O1 | El cielo se quema
«La delincuencia continúa en Heorte. Las zonas del sur y el este no son seguras, y con la llegada del invierno y las lluvias, la vida de la gente de los callejones peligra.
Nuestra reina, Charlene Pridewood, ha prometido tomar medidas drásticas al respecto.»
—The Heorte Chronicles
Apoyó sus labios suavemente en la boquilla y aspiró con lentitud. Al instante, la sensación de relajación se esparció por todo su cuerpo, y un par de segundos después, exhaló pequeños aros de humo que se dispersaron en el ambiente.
Repitió el mismo proceso una vez más, hasta olvidar poco a poco el dolor de los golpes que se había ganado por parte del último tipo con el que se metió. Incluso la ladrona más astuta de Nueva Britannia tenía días malos, pero al menos, había conseguido su cartera y tenía lo suficiente para compensar las molestias causadas.
Aspiró una tercera vez, perdiendo el conocimiento a tal prisa, que tosió un poco al atragantarse con el humo, y antes de caer, alcanzó a notar que todo a su alrededor era consumido por sombras y cenizas.
La tierra se veía árida, y sobre ella, se encontraban desperdigadas varias plumas negras. El cielo tenía un aspecto entre rojizo y oscuro, como la lava.
«Se está quemando», pensó Audrey.
No estaba sola. Varios cuervos llegaban, solo para ver a la visita, pero Audrey no estaba segura de que realmente la miraban a ella. Sus miradas eran tan vacías, que no creía que pudiesen ver algo en absoluto.
No obstante, ellos sabían muchas cosas. Sabían quién era ella, y cuál su conexión con aquel lugar, y por eso todos se acercaban a la vez, lanzando ensordecedores graznidos que parecían juzgarla y condenarla. Algunos se preguntaban entre ellos cuál tomaría sus azules ojos.
Y uno que otro graznaba también, pero pidiéndole ayuda. Llamándola como una salvadora.
Audrey los ignoró a todos, y agitando la falta de su vestido, los obligó a volar más lejos. Sus ojos jamás le pertenecerían a ellos, ni su corazón a quien los comandaba en realidad.
Siguió caminando sin tener un rumbo en mente, hasta sentir un pequeño temblor. Era continuo, pero leve, como si la tierra estuviese palpitando.
Sorprendida, corrió hasta donde sentía mayor la intensidad del temblor, deteniéndose solo cuando logró visualizar a un chico bastante joven, con algo escondido entre un pañuelo.
A la distancia, la muchacha reconoció en sus ojos un destello de esperanza, y tal vez inocencia. Él le hablaba a la nada, moviendo los brazos con euforia, señalando su descubrimiento, que a pesar del pañuelo, ella podía verlo resplandecer, y sabía bien lo que era.
Sus ojos brillaron al sentir la esperanza también.
—Ha sido encontrado... —musitó, en tanto las lágrimas rodaban de su mejilla, y sonreía como no lo había hecho desde hace mucho tiempo.
Las sombras volvieron, y junto con ellas, los cuervos, impidiendo que ella siguiera viendo, envolviéndola.
Pero no hizo nada al respecto. Sus ojos se mantenían fijos en el chico y su descubrimiento, hasta que un enorme cuervo la embistió, y abrió los ojos abruptamente, encontrándose cara a cara con un hombre moreno, de extraño bigote.
—¡La policía está por llegar, tiene que irse! —Lo escuchó decir, aunque ella seguía algo aturdida—. ¡Levántese ahora mismo! ¿Sabe usted que este no es un lugar para damas?
—¿Le parezco una dama? —inquirió Audrey con sarcasmo, haciendo alusión a su aspecto desaliñado y demacrado por el hambre y los golpes.
—¡Eso no me importa!, solo lárguese de aquí.
Audrey había accedido a levantarse, aunque fue el hombre quien terminó sacándola de su establecimiento casi a patadas. La mejor parte era que ni siquiera tuvo que pagar por el opio.
Salió a la calle, caminando con dificultad, como si estuviese mareada.
«El tiempo se acaba, Audrey...», escuchó un grave murmullo detrás de sí, pero no se alteró en lo más mínimo.
—Tal vez, pero creo que tengo un plan —respondió con una sonrisa, tratando de espabilar al fin. Entonces pudo corroborar que en verdad, la policía estaba cerca y en cada esquina.
No lo entendía. Sabía que no estaba en el lugar más bonito de la ciudad, pero esa era la misma razón por la que la policía lo evitaba.
Sabía que aquello sería un poco complicado. Quizás el hombre del opio no debía saber quién era ella, o poco le importaba, pero la policía sería capaz de reconocerla, y los papeles pegados en las paredes con su imagen tampoco la ayudaban demasiado.
Se sacudió el mugriento vestido amarillo, y recogió su cabello en un alto moño, tratando de verse lo más decente posible y de no llamar la atención. Caminó con algo de prisa, y por poco tropezó con un periódico. Al levantarlo y ojear su contenido, supo lo que estaba sucediendo.
—Amelia... —murmuró con sorpresa, observando la fotografía de una mujer de cabello oscuro y corto con un sombrero de piel.
