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1. El Dragón

Mi memoria estaba borrosa y la cabeza me dolía. No podía recordar mucho más que haber cruzado a salvo la frontera de Skyrim, desde Roca Alta, y de pronto estaba en medio de una gran revuelta. Había hombres armados de espadas y arcos por todos lados; gritos, sangre y polvo. Un golpe en la cabeza me había hecho desplomarme junto al cadáver de un soldado caído y la última cosa que recordaba, eran esos grandes ojos negros, vacíos, mirándome sin verme realmente, antes de que los míos se cerrasen.

—Eh, tú. Al fin has despertado —dijo uno de ellos, rubio y ataviado del uniforme gris y azul de soldado Capa de la Tormenta. Había otros dos hombres en la carreta. Uno bien vestido y de largas barbas rubias, y otro de malas pintas—. Intentabas cruzar la frontera ¿no? Fuiste a caer en esa emboscada imperial, como nosotros. Y ese ladrón de ahí.

—¡Malditos capas de la tormenta! —exclamó aquel— Skyrim estaba muy bien hasta que vinisteis.

Había escuchado con anterioridad que la situación de Skyrim era la de una larga y complicada guerra civil entre Nórdicos e Imperiales. Pero acabar atascado en una carreta, atado de manos e inculpado; inculpado de ser un capa de la tormenta... Todos mis planes amenazaban con derrumbarse a mi alrededor. Ahora mi propio destino pendía de un hilo. El ladrón continuó quejándose y alegando hasta que el soldado le acalló, demandando que se dirigiese con respeto al hombre frente a él; pues se trataba nada menos que de "Ulfric, Capa de la Tormenta; el verdadero rey supremo".

Como si el sujeto a mi lado fuese el rey del mundo, o un dios en cuerpo de hombre, por todo lo que a mí respectaba, era su culpa que yo viajara en esa carreta, a punto de ser ajusticiado y ejecutado como uno más de sus perros. Le observé con rencor.

Helgen apareció en un difuso horizonte, descollando sus torres por encima de una espesa niebla que casi le hacía parecer un espejismo. Conocía su nombre porque se lo había oído mencionar a uno de los soldados que nos transportaban. Era la primera ciudad de Skyrim que vería... y quizás la última. Allí seríamos ajusticiados como al imperio le pareciese pertinente. Allí acabaría todo para mí.

—Sovengarde nos aguarda —dijo el hombre rubio poco antes de que cruzásemos las puertas de la ciudadela.

El lugar estaba plagado de soldados imperiales. Noté que había soldado Thalmor entre ellos. Nunca había visto a un alto elfo en mi vida; sólo oído historia sobre ellos. Eran tan altos e intimidantes como los rumores les describían. El ladrón en la carreta recitaba los nombres de los nueve con tono trágico. Bajé la cabeza con resignación. Aún tenía una oportunidad de salir de esta, pero implicaba tomar un riesgo tan grande que, de dar un solo paso en falso, sólo conseguiría prolongar mi existencia otro par de segundos. Pero debía intentarlo.

Cuando nos pusieron frente a dos soldados imperiales, estos revisaron lenta y tortuosamente la lista de ajusticiados. La que ostentaba la armadura más llamativa era una mujer; aunque no supe identificar su raza. El otro, quien sostenía la lista, era un soldado con un uniforme imperial común y corriente.

—Al imperio le encantan sus malditas listas —dijo el soldado rubio a mi lado. Y entonces, cuando Ulfric fue llamado delante, se despidió cortésmente de él, profesando todo el honor de haberle servido en palabras afectuosas.

El nombre del ladrón, Lorik, estaba en la lista por haber intentado robar un caballo, pero también como sospechoso de ser un simpatizante de los capas. Este tomó la primera oportunidad que se le presentó, para huir, negando a los gritos ser un rebelde, sólo para ser abatido unos metros más adelante por raudas flechas; una de las cuales le atravesó el corazón de la espalda al pecho.

Yo tendría que ser mucho más rápido que él. Entonces llegó mi turno.

—Eh, tú. Paso al frente. —llamó el soldado que sostenía la lista, y dudó al verme— ¿Quién eres?

Inspiré el aire frío de la mañana antes de hablar:

—Aszel.

—¿Eres de Salto de la daga, bretón? —me inquirió a lo cual sólo fruncí el ceño— Capitán ¿qué debemos hacer? Este no está en la lista.

—Hay que ejecutar a todos los que estén en los carros. Órdenes del general.

—Lo siento. Nos aseguraremos de devolver tus restos a Roca Alta.

Exhalé. Por mucho que sus palabras intentasen ser de consuelo, no pude tomármelas como tales. No había nadie en Roca Alta a quien pudiesen ser entregados mis restos. Nadie que los quisiera, al menos...

