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O3 | Una tranquila oscuridad

«La detective Valentine ha llegado desde Beorland Yard a Heorte en busca de la ya famosa por sus robos y gran astucia Audrey Lester.

En menos de una semana, tres pandillas han sido encarceladas, y una docena de mendigos puestos en protección. ¿Finalmente Lester será atrapada?

No está de más comentar que el castigo por todos sus crímenes, sin duda alguna, será la horca.»

—The Heorte Chronicles

Luego de llenar su vaso hasta casi el tope de coñac, dio un pequeño sorbo y con lentitud, se acercó a la ventana en forma de rosetón, contemplando la noche.

Aunque era buscado por la policía, la guardia real y una detective que no sabía cuándo rendirse, el barón Aaron Holster no podía sentirse más tranquilo. Valentine era una humana con desaciertos, los hombres de vapor eran fáciles de esquivar; ya lo había hecho una vez y podría volver a hacerlo las veces que fuese necesario. Y luego estaba la muerte. De ella era imposible escapar, sin importar quién fuera.

Ni siquiera la propia Asterya se había salvado de la muerte, aunque se le hacía extraño que a pesar de todo, su corazón realmente existía, latía, y lograba todo aquello que la leyenda había dicho que lograría. Era como si en el fondo, la guardiana nunca hubiese muerto.

Pero eso no importaba ya. Era libre al fin de la maldición que llevó en su cuerpo durante años, décadas.

Nada importaba. Ni la detective Valentine, ni la Reina, ni mucho menos Evan.

Suspiró, sintiendo cómo el alcohol se mezclaba con su sangre y hacía dormir cada parte de su cuerpo. Nunca antes estuvo tan relajado.

Salió de la sala y avanzó hacia el pasillo. Quería ver una vez más lo que era un precioso milagro en la forma de una piedra tan pequeña, casi intrascendental para cualquiera que no tuviese ni la menor idea de lo que podría ser. Sintió extraño el suelo, y al bajar la mirada, su mundo se detuvo hasta que escuchó el ruido del vaso al quebrarse, mezclando sus fragmentos entre las pequeñas plumas negras.

Tenía que ser solo el alcohol haciéndole una broma de mal gusto.

Se suponía que era ya libre.

***

El barco se detuvo y aterrizó en el callejón de un barrio cercano del South End, y Audrey y su compañero de viaje se encargaron de conducir a Evan hacia el pórtico de una de las casas de la manzana.

El mago observó todo el barrio, y el dolor del disparo empezaba a amortiguarse por el miedo de estar en un lugar tan... arruinado. Se sintió estúpido, ya estaba trabajando con la ladrona más buscada en todo el mundo. ¿Qué era lo peor que podía pasarle allí?

Audrey tocó la puerta como si tuviese la intención de tumbarla, hasta que vio a través de las ventanas, las luces encenderse. No tenía idea de qué tan tarde era, pero no le importaba despertar al barrio entero para salvar a Evan.

La puerta se abrió, y salió un hombre con una máscara oscura que parecía el enorme pico de un ave, cubierta en la parte superior por unos anteojos.

—Le pagaré lo que sea —suplicó Audrey—. Solo necesito toda su discreción.

El hombre pareció pensárselo un momento, y al siguiente, los dejó pasar.

Atravesaron la pequeña y desordenada sala, repleta de libros, instrumentos médicos y hasta tubos de ensayo. El doctor tomó a Evan justo del brazo herido, y él trató de contener un gemido de dolor, mientras era conducido a sentarse en la camilla.

Audrey fue hasta él, tratando de quitarle el saco y posteriormente, la camisa, con toda la delicadeza de la que era capaz. Evan desvió la mirada, avergonzado. Esa chica lo estaba desnudando con una calma tremenda, y él solo podía dejarla.

Durante el viaje, ella no dejaba de preguntarle al menos cada cinco minutos si estaba bien. Su brazo sangraba, era obvia la respuesta, pero ella se sentía terriblemente mal, y al no tener ningún conocimiento médico —solía resolver todas sus dolencias con láudano—, solo le quedaba preguntar, y luego de ver la gravedad de la herida, no pudo evitar volver a hacerlo.

—Estoy bien —gruñó el chico. Tanto de dolor, como por la cansina insistencia de Audrey.

Ella suspiró, bajando la mirada.

—¿No te arrepientes aún...? —preguntó en voz bajita, pensando en cuántos minutos tenía antes de que el mago se hartase de ella y llamase a toda la policía de Nueva Britannia.

Él rio.