El encabezado rezaba: «No más crimen en Heorte: Asterya salve a la detective Valentine», y Audrey contuvo las ganas de echarse a reír por lo vomitivo que le resultó.
Dejó el periódico, y siguió caminando.
Ya oscurecía al fin, y la noche y las paredes de Blackchapel en el oeste de la ciudad siempre eran sus mejores cómplices.
Pero los dirigibles de la policía con sus enormes linternas no lo eran.
Estos atravesaban los cielos de Blackchapel; parecía que la detective Valetine realmente tenía la intención de erradicar todo el crimen en Heorte, por utópico que fuese.
Audrey divisó dos policías en la siguiente esquina a su derecha, y cruzó con rapidez el callejón a su izquierda.
—¡Hey! —Escuchó, y supo que en ese momento tenía que correr. Saltó las cajas y demás basura desperdigada en las calles, y más de una vez tuvo que disculparse con ancianos y mendigos, sin siquiera mirar atrás.
Los sentía acercarse, y corrió hacia una casa que poseía una escalera de madera casi podrida por las lluvias, y sin pensarlo dos veces, la subió con agilidad, solo siendo molestada por la falda de su vestido, la cual recogía un poco entre sus manos.
Dio un mal paso, y saltó, aferrándose hacia la ventana abierta de la casa, y trató de subirse.
Estaba oscura y vacía. Era obvio que nadie vivía allí.
Se escondió entre las sombras del lugar para observar a los policías correr por el callejón, empujando también a los mendigos, solo para regresarse, decepcionados, por perderla de vista.
Audrey respiró con tranquilidad, y salió de la casa, observando las calles al fin libres de los policías, y decidió buscar un nuevo escondite, entrando en un bazar de dulces.
Pensó que de momento, era lo más seguro, y trató de no prestar atención a los niños que sorprendidos, la miraban, pero ella no pretendía nada en ese momento. Tenía dinero, y era capaz de pagarle bien a quien le hacía el favor de no denunciarla.
El dependiente del lugar observó a Audrey con desconfianza, y pidió a los niños que mantuviesen la calma, en tanto que con sigilo, se acercaba a uno de los teléfonos.
—¡Alto allí! —Se volvió la joven hacia él, que ya tenía el teléfono en su mano, y solo le faltaba marcar—. No se preocupe, pienso pagar...
—¿Con su dinero? —inquirió con ironía, y como respuesta, solo recibió la mirada decaída de la mujer—. Llamaré a la policía —decidió el hombre, antes de que la puerta de la tienda se abriese, haciendo sonar la campanilla colgada con fuerza.
—No será necesario —dijo la voz grave y casi robótica de uno de los tres policías. Todos estaban cubiertos con máscaras de gas, y traían una enorme mochila en sus espaldas, que parecía estar conectada a ellos de alguna forma. No eran personas.
Los niños en el lugar salieron huyendo, y el dependiente también quería hacerlo, pero no podía abandonar su trabajo como si nada.
—En efecto, no lo es —replicó una voz femenina, que se abrió paso entre los policías, hasta quedar cara a cara con la ladrona.
—Amelia...
—No me llames así —masculló la mujer—. ¿Sabes? Todo el mundo habla de ti. De lo difícil que le resulta a la policía atraparte. Te llaman «la ladrona más astuta de Nueva Britannia»...
—Tú también tienes un bonito título...
—¡Silencio! —exclamó la detective Valentine—. Llegué a Heorte por orden de la Reina, pensando que sería todo un reto. Posiblemente el más grande en toda mi carrera. Ahora empiezo a creer que el problema de Heorte no es tener a una ladrona astuta, sino a la policía más inepta —se volvió hacia los policías, que no reaccionaron en lo absoluto—. Pero aquí estamos, y tal como prometí a la Reina, te llevaré ante ella.
Luego dio vuelta y movió su mano para pedir a los policías que trajesen consigo a Audrey.
—¿La Reina? ¡Hey!, mira cómo estoy. No puedes dejar que la Reina me vea así, Amelia... —intentó bromear, señalando su vestido y su descuidado aspecto, antes de ser obligada a subir la escalera hacia uno de los dirigibles de la policía.
—Que dejes de llamarme así.
—Todo el mundo te llamaba así —murmuró la rubia, mientras era esposada en el interior de la nave—. Antes de que decidieras hacer la ley y te pusieras ese animal muerto en la cabeza —señaló su sombrero, y la castaña volvió a darle la espalda.
Audrey fue llevada a una jaula de barrotes, y uno de los policías bajó una palanca a su costado.
Engranajes sonaron y se movieron, y gruesos muros de acero que salían del techo y las paredes del dirigible cubrieron por completo la jaula.
La muchacha suspiró con pesadez, arrimándose contra la jaula y dejándose caer en el suelo.
Se concentró en el sueño que había tenido esa tarde. No era como si hiciese caso a todo lo que veía cuando cedía ante el opio, pero aquello no podía ser más claro.
Recordó cuando era solo una niña de nueve años que escuchaba los cuentos de su madre. Le había dicho que el corazón de Asterya era tan puro, que podía conceder todos los deseos del mundo, y ella solo necesitaba uno.
***
Amelia Valentine se encontraba frente a la ventana del dirigible, observando la ciudad desde lo alto. Estaba cubierta de neblina y otras sustancias que habían encontrado nocivas hace algunos años, pero la gente lo consideró un sacrificio que debía tomarse si querían que Nueva Britannia avanzara como lo hacía.
Se sobresaltó al notar que habían llegado al aeropuerto del palacio real: un colosal castillo en medio de las nubes, y era lo justo. Asterya era la guardiana de los cielos, y la realeza debía de tomar su lugar, custodiando el mundo desde lo alto.
El dirigible aterrizó frente a las enormes puertas del castillo Pridewood, y Audrey fue sacada de la jaula y sujetada por los policías con fuerza mientras pasaban.
En la puerta, fueron detenidos por dos guardias vestidos de rojo —también con máscaras de gas y mochilas—, que aseguraron que la Reina atendía una visita importante.
—¿¡Más importante que esto!? —Señaló la detective Valentine a Audrey, y aunque no debía ser posible, los guardias parecieron pensárselo, hasta decidir abrirles las puertas.
Mientras que el exterior del castillo era bastante opaco y lúgubre, pero a la vez con el toque necesario de elegancia que la realeza se merecía. El interior era como una gran luz dorada. Los adornos y hasta las baldosas parecían ser de oro, y todo el lugar resplandecía como si aún fuese de día.
Los policías presionaron con mayor fuerza las muñecas de Audrey, como si quisieran rompérselas para evitar que tocase algo. La joven dejó escapar un pequeño gruñido, pero no opuso resistencia, y a pesar de todos los lujos, no se sintió tentada en lo absoluto.
Llegaron a la sala principal, en la que encontraron a dos hombres —uno joven, y otro mucho más mayor— conversando con una muchacha pelirroja, cuyo vestido blanco parecía ser hecho con plumas de cisne.
—Eres tú... —murmuró Audrey, sorprendida al ver al muchacho joven, el mismo de su sueño. Y aunque creía haberlo dicho en voz baja, había desconcertado a todos en el lugar.
Él le correspondió la mirada, para rápidamente apartarla con incomodidad.
Y ella se sintió molesta con todos aquellos que se hacían llamar «la clase alta» en Nueva Britannia.
La pelirroja pidió disculpas a sus invitados, y se acercó a la detective, quien trató de resumirle todo lo que había pasado para por fin conseguir atrapar a la que era considerada la ladrona más astuta.
No obstante, la reina pasó de ella, y se acercó a Audrey, con una serena sonrisa y una mirada que no denotaban ni una pizca de prejuicio, como había sucedido con el chico.
—Su Majestad. —Audrey trató de hacer una reverencia, aunque sus manos seguían esposadas. Hace unos momentos sentía odiar a la nobleza entera, pero la reina había mostrado cortesía, y su padre le había enseñado muy bien que debía corresponderla.
—Audrey Lester... —pronunció la joven con lentitud, saboreando cada sílaba—. Es todo un honor conocerla al fin. ¿Sabe lo famosa que es? Se ve incluso más joven que en las fotografías.
—Opino lo mismo de usted —respondió la rubia.
El hombre mayor se aclaró la garganta para llamar la atención de la reina, desaprobando su comportamiento al simpatizar con una ladrona.
—Lo siento —se excusó—, si es algo paciente, pronto podrá contarme su historia.
—¿Mi historia?
—Claro —sonrió—. Nadie se convierte en la ladrona más astuta del mundo sin tener una historia.
Dio vuelta, regresando hacia sus primeros invitados.
—Ustedes, y toda la élite de Torre del Reloj han hecho historia, y Nueva Britannia les estará siempre en deuda por ello —dijo, recibiendo una caja de roble preciosamente tallada, de las manos del muchacho, y Audrey reconoció que no eran simple nobleza. Eran magos, y a ellos los odiaba más aún.
—Al contrario, su Majestad —se sonrojó el chico—. Nada de esto habría sido posible sin el apoyo de la corona. Es por eso que sentí la obligación de dejarlo en sus manos.
Los dedos de la reina avanzaban por la caja en tanto que en su rostro se asomaba una sonrisa de curiosidad.
—¿Puedo verlo?
El chico asintió, también sonriente.
—Es todo suyo.
El otro hombre pareció tensarse, pero además de Audrey, nadie lo notó. Todos estaban atentos a la reina, que decidió abrir la caja, y no pudo disimular su rostro de sorpresa y confusión.
Antes de que pudiera preguntar acerca de una caja vacía, la ventana de la sala se rompió en pedazos, producto de un disparo proveniente del revólver del hombre.
—Evan, lo siento —dijo él, antes de subirse a la ventana—. No puedo permitir que desperdicies nuestro mayor descubrimiento.
La detective Valentine miró a los policías, a los cuales también se les había unido la propia guardia Real, pero el hombro lanzó al suelo un reloj que en un instante explotó, liberando un ensordecedor sonido que había provocado que los guardias y policías se desinflaran en vