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Prefacio | De cómo la leyenda se hizo realidad

«Hubo una vez, hace mucho tiempo, una guardiana llamada Asterya. Era bella como la luna, su cabello era la misma noche y se vestía con las estrellas.

Tenía dos enormes alas, blancas como las de un cisne, y a veces, arrancaba una de sus plumas y la dejaba caer. Estas se convertían en estrellas fugaces, capaces de conceder cualquier deseo, siempre y cuando viniese de lo más profundo de tu corazón.

También, existía Zanien, el guardián de las tinieblas y las llamas. Sus cabellos eran del color del más cálido atardecer, y en sus ojos solo podías ver fuego.

Igualmente tenía dos alas, oscuras como las de un cuervo, pero no era capaz de conceder deseos como su compañera. Solo podía volar por su solitario y caótico territorio, muy lejano del de Asterya, pero le complacía ver sus plumas caer y pedir un deseo con ellas.

Ambos eran luz y oscuridad a la vez.

Ambos eran orden y equilibrio.

Pero el corazón de Zanien había empezado a llenarse del hollín proveniente de los volcanes de su mundo, y por eso, cada vez que Asterya lanzaba una de sus plumas, los deseos de Zanien no podían ser escuchados.

Sus lamentos tampoco pudieron ser oídos, y sus lágrimas se evaporizaban al apenas caer sobre su rostro. Pronto, las tinieblas también lo consumieron, hasta llenarlo de odio.

Asterya no sabía nada de esto, y le habría encantado ayudar a su compañero, pero era demasiado tarde, y lo único que él demandaba era sus alas, para poder obtener todos los deseos del mundo.

Se persiguieron a través de sus mundos y mucho más allá, hasta que Zanien arrancó una de las plumas de sus alas para convertirla en una bola de fuego que lanzó contra Asterya.

La guardiana apenas lo había sentido, aunque se le empezaba a dificultar el vuelo, y pronto la caída se hizo inevitable. En el descenso, su ala derecha se desprendió de su cuerpo, y vio cómo Zanien la tomaba, sacándose una pluma más para transformarla en otra bola de fuego.

Asustada, cerró sus ojos, y mantuvo sus manos aferradas a su pecho para proteger su corazón.

Zanien nuevamente había acertado con su golpe, y al caer al océano, Asterya se quebró en cuatro partes.

Por el fuego, estas partes empezaron a endurecerse, hasta transformarse en islas, y fue así como Nueva Britannia nació.

Se dice que en alguna parte debe permanecer escondido el corazón de la guardiana. Este es tan puro, que puede conceder todos los deseos del mundo. Tan infinitos y poderosos como las estrellas...».

Audrey rizó uno de sus mechones dorados entre sus dedos, en tanto recogía sus piernas contra su cuerpo. No tenía sueño aún.

Sin embargo, su madre sí estaba cansada, y dejó escapar un largo bostezo para corroborarlo.

—Lo siento, bebé. Te prometo que mañana te contaré uno mejor —suspiró la señora, a punto de levantarse de la cama de su hija para arroparla.

—¡No es eso! —La niña la detuvo, y se mantuvo dubitativa durante unos instantes—. Es solo que... ¿Es real? —preguntó, manteniendo cierto brillo de inocencia e ilusión en sus azules ojos.

—¿Qué cosa?

—¡Asterya! ¡Las estrellas fugaces, su corazón escondido en alguna parte de Nueva Britannia! De seguro se encuentra en Heorte, ¡por eso de allí vienen todos los magos!

Su madre volvió a bostezar, y sentía que sus párpados pesaban como yunques.

—No lo sé, amor —musitó—. Tal vez sí. ¿Quién podría saberlo?

—¡Tú lo sabes todo, mami!

La señora Lester sonrió.

—No es verdad, Audrey. —La besó en la frente y la arropó—. Buenas noches.

***

Doce años después.

Desierto de Heorte.

Las manos de Evan sudaban por la ansiedad que lo carcomía.

Habría sido más fácil si simplemente diese la vuelta y se alejase del lugar, pero no podía. Era su obligación quedarse, ya que por él, casi toda la élite de la Torre del Reloj se encontraba allí.

Por octava vez volvió a ver la hora en su reloj. No habían pasado más que dos minutos desde la última vez que lo vio.

Empezaba a desesperarse, y no podía hacerlo, o al menos, no podía demostrarlo. Aquel sería el momento de su vida, todo por lo que había trabajado, y le había costado muchísimo que el magistrado tomase en serio su idea. No podía fallar.

Era extraño. Durante tantos años había puesto una enorme fe en su creación y todas sus investigaciones, pero siendo aquel el momento de la verdad, estaba muy arrepentido.

Su mano se introdujo en el bolsillo de su saco, encontrado un objeto pesado y frío, una brújula de oro puro y macizo. Al abrirla, podía notar cómo su aguja apuntaba hacia el lugar del yacimiento, donde aún las excavadoras hacían su trabajo con sumo cuidado, tratando de no arruinar lo que podría ser el descubrimiento más importante en la historia de Nueva Britannia.

Hacía muchos años, Torre del Reloj había encontrado lo que parecía ser una de las estrellas fugaces creadas por Asterya, y la mantuvo en su cuidado hasta que Evan convenció al magistrado de que era necesaria para llevar a cabo una búsqueda que había iniciado cuando los humanos y las leyendas nacieron en el mundo.

Las excavadoras pronto se detuvieron, y retrocedieron.

Evan, extrañado, se adelantó hacia el yacimiento.

—¿Qué sucede? —inquirió a los trabajadores que se encargaban del proyecto.

—Ya estamos cerca —replicó uno de ellos, buscando entre su equipo una rasqueta.

Evan volvió a observar la brújula, y la aguja parecía haberse vuelto loca al acercarse tanto al yacimiento. Lo sabía, no había fallado.

—Nada de eso, lo haré yo. —Se quitó el saco y el sombrero para tomar la rasqueta y saltar hacia la excavación.

Colocó la brújula a su lado, y comenzó a deshacerse de la tierra con la rasqueta.

Casi no observaba lo que hacía, su mirada se mantenía fija en la aguja, que parecía anunciar con mayor fuerza lo cerca que estaba, hasta que de repente, no había más tierra que remover.

—En el nombre de la Reina... —Apenas consiguió pronunciar al subir, habiendo envuelto su hallazgo en un pañuelo blanco, cargándolo como si de un bebé se tratase.

—¿Eso es...? —preguntó uno de los miembros del magistrado, sorprendido, y deseando quitarle el objeto a Evan.

—Sí —asintió el muchacho—. No cabe duda alguna.

Quitó el pañuelo para mostrar lo que parecía una roca del tamaño de su puño, cuyo brillo dorado titilaba constantemente.

También, parecía tener vida propia. Palpitaba como un corazón.

Era toda una leyenda hecha realidad.

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