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12. Bondad

La expresión en su rostro era de estupefacción. Le miré seriamente, desafiándola a decir algo al respecto:

—Mi Thane... El llamado de los Barbas Grises es...

—Irrenunciable. Pero aquí estoy, a cientos de kilómetros de la garganta del mundo y sin el menor interés de acudir al famoso llamado.

Por la forma en que se frenaba cada vez que estaba a punto de decir algo, supe que se debatía entre la pleitesía que me había jurado y toda la sarta de maldiciones que estaba conteniendo después de haberse enterado de algo como esto a estas alturas en nuestro viaje, cuando no había vuelta atrás.

—Eres el Sangre de Dragón. Eres el héroe prometido que los Barbas Grises vieron venir. Hay una razón por la que estás aquí en Skyrim.

—Porque decidí que vendría a Skyrim. —dije, acomodándome contra el tronco de un árbol.

—No; fue porque ellos te invocaron. Los Barbas Grises vieron tu llegada. ¡No puedes...!

En aquel punto me erguí de golpe y la fulminé con una mirada:

—Y te corresponde a ti decirme qué es lo que puedo no puedo hacer, al parecer —había despertado mi ira. De la peor forma en que una persona podía hacerlo—. ¿Quieres saber qué pasó con la última persona que me dio órdenes? ¿Por qué tuve que huir de Roca Alta luego de eso? ¿Te lo contaron?

Lydia se quedó en silencio, mirándome con horror. Estaba seguro de que había captado la amenaza tras mi tono de voz. Pero también sabía que no dejaría el tema fácilmente.

—Trajiste el mensaje a Carrera Blanca. Aceptaste la misión de Farengar. Después ayudaste a Irileth a matar al dragón. Hiciste todas eso por un motivo ¿verdad? ¿Por qué de pronto...?

—Mis motivos no tienen nada que ver con el llamado de una panda de ancianos, ni con algún deseo honorable por proteger a la gente de Skyrim. Ni mucho menos el de servir al Jarl. Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido ya sea por ganancia propia, reciprocidad o extorción. —le confesé, sin que me importara demasiado a estas alturas lo que pudiera hacer la muchacha con esa información—. En lo que a ti respecta, no le estás sirviendo a ningún héroe de cuentos de bardo, como pareces empeñada en creer; le estás sirviendo a un criminal que ganó el indulto en base a un arreglo secreto con el Jarl por conveniencia de ambas partes. Por todo lo que a mí me importa Skyrim, sus comarcas y su gente; o todo Tamriel para el mismo caso, pueden arder en llamas y perecer entre las cenizas.

Lydia se hallaba por completo muda. Había palidecido. El ceño le temblaba sobre los ojos:

—No puedo creerlo... —se las arregló para murmurar.

—Lamento que estés decepcionada. Ahora márchate; encontraré el camino por mi cuenta. Estoy seguro de que el Jarl encontrará a otro héroe al cual puedas servir, si es lo que tanto quieres.

Me di la vuelta para echarme la bolsa al hombro y continuar en soledad.

—No estoy decepcionada porque no seas un héroe —me detuvo Lydia—. Estoy decepcionada porque pensaba que eras alguien bondadoso.

Me detuve en mis pasos, preguntándome cuan ingenua era la muchacha o cuantas mentiras le habrían dicho sobre mí para que se hubiese hecho una idea tan errada; tan alejada de la verdad... Tampoco sabía por qué elegía estar escuchando sermones de ella en vez de aniquilarla como acostumbraba a hacer con la gente que estorbaba en mi camino. Empecé a caminar para alejarme. Pero para mi fastidio, Lydia caminó detrás de mí casi pisándome los talones:

—Eres la persona más insufrible, ruin, cruel y arrogante que he conocido en mi vida. Supe desde la primera vez que me dirigiste la palabra que no sería fácil estar a tu servicio. Pero pese a ello ansiaba hacerlo, porque pensaba que eras honorable y bueno. Que detrás de esos ojos fríos había alguien de sentimientos puros. Qué equivocada estaba...

Seguí caminando sin prestarle atención, aunque no podía hacer mucho por ignorar su parloteo.

—¿Te das cuenta de que podrías ser la esperanza de Skyrim y que le estás dando la espalda a todas las personas inocentes que perecerán si ignoras la profecía, y todo porque sencillamente tienes mejores cosas que hacer? ¿No tienes piedad? ¿Qué pasará contigo cuando...?

—Silencio. Cállate. —le ordené, advirtiendo de pronto un crujido sobre la hierba que no correspondía a sus pasos ni a los míos.

—¡No lo haré! ¿Olvidas, mi Thane, que me libertaste de mis responsabilidades de edecán? Ahora...

—¡Al suelo! —le grité, propinándole por acto reflejo un fuerte empujón contra el pecho que la hizo tambalearse y caer de espaldas sobre la nieve.

Medio segundo después, una flecha silbó en el aire, trazando una trayectoria recta a través del sitio imaginario donde poco antes, la cabeza de Lydia todavía batía la lengua. Una segunda flecha le siguió a la primera pasando a ras de mi cuerpo, horadando mi ropa y mi capa en su camino.

—¡Thane! —gritó Lydia poniéndose de pie.

Cuatro hombres bien armados se abrieron paso entre la vegetación, uno desde cada lado del camino, sitiándonos. Me preparé para contrarrestar el ataque, concentrando mis poderes en ambas palmas. Lydia se lanzó contra dos de ellos, y yo contra los otros dos; pero las flechas continuaban lloviendo desde alguna parte. Eran cinco en total, cuando menos.

Repelí al que me atacaba con un golpe de calor que le hizo chillar y cubrirse el rostro con una mano, empezando a agitar de forma ciega el mazo a su alrededor, intentando golpearme. Con la otra mano ataqué al segundo, mientras Lydia hacía lo suyo. Invoqué a mi Atronach de las llamas:

—El arquero —le indiqué, a lo cual, ella obedeció, localizándolo enseguida y lanzándose al ataque, combatiéndole con fuego a medida que las flechas de este se iban clavando en su armadura negra.

Retrocedí mientras me llegaban ataques desde dos direcciones diferentes. Cuando recibí un golpe de frío contra uno de los costados, me percaté de que uno de ellos era un mago. No cualquier mago; un hechicero del hielo. Sentí heladas las extremidades, y el frío pronto se extendió a todo mi cuerpo, arrebatándome el aliento, pero no cesé de atacar. Lydia ya había abatido a uno de los hombres con un golpe de su espada y ahora enfrentaba al segundo, que le sacaba una cabeza al menos y era el doble de ancho que ella. Yo me limitaba a correr entre los árboles y a atacar a distancia cada vez que tenía la oportunidad. Estaba seguro de que como consiguieran rodearme, estaría muerto. Otro golpe helado me dio de lleno, mitigando la energía ígnea que estaba empezando a generar en las palmas y me dejó sin ataques. Continué corriendo, con la esperanza de que los árboles me sirvieran de cobijo. Entonces, de la nada, uno de los bandidos, el que se batía antes a duelo con Lydia, interceptó mi camino y levantó el mazo en el aire listo para golpearme en el momento en que mis pasos me llevasen directo a él. Levanté la mano para defenderme con lo poco que me quedaba de energía, cuando una mata de cabello oscuro cayendo en cascada sobre una armadura de acero apareció en mi campo visual y recibió la descarga del golpe contra el escudo que levantó sobre nosotros para protegernos. El golpe del mazo le dio a una orilla del escudo provocando que este diera un violento tubo sobre el dorso de la mano de Lydia, rompiendo una de las correas. Escuché un desagradable crujido, y cuando a este le acompañó un grito femenino desgarrador, supe que el crujido no había venido de la correa del escudo de Lydia, precisamente. El brazo que sostenía el escudo le cayó flojo a un costado. Esta atacó con la otra mano, intentando asestar un golpe de espada contra el hombre frente a nosotros, pero aquel lo repelió con un nuevo golpe de su mazo y se aprontó para contraatacar con otro.

Cuando vi que no teníamos oportunidad y que no repondría mis energías con la bastante rapidez para generar un ataque efectivo, la adrenalina se arremolinó en mi pecho invadiéndome de una misteriosa fuerza que subió por mi garganta. Recordé a la criatura de las catacumbas; aquella a la que Lydia se había referido por el nombre de Draugr, y luego, el grabado en la placa de piedra en el dialecto en que la criatura había gritado a la hora de lanzarme por los aires sólo con la fuerza de su voz. El lenguaje de los dragones; poder que se suponía que yo poseía. Dejándome llevar por la corazonada y viendo en ella nuestra última esperanza, abrí la boca y grité con todas mis fuerzas lo primero que me vino a la mente: la palabra grabada en la piedra.

—¡FUS!

El sonido que salió de mi pecho fue acompañado de un potente golpe de fuerza que expelió al hombre a punto de atacarnos, haciéndole volar a varios metros de distancia. Los otros dos bandidos se quedaron de piedra en su sitio, observándome con pavor. Lydia me contemplaba con sus ojos llorosos y adoloridos, pero atónitos, como si fuese testigo de un milagro.

Para ese entonces, ya había recuperado las fuerzas y preparé mi siguiente y ojalá último ataque. Extendí las manos en dirección a los bandidos a nuestras espaldas y disparé dos potentes llamaradas contra ellos, haciendo que sus cuerpos se encendieran y flamearan ante la mirada absorta de Lydia, quemándoles vivos entre terribles gritos agonizantes. Sus cuerpos calcinados cayeron sobre la nieve, retorciéndose. El hombre sobre el que había utilizado el grito se había puesto de pie y venía a la carga nuevamente, en un intento inútil de proteger a sus compañeros, cuando le hice soltar el arma disparando contra la mano en la que la blandía un certero proyectil ígneo que le hizo arder el brazo hasta el hombro. Aproveché su aturdimiento para sujetar su rostro entre mis dos manos y dejar que el fuego fluyera a través de mis palmas en una corriente abrasadora que le fundió los ojos en sus cuencas, y la piel y los músculos faciales sobre el cráneo; haciendo arder las hebras de su cabello como una cascada ardiente. El hombre no pudo gritar por mucho tiempo antes de que mi fuego derritiera sus vías respiratorias y que todo el sonido que pudiera generar después fuera el de un gemido jadeante que se extinguió en su garganta al momento en que su cuerpo sin vida y humeante cayó sobre mis pies.

Terminada la batalla, respiré hondamente un par de veces, recuperando el aliento. Todo había quedado de pronto en silencio y el viento había vuelto a silbar su grave tonada a través de las hojas de los árboles. Cuando viré sobre mí mismo para mirar a Lydia, esta me observaba con grandes ojos llenos de miedo. Le temblaba el labio inferior. Me di cuenta de que tenía algunas heridas repartidas por todo el cuerpo y de que su brazo todavía caía flojo como si hubiese perdido el soporte. Pese a ser una muchacha molesta y a todas las iniciales ganas que había llegado a sentir de aniquilarla mientras me seguía para sermonearme, ahora no podía hacerlo. Su lamentable estado se debía a que, aun cuando había aceptado hacer uso de su nueva libertad después de que la liberase de sus responsabilidades, había cumplido con lo que había jurado. Había puesto su vida por delante de la mía. Por mucho que odiara estar en deuda con alguien, especialmente con ella... lo estaba.

Sin embargo, cuando me acerqué a comprobar su estado, profirió por entre los labios un suave gemido de temor, y evadió casi de forma instintiva mi toque, apartándose de un brusco tumbo.

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