y ciego de un solo ojo llamado Hadring; según lo aludió un bardo orco que allí tocaba música al momento de vernos entrar en el recinto:
—Por los divinos ¡¿Qué le ha ocurrido a la muchacha?! —preguntó cuando vino hacia nosotros y me ayudó a cargar con Lydia.
—Bandidos. —me limité a decir al tiempo que el hombre nos conducía hasta una habitación vacía. Lydia se encontraba sumamente débil. Estaba helada, temblorosa y apenas sí podía dar pasos.
La recosté con ayuda del dueño de la posada sobre la cama en la habitación y aquel salió apresuradamente para volver después con agua caliente y vendajes limpios.
Me ayudó no sólo a cambiar los vendajes empapados de sangre de la pierna de Lydia, sino a reacomodar con bastante experticia sus huesos rotos, fijándolos en su sitio con una tablilla de madera para que soldaran correctamente. Después le trajo mantas abrigadoras y un cuenco de sopa caliente de pollo que le ayudó a beber mientras yo le sostenía la cabeza.
El hombre tenía aspecto duro con su larga y descuidada barba y un ojo nublado, pero se portó amable todo el tiempo. Supe que la muchacha quedaba en buenas manos si yo me marchaba.
Después de prestarnos ayuda, nos dejó solos por fin. Lydia me arrojó una mirada triste al anticipar cuales eran mis intenciones.
—No me llevaré al caballo; no lo necesito. En cuanto puedas moverte sal de aquí y regresa en él a Carrera Blanca; o ve a donde creas que estarás más segura —le indiqué mientras preparaba mis cosas. Separé una parte del oro que llevaba (el que había obtenido Lydia vendiendo el botín que había obtenido en el Túmulo, por encargo mío, más una parte que había encontrado en las pertenencias de los bandidos, cargadas al caballo). Lo puse en una bolsa y se la dejé sobre la mesilla junto a la cama—. Aquí hay dinero suficiente para pagarte la estadía un par de días y hacerte con provisiones.
—Thane... —susurró ella, pero no le permití hablar.
—Es todo lo que voy a hacer por ti. Cuando te vayas, eres libre de decirle al Jarl en donde estoy y comunicarle que rechazo el llamado. No te pediré que mientas. Si es necesario, dile que yo te provoqué esas heridas cuando intentaste detenerme. Así no serás mi cómplice. —le dije, transmitiéndole la decisión que había tomado finalmente de camino a la posada.
Si el Jarl con toda su gente venían a buscarme, los enfrentaría. Pero mi resolución respecto a los Barbas Grises ya estaba tomada.
—Mi lealtad está jurada a ti; no al Jarl —gimió ella en un débil hilo de voz—. Tenías razón. No me corresponde a mí decidir ni juzgar cuál es tu deber. No le diré a nadie en dónde estás.
Su determinación y fidelidad casi lograron sorprenderme; pero no me dejé conmover. Imaginé que en su estado sólo estaba dejando que la gratitud hablara por ella.
—Como desees, entonces —contesté, echándome la bolsa al hombro—. No sé si volvamos a vernos. Así que sólo te diré... adiós.
—Thane —me llamó con apremio—. Antes de que te vayas... dime cuál es tu nombre.
Suspiré. Todas las personas de Carrera Blanca me habían llamado de forma diferente a mi paso por la ciudadela. Desde títulos tan magnánimos como "Thane" y "Sangre de Dragón" a otros tan modestos como "bretón". No me resultaba tan descabellado que nadie le hubiese dicho hasta ahora mi verdadero nombre; dudaba que mucha gente lo supiera, a decir verdad.
—Es Aszel. —contesté. La muchacha sonrió débilmente.
—Gracias por todo, Thane. Aún si fue por corto tiempo... fue un honor servirte.
Le miré con poco agrado, pero armado de paciencia. Aún después de todo lo que había visto, de mostrarle mi peor cara, seguía teniéndome en una estima demasiado alta.
—No soy la persona que quieres creer que soy. Si es honor lo que realmente buscas, necesitas a un mejor referente.
—Podrías haberme dejado en el camino, a mi suerte —me recordó, a mi pesar—. Y, sin embargo, tú...
—No te equivoques. Con esto, sólo pago mi deuda por las heridas que sufriste al protegerme.
—No estás en deuda conmigo; era mi deber. El que acepté por cuenta propia.
Suspiré, a sabiendas que no ganaría esa contienda verbal. Era inútil tratándose de aquella nórdica, testaruda como la que más. Estuve a punto de darme la vuelta para marcharme, cuando Lydia añadió:
—Aunque, si quieres... lo aceptaré como retribución por haber cuidado de ti cuando caíste inconsciente tras el ataque del dragón a la Atalaya Oeste.
Me paralicé en el umbral de la puerta. Cuando la miré de soslayo por encima del hombro, me pareció haber advertido una sonrisa juguetona bailándole en los labios. De manera que había sido ella...
No le dije nada más. Me limité a salir de la habitación y después, de la posada con una rápida despedida al dueño para continuar con mi camino, recorriendo el último trecho que restaba hacia mi destino. Rodeando la montaña, me esperaba Hibernalia. Y allí, me esperaba a su vez el final del camino. El fin por el que había iniciado este viaje:
El Colegio de Magos.
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