—Estoy seguro de que no quieres conocer la respuesta...

—De verdad lo siento —musitó la joven, mirándolo a los ojos—. Por lo general, es a mí a quien disparan...

—¿Y siempre fallan?

—Casi siempre.

El médico procedió a tomar sus instrumentos, y le pidió a Audrey que se apartase.

Entonces, vio cómo el doctor removía la bala, mientras el chico trataba de reprimir una mueca de dolor.

—¿Tienes idea de en dónde pueda estar? Ya sabes, el barón... —indagó la ladrona, desviando el tema porque la desesperación de Evan la aturdía, y porque a pesar de todo, el tiempo seguía corriendo.

—No está en ninguna de sus propiedades. Valentine registró todas las que estaban a su nombre...

—¿Y hay alguna que no lo esté?

El mago gritó, en tanto el doctor le desinfectaba la herida y la vendaba, cubriendo con las gasas, una gran parte de su pecho. Luego le extendió una pastilla y un vaso de agua.

—Es un analgésico —aclaró Audrey.

Él se la tomó, y el efecto pareció ser inmediato, pues ya no sentía en el brazo más que un hormigueo.

Se apresuró a vestirse, recordando que seguía en frente de Audrey, a lo que ella se rio de su actitud.

—¿Puedo saber por qué estás tan interesada? —inquirió con curiosidad. Si al final encontraban el corazón de la guardiana, temía lo que Audrey pidiese con él.

—Estuve en un lugar importante donde había un objeto importante, y yo no lo robé. ¿Tienes idea de cómo afecta eso a mi reputación?

Evan rodó los ojos, ignorando la risita de Audrey. Salió a la puerta, y ella se quedó un rato más a hablar con el doctor, para luego entregarle su ridículo, que se veía repleto de monedas. Se la notaba muy agradecida con su acción, y él pensó que a pesar de todo, ella de verdad se preocupaba.

—Creo que ahora ya sabes por qué trabajo sola... —murmuró ella al salir y alcanzarlo, y él solo asintió.

El otro chico que los acompañaba, tosió fingidamente.

—Tú no cuentas —afirmó la rubia—. Evan, él es Jericho Wyght.

—Escuché de ti —dijo el mago, observando al chico de cabello blanco—, robas transportes y falsificas todo tipo de documentos.

El muchacho sonrió, como si se tratase de un halago.

—Y sin embargo, es Audrey la estrella de esta ciudad...

—¡A ti también te ha fichado Amelia! —Increpó ella—, o debería...

—¿Tú también quieres un deseo? —preguntó Evan, alzando una ceja. El chico de cabello blanco alzó las cejas.

—¿Qué? Solo le debo a Audrey un favor. Creo que te lo dijo...

—El asesino de Blackchapel, hace tres años —explicó ella, y el mago pareció sorprenderse demasiado. Era una noticia algo vieja, pero los horrores que había causado, seguirían atormentando a Nueva Britannia hasta el fin de los tiempos—. Bueno, Jer... —anunció, incómoda.

—No tienes que decir nada, sé que me extrañarás —respondió el chico, antes de robarle un fugaz beso, e irse a su nave.

—Algún día lo mataré... —suspiró la ladrona, entre sorprendida, ofendida y resignada. Se volteó hacia Evan, que se sintió incómodo ante la escena—. Vamos, tenemos poco tiempo.

—Espera, ¿qué? ¿Hacia dónde iremos?

—Debería ser yo quien pregunte eso —respondió su compañera—. Vamos, sé que debes conocer alguna forma de encontrarlo. A propósito, ¿cómo hallaste el corazón de la guardiana?

Evan estuvo a punto de repetir la historia de su vida en Torre de Reloj, pero fue entonces cuando lo supo.

—¡Sé dónde tenemos que ir! Está en Northminster, cerca de la sede...

«Peligrosamente cerca...», advirtió al instante, negando su propia idea. Había huido del palacio de la reina junto a Audrey Lester, y con certeza, ya era tan buscado como ella.

Audrey advirtió lo que estaba pensando. Subió la mirada hasta el monorriel, que atravesó a gran velocidad la calle.

—Dime dónde es. Yo iré —decidió.

—¿Qué cosa? —inquirió el mago ofendido, pensando en si sería abandonado en aquel barrio tan espantoso.

—No quiero que vuelvas a salir herido por mi culpa.

—¿Y qué hay de ti? ¡No puedo dejarte sola! ¿Tienes idea de lo peligroso que puede llegar a ser el mundo?

—Eh, sí...

