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O6 | El tiempo se acabó

«¡Qué maravilla! ¡La tierra ha renacido! ¡Asterya salve a la Reina!

Los cultivos han empezado a recuperar su verdor, y el norte de Heorte está cubierto de plantas y un espeso follaje.

Aunque de momento constituyen un problema para peatones y carruajes, parece toda una bendición de la mismísima Asterya que nuestra tierra haya vuelto a la vida.»

—The Heorte Chronicles.

Audrey y Evan habían alquilado la habitación de un pequeño hostal en el norte. El chico se aproximó hacia el balcón, removiendo las cortinas y abriendo las puertas, solo para notar que numerosos cuervos los estaban esperando.

Se extrañó, pues desde que habían caído al globo aerostático, los cuervos llegaban hacia ellos casi de la nada, y parecían perseguirlos.

Audrey no había pronunciado ni una sola palabra, y se mantenía cabizbaja, abrazándose en una esquina de la habitación. Pensando en haberse dejado caer al suelo desde la torre luego de lo sucedido.

—No vienen por ti —aseguró ella, y el mago se sorprendió al haberla escuchado hablar al fin. Empezaba a extrañar sus comentarios sarcásticos y su sonrisa maliciosa.

—¿A qué te refieres?

Audrey miró a las aves de soslayo. Parecía que se burlaban de ella, que sabían desde el principio lo que sucedería, y que había sido ingenua por pensar que se salvaría. Suspiró, y hundió su cabeza entre sus manos.

Evan pareció entenderlo, y volvió a cerrar el balcón.

—¿Por qué están aquí?

La muchacha lo miró con una expresión de tanta ironía, que llegó a doler.

—Es obvio, huelo a muerte.

Sintió deseos de llorar. No sabía cuánto tiempo tenía, pero por los cuervos, podía pensar que no era demasiado, que estaba más cerca que nunca de pagar su deuda.

—¿Estás enferma? —inquirió el mago con preocupación. Quería saber cómo funcionaba todo ese asunto de los deseos y las deudas, pero ni Audrey lo entendía por completo.

Ella negó con la cabeza.

—No sé cómo sucederá. Solo sé que pasará, y ya no puedo hacer nada para evitarlo... ¿Amelia sabrá que estamos aquí? —Intentó contemplar todas sus posibilidades. La detective ya había demostrado que ni siquiera parpadearía a la hora de querer acabar con ella.

—Creo que todos en este momento siguen conmocionados por lo que le sucedió a la tierra. Solo se me ocurre que el corazón era lo que le daba vida a Nueva Britannia —contempló—. De haberlo sabido, jamás habría intentado removerlo...

—Bueno, ya está donde pertenece —la ladrona se encogió de hombros, levantándose y yendo hacia el balcón. Abriendo las puertas con tanta fuerza, que los cuervos a la espera salieron volando, asustados—. Y yo debería ir donde pertenezco también.

Trató de pararse sobre la baranda. Esta era metálica y más delgada que la de la torre en la que habían estado. Un movimiento en falso, y no podría hacer nada.

Evan la tomó de la cintura, alejándola de allí.

—¿Qué haces? ¡No seas estúpida! —La empujó hacia el cuarto, y volvió a cerrar las puertas—. Mierda, Audrey, no te vas a morir. No ahora, y mucho menos de esa manera.

—¡Eso no lo decides tú!

—¡Tampoco tú! —Le espetó el chico, acercándose a ella con lentitud—. Pero he tomado una decisión, y es que no permitiré que vayas a ninguna parte. Te vas a quedar conmigo, Audrey Lester —tomó su rostro entre sus manos para besar su frente y luego juntarla con la suya en un pequeño choque—. ¿Lo entiendes?

Audrey pareció entender lo que quería decir, y se arrepintió de lo que había sucedido en la torre. Si las cosas hubiesen salido bien, ella ya no estaría con él en ese momento. Habría huido hacia alguna lejana parte sin siquiera despedirse.

¿O no?

Le gustaba pensar que mantenía los pies sobre la tierra. No sabía si sentía algo, y tampoco estaba dispuesta a averiguarlo, porque fuese lo que fuese, no tenía razón alguna de ser. Los chicos como Evan debían estar con la reina Charlene, o cualquier otra aristócrata a su altura que lo pudiese querer como se lo merecía. Y ella, en cambio, sería una eterna fugitiva. A la menor sospecha, huiría al lugar más lejano que se le ocurriese, y no tenía tiempo para relaciones de ningún tipo, que tampoco eran su estilo.

Trabajaba sola. Siempre lo había dicho.

Se separó de él, mirando la salida de la habitación.

—Debo irme, gracias por todo... —musitó, aunque para su propia sorpresa, ella seguía allí junto a Evan, y esta vez era él el que mantenía esa sonrisa de yo-sé-todo que era típica en ella—. No quiero lastimarte... —susurró, sintiendo que aquellas palabras hacían arder su cuerpo entero al salir de su garganta.

—Eso no lo decides tú.