Aguardé pacientemente mi ajusticiamiento. Ante mí se desataba una escena curiosa. El hombre rubio de vestiduras elegantes, amordazado como estaba recibía palabras desdeñosas de parte de uno de los guardias imperiales, el cual lucía casi insignificante a su lado:

—Ulfric Capa de la tormenta. Algunos te llaman un héroe, pero un héroe no usa un poder como la voz para matar a su rey y usurpar su trono.

El aludido no respondió más que con gemidos sofocados tras la tela de su mordaza. Me pareció que era algo injusto. Un hombre sin la posición de defenderse, siendo escarmentado por otro, armado y usando una armadura. Sin embargo, sus palabras llamaron más mi atención. La noticia de que el rey había sido asesinado había llegado tempranamente a oídos de todos. Pensar que había viajado hasta aquí en el mismo carro del hombre que le había asesinado. Y usando el poder de la voz. Un poder que se rumoraba que existía, más del cual se tenía poco conocimiento. Irrumpió en la serenidad sepulcral del que pronto sería el lecho de muerte de todos nosotros el sonido más extraño y escalofriante que había oído en mi vida. Sonaba como el rugido de un animal enorme, haciendo eco desde las montañas y las altísimas edificaciones de piedra que nos rodeaban.

—¿Qué fue eso? —preguntó alguien de los presentes, aunque no vi bien quien. Mi mirada estaba en los cielos grisáceos que se cernían sobre nosotros.

Aun cuando los guardias y los ajusticiados decidieron no dar importancia al rugido, este se abrió paso a lo más profundo de mis pensamientos. Como si pudiera oírlo todavía.

Me arrancó de mis cavilaciones el momento en que un capa de la tormenta de los carros que iban delante en nuestro camino, fue ejecutado antes de mí. El hacha cayendo sobre su cuello con un seco azote y luego su cabeza rodando hasta el receptáculo junto al tajo, bañándole de sangre, vísceras y esquirlas de hueso, no me resultaron impactantes. Mis ojos habían visto cosas más crudas en el camino hasta aquí.

—¡Bastardos imperiales! —chilló una voz femenina.

De pronto fue mi turno de pasar adelante.

—¡Siguiente, el bretón! —ordenó la imperial de piel atezada; su armadura refulgía bajo el plateado de la mañana.

En el momento en que atendí, otra vez resonó el extraño rugido. Pero un poco más cerca. Por más que volteé en todas direcciones, no pude ver nada.

—Ahí está otra vez...

—Dije siguiente prisionero —reiteró la mujer, malhumorada.

—Al tajo, carroña. Con tranquilidad —ordenó uno de los soldados, propinándome un empujón que me hizo hervir la sangre de las venas; pero me limité a cerrar tan fuerte los dientes, que crujieron.

Avancé decididamente. Mis manos estaban atadas, pero no por mucho... Hice como me ordenaron y me arrodillé para recibir la descarga del filo del hacha que separaría la cabeza de mi cuello si no actuaba rápidamente. Entonces me preparé. Sentí el calor emanando de mis manos, y el susurro crepitante de las llamas empezando a formarse en las yemas de mis dedos. Dar inicio al movimiento que podría significar mi última esperanza de escapar de allí con vida, implicaba cobrarme otras a cambio, y esto daba un inesperado vuelco a mis planes que pondría todo de cabeza. Pero si mi cabeza rodaba junto a la de ese soldado, el camino se habría terminado para mí. Y ya había llegado demasiado lejos.

En el momento en que sentí que las sogas se aflojaban alrededor de mis muñecas cuando la primera vuelta cedió al calor del fuego de mis poderes, otro rugido ensordecedor estalló en el silencio. Y por una esquina de mi visión periférica, ante mi completa incredulidad, una criatura; alada y gigantesca; se abrió paso surcando los cielos en vuelo para aterrizar justo sobre la torre frente a nosotros, ante gritos de horror, observándome con grandes y penetrantes ojos rojos que refulgieron. Nunca antes había visto un dragón en mi vida. Las leyendas decían que el último había desaparecido de la faz de la tierra. De ellos sólo quedaban historias, leyendas, poemas y canciones. Pero ahora tenía a uno de ellos en frente. Abrió dos veces el gigantesco hocico, oscuro como boca de lobo. El primer rugido colmó los cielos de una niebla espesa y amarilla, y el segundo, fue un golpe de fuerza invisible, más parecido a un estridente grito de guerra que al de una criatura como aquella, y el cual restalló como un látigo, haciéndome perder parte de la conciencia. De pronto estaba en el piso y el cuerpo del verdugo yacía sin vida frente a mí. A mi alrededor no había más soldados. Sólo fuego y el caos reinante.

Y luego una voz. La del soldado capa de la tormenta:

—¡Eh, bretón! Levántate, vamos. Los dioses no nos darán otra oportunidad.

Hice lo que me dijo. Nunca había habitado en mí la fe a ningún dios de entre los muchos a los que las personas que había conocido en mi vida profesaban su devoción. Pero esta era mi oportunidad. No sabía qué tipo de camino me aguardaba si seguía al soldado. Pero una cosa era segura, al menos por lo pronto: Era libre.

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