Evan rodó los ojos, y adivinando que Audrey pensaba en tomar el monorriel, la tomó del brazo y avanzó con ella hasta la estación, subiendo al final de la calle unas enormes escaleras.

—Ya me metiste en esto —reclamó el chico—, así que lo terminaremos juntos.

Y la joven no tuvo mayor opción que aceptar.

Al pasar por la estación, ella ya tenía planeada su estrategia para entrar sin comprar un billete, pero justo antes de ponerla en práctica, llegó Evan a su lado con dos billetes.

Bufó, y atravesó el torniquete luego de él.

Ambos se sentaron juntos, y el vagón estaba casi vacío. Audrey tomó el asiento junto a la ventana para poder apreciar mejor la vista, colocándose casi frente a ella, y apoyándose en el mago.

***

La detective Valentine había llegado al castillo Pridewood lo más rápido que pudo luego del desastre de la fiesta, pero estaba consciente de que no podía hacer nada allí. Audrey se había ido con un mago, y solo tenía escuetas pistas sobre una fragata voladora —era un medio común de transporte en la ciudad— y el vestido de noche que la ladrona había utilizado.

—Creo que debería hacer algo con las ventanas —masculló Charlene, cruzándose de brazos, y sacando a la detective de sus pensamientos—, si todos los ladrones de la ciudad escaparán por ellas...

Valentine prefirió ignorarla. Charlene Pridewood era joven, con las mejores intenciones, pero vivía ensimismada en su mundo; en su lujoso castillo en las nubes. Más que el hecho de que Audrey Lester había conseguido colarse a la fiesta luego de haber sido cómplice del robo del barón Holster, lo que más le preocupaba a la reina, era que había escapado junto a Evan.

Además, tenían otros problemas, y por extraño que pareciese, Lester no tenía que ver en ellos.

Durante su viaje, divisó en los campos que la tierra empezaba a morirse, junto con sus cultivos, y no era la única que lo había notado. Los mandatarios de los otros países le habían informado de la misma situación a Charlene, que por supuesto, no podía dar una respuesta.

Casi todos los días llovía, así que era imposible pensar que se debía a una sequía.

Charlene suspiró de pena, y se disculpó con la detective, diciendo que había tenido una larga noche, y que debía dormir.

Era el colmo. Ella la había contratado, pero estaba dejando más peso de la cuenta sobre sus hombros. ¿Pero cómo se le contradecía a una reina?

Valentine también se retiró a continuar con su trabajo. Pensó en buscar en el sur de nuevo, pero no creía que Audrey volviese a caer en el mismo error.

Y en realidad, ella estaba más cerca de lo que se podía imaginar.

Al llegar a la entrada al norte, donde finalizaba el recorrido del monorriel, Audrey y Evan bajaron a la enorme estación central mirando hacia todos lados. Había guardias en cada esquina, y aunque era posible que Evan pasase desapercibido, Audrey ya era un rostro conocido, y además, su vestido de fiesta era muy llamativo.

Evan se quitó el saco, para colocárselo a la chica, quien sorprendida, lo aceptó, y antes de que el primer guardia los mirase, se acurrucó junto a su pecho, sin dejar de caminar, y tratando de ocultar su cara con unos cuantos mechones de cabello.

El chico en cambio se ruborizó por el contacto, pero no perdió tiempo, y avanzaron hacia la salida.

No sabía cuánto tiempo tendría antes de que la detective Valentine decidiese registrar su casa, pero era allí donde podía encontrar lo único que les ayudaría en su búsqueda.

Cruzaron el malecón, y desde donde estaba, Audrey pudo divisar con claridad la sede de Torre del Reloj. Pensó que no podía tener un nombre más acertado. De hecho, era imposible confundir el lugar.

Un par de calles más, y se detuvieron ante un elegante vecindario. Era de noche, y aquella zona bastante callada, a pesar de que por el cielo surcaban más dirigibles y fragatas de las que Audrey solía ver cerca del sur.

Evan se detuvo ante lo que Audrey pudo considerar como una mini-mansión, y se aproximó a abrir la puerta.

—Linda casa... —murmuró la joven, asombrada tanto por el lujo, como por la cantidad de inventos que encontró en la sala.

—¿Solo «linda»? —inquirió Evan con una sonrisa sesgada—. Es una palabra un poco banal...

—Presumido...

Un autómata salió a recibirlos con una bandeja con una taza de té, y otra de leche.

—Buenas noches, señor Ashworth —pronunció con una voz un tanto trémula—. ¿Qué tal estuvo su no, no, no...?

—Oh, diablos... —suspiró el chico, colocándose detrás del robot, encontrando una pequeña manivela a la que le dio varias vueltas—. Listo.

El autómata volvió a funcionar a la perfección.

—Noche —Pudo concluir la palabra—. ¿Quién es la dama?

—Audrey, mucho gusto —sonrió la muchacha, maravillada ante el invento.

—Sebastian, para servirle.

—No necesito té, muchas gracias —dijo Evan, yéndose hacia su estudio, buscando algo de gran importancia—. No pienso recibir a nadie más hasta mañana. Si presientes que alguien llega, no dudes en comunicármelo.

—A la orden, señor. —El mayordomo autómata se retiró a la cocina.

Audrey entró al estudio también, preguntando qué buscaba Evan.

—Una brújula —dijo él, removiendo algunas cajas. Luego del robo del barón, decidió esconderla tan bien, que ya no tenía idea de en dónde la había dejado—. No es cualquier brújula... —comentó, antes de que la ladrona se burlase de él.

—Eso pensé...

Recorrió todo el lugar, repleto de libros desordenados, y observó en una estantería, unos que parecían no haber sido tocado jamás.

«Milton, Byron, Blake...», leyó los nombres, notando que se trataba de poesía, y tomó el libro de Blake, abriendo una página al azar:

—«Para ver el mundo en un grano de arena,

Y el cielo en una flor silvestre,

Abarca el infinito en la palma de tu mano

Y la eternidad en una hora...»

Evan se volteó ante ella, confundido, aunque no supo exactamente por qué.

—Es hermoso —contempló la chica—. Aunque admito que no sé lo que significa...

Pensó en dejar el libro en su lugar, pero notó que había algo más detrás, y removió los otros libros para poder extraer una pequeña caja.

—¡Eso es! —Evan dejó lo que hacía para tomar la caja, y sacar la brújula.

Suspiró de alivio, y también de confusión y pena. Su gran invento lo había metido en una serie de problemas que jamás imaginó.

—Con esto —señaló el objeto—, encontré el corazón de la guardiana. Está hecho con las estrellas fugaces de Asterya.

—Vaya... —admiró Audrey la brújula—. Entonces, ¿nos vamos ya de aquí?

—¿Qué? —rio el chico—. Es bastante tarde. Arriba hay habitaciones para invitados, toma la que quieras, y si tienes hambre, pídele lo que sea a Sebastian y te lo preparará. Si mañana la policía llega, estoy seguro de que conseguiremos escapar a tiempo, pero mientras, déjame descansar...

La joven hizo una mueca de molestia. Quiso objetar poniendo miles de razones por las cuales tenían que continuar su búsqueda, pero al final, solo exhaló un largo suspiro, y se acercó al chico, colocándose de espaldas.

—Bueno —murmuró, llevándose todo su cabello hacia adelante—, ¿me ayudarías desanudando el corsé?

Demoró al menos un minuto en recibir una respuesta.

—¿Qué cosa?

Ella rio sin poder evitarlo.

—Sí, por favor. Esta cosa me está matando...

Aunque Audrey no lo vio, podía asegurar que el rostro de Evan estaba tan rojo como un tomate fresco. Y él accedió, buscando la cinta que amarraba el corsé del vestido, desanudándola y desajustando el resto sin que sus manos temblasen en el intento.

—Vamos —soltó la chica risueña—, ¿no me digas que nunca has desanudado un corsé?

—Cuando trabajas en el magistrado, difícilmente encuentras tiempo para desanudar corsés... —respondió Evan lo que estaba consciente de que era una mentira. De repente, vio y sintió el cuerpo de Audrey llenarse de aire y exhalarlo con profundidad, como si hubiese contenido la respiración por un largo tiempo.

Pensó que aquellas cosas debían ser una horrenda tortura.

—No conozco mucha gente del magistrado, así que voy a creerte —volvió a reír Audrey—, aunque estoy segurísima de que la Reina Charlene quiere que desanudes su corsé.

Se volteó hacia el mago, quien pareció reaccionar como si ella hubiese dicho una blasfemia.

—¡Es de nuestra Reina de quién hablas!

—Sí, y hasta a las reinas se les desanudan el corsé...

Evan no supo cómo objetar.

—¿¡Podríamos dejar de hablar sobre desanudar corsés!?

Audrey sintió que empezaba a ahogarse de la risa.

—Bueno, bueno... —suspiró, tratando de calmarse—. Cuídate, Evan.

Subió las escaleras, en busca de una habitación, y Evan, por su parte, sentía su rostro arder.

Vaya noche.

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