La atrajo hacia sí, eliminando por completo la distancia que los separaba. Apenas Audrey pudo reaccionar ante el hecho de que la estaba besando, y aunque quizás no debía, cerró los ojos correspondiéndole, y dejándose llevar. Continuando lo que habían dejado pausado en la torre.

Los labios de Evan eran demandantes, y con sus brazos la rodeó y la amoldó a su cuerpo. No estaba muy seguro de lo que hacía, tampoco lo estaba pensando; al igual que la ladrona, se dejaba llevar por todo lo que sus deseos le dictaban.

Entreabrió su boca, en busca de la lengua de Audrey, y ella no opuso resistencia. Sintió estremecerse de deseo. Su piel quemaba, y su pulso se aceleraba con urgencia.

Se separó, aún hambriento, solo para retroceder hacia la cama, los dos hacían intervalos entre sus besos y los pasos que daban, hasta que, distraídos, cayeron hacia el colchón.

El pecho de Evan había amortiguado la caída de Audrey, quien solo se rio, y sus ojos brillaban con una ilusión aún más grande que la que tenía cuando había visto el corazón de la guardiana.

Ella sacó los mechones de cabello oscuro que cubrían el rostro del chico. Paseó sus dedos por el contorno de su rostro, admirándolo. Era demasiado hermoso para ser cierto, y en ese momento era solo suyo.

Se acercó, haciéndole cosquillas con la nariz, antes de depositar un suave beso en su boca, bajando después hacia su cuello, mientras sus manos iban, curiosas, desabrochando cada botón de su camisa. Él por su parte, colocó sus manos en la espalda de la chica, situándose en la parte baja, donde había encontrado una cinta de la cuál haló, y comenzó a deshacer la presión que ejercía sobre su cuerpo. Removió el vestido de Audrey desde sus hombros, y ella terminó quitándoselo y dejándolo en el suelo.

—Aprendes rápido... —susurró ella burlona, antes de volver a besar su boca, abriendo la camisa del mago y acariciando su pecho, descendiendo hasta su abdomen, besándolo, hasta encontrar y desabrochar el cinturón del chico, y bajar sus pantalones, mordiendo su labio inferior, traviesa.

Podía notar la evidente necesidad del chico por ella. Fue cuando él la tomó de la cintura para empujarla a la cama, debajo de él.

A diferencia de las ansias tan devoradoras que se llegaban a reflejarse en los ojos verdes de Evan, Audrey mantenía una sonrisa tranquila y pacífica que desconcertó al chico.

—Audrey, ¿tú quieres esto? —preguntó con miedo.

No quería ser como cualquiera de los tipos que se creían con derecho a ella por haberle pagado unos cuantos neopeniques a otra persona.

La chica rio, rodando los ojos.

—Debería ser yo quien pregunte eso... —Evan no lo entendió, y ella suspiró—. No deberías entregarte a una chica como yo...

—¿Una chica como tú?

—Sí, ya sabes...

—Una chica encantadora, sagaz y quizás demasiado atrevida para su propio bien como tú. Claro que deseo esto. —Evan la interrumpió, antes de darle un largo beso que Audrey correspondió sin el menor atisbo de duda, junto con todas sus caricias y cada uno de sus movimientos.

Como si fuesen uno solo.

***

Faltando poco para que el cielo terminase de vestirse de azul con estrellas, tal como Asterya, Evan se encontraba observando la silueta de Audrey, que dormía a su lado, cubriéndose con las sábanas.

Antes de conocerla, había leído y escuchado de ella un sinnúmero de veces, y nunca se imaginó que llegaría a saber la historia detrás de aquella chica de mirada astuta y sonrisa ladeada que creía saber tanto de la vida. No pensó que conocería incluso sus temores, o que se volvería tan loco por ella, y mucho menos que la tendría allí, durmiendo a su lado como una niña.

Él había terminado de vestirse hace unos minutos. Solo necesitaba dos más para seguir observando a la chica, y convencerse de que todo lo que había sucedido, y todo lo que estaría por suceder valdría toda la pena del mundo.

Vio la pequeña pluma de un blanco totalmente puro que se encontraba en la mesita de noche a su otro lado. Fue lo primero que había visto al despertar, y tenía claro lo que significaba.

Se acercó a besar la cabeza de la chica, antes de irse de la habitación.

***

Audrey había despertado con ganas de hacerle a Evan unas cuantas bromas acerca de lo que habían hecho, pero palpando a su lado el colchón y encontrándolo vacío, se sentó, tratando de esconder la expresión de confusión que tenía, por si alguien, desde donde sea, la estuviese viendo para burlarse de ella.

Recogió sus piernas hacia sí misma, abrazándolas, y pensando con detenimiento. No quería dejarse llevar por su lado emocional y pensar en cosas sin sentido. Estaba segura de que Evan no era de los que se irían sin dar una pequeña pista.

Y vaya que la encontró, pero sabía que Evan no se la había dejado.

Observó la pluma como si se tratase de su peor pesadilla, salió de la cama para buscar su vestido y colocárselo. Antes de irse, vio en el suelo la muñequera de cuero con la brújula, la cual apuntaba en dirección hacia la pluma. La ladrona estaba consciente de que la brújula servía para encontrar todo aquello que perteneciese a Asterya, y aunque con lo que había sucedido en la tierra con las plantas, era posible que no funcionase del todo bien, la tomó y la amarró a su brazo.

Salió a la calle a toda prisa, y esta parecía más desolada y fría que la propia Blackchapel. Pensó que horas después, la gente debía seguir observando cerca de la torre en la que había estado, que era una dirección que la aguja apuntaba, pero ella la ignoró.

Trató de guiarse por sus propios instintos, y corrió en dirección hacia Northminster, llegando hacia el malecón, donde una gran hilera de cuervos la esperaban, y se detuvo para observar la brújula, que indicaba hacia la sede de Torre del Reloj.

Evan le había dicho en la tarde que la llevaría a conocer el lugar, y ella pensó que el momento había llegado más rápido de lo imaginado.

Llegó frente a la construcción de estilo neogótico, que —exceptuando a los cuervos— se veía tan vacío como las calles. Era domingo, incluso los magos más importantes del mundo descansaban. Ya al siguiente día hablarían sobre cómo podría afectar la caída del corazón de la guardiana a Nueva Britannia. Evan ya había predicho que era posible que nacieran nuevos magos luego de lo que había pasado, y que Leonardo ya no sería un caso tan extraño.

Encontró la enorme entrada, cruzándola, y acercándose a las puertas que ya estaban abiertas. Solo necesitaban de un fuerte empujón.

Apenas abrió lo suficiente para poder entrar, y se guió por la brújula, dirigiéndose hacia unas casi infinitas escaleras en forma de caracol. Al llegar, encontró dos siluetas en lo que parecía ser un puente junto a la parte trasera de un enorme reloj.

—Yo soy un mago, y ella es solo una humana —Escuchó desde donde estaba, y suspiró de amargura, deseando que solo fuese una mala pesadilla—. Yo te puedo servir de mil formas más que ella...

—No, Evan, no... —murmuró asustada, sintiéndose a punto de vomitar—. Así no es como funciona...

—Valgo más que ella, es más que justo para un cambio.

—Diablos, ¡no!

Sentía que el corazón se le deshacía en ese instante, y aunque necesitaba darse un respiro por todo lo que había subido, fue la adrenalina y sus sentimientos los que la impulsaron a llegar hacia el puente.

—¡Evan, vete! —vociferó entre furiosa y consternada—. ¡No seas imbécil, él no te necesita, no nos necesita a ninguno de los dos!

—Audrey... —murmuró sorprendido el mago, aunque tenía seguro que su presencia no cambiaba en lo absoluto su decisión.

Ella caminaba hacia él como si estuviese a punto de golpearlo. Se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino a quien estaba enfrente suyo, del otro lado del puente.

—No te atrevas... —masculló ella, y parecía ser tanto para Evan, como para Zanien.

El último solo la miró de soslayo, burlón. Como si supiese mejor que nadie cómo terminaría aquello.

Desprendió sus alas, y flotó un par de metros.

—¿Tenemos un trato? —Se dirigió al mago, antes de hacer aparecer una enorme pluma blanca como la de un cisne.

—Acepto —respondió Evan sin dudarlo, y la pluma descendió en dirección a él, esperando que la agarrase.

—¡No, claro que no!

Audrey llegó primero. Tenía la pluma en su mano, tomándola con tanta fuerza, que se deshacía en ella. Inhalando y exhalando con urgencia por varios motivos.

Porque estaba verdaderamente agotada, y sus pulmones necesitaban aire.

Porque sentía tantas cosas que creía que iba a explotar en cualquier momento.

Porque sin habérselo imaginado, había aceptado su destino de una vez por todas.

Se dejó caer al suelo de rodillas, sin soltar lo que quedaba de la pluma, que se empezaba a desintegrar. Lloraba y temblaba de rabia y miedo.

—Audrey, no... —Evan llegó hacia ella, limpiando sus lágrimas y besando su frente—. No, ¿qué hiciste?

Respiró profundo, tratando de deshacerse del enorme nudo que consumía su garganta.

—No pasa nada, Evan —musitó, obligándose a sonreír—. Todo está bien. Estaré bien, lo prometo...

La pluma desapareció, pero su puño seguía cerrado con tanta fuerza, que se había herido con sus uñas.

Y luego fue ella quien empezó a desintegrarse, desde los pies a la cabeza, en cientos de pequeñas plumas negras.

No parecía sentir ningún dolor. O quizás solo se debía a que lo amortiguaba encontrando la calma en Evan. Le susurró una y otra vez que estaría bien. Que por fin era libre.

Desde donde estaba el ángel oscuro, pareció que no se lo esperaba, pero no pronunció ni una palabra. Solo pensó que aquella chica, sin duda alguna, era la persona más astuta sobre toda Nueva Britannia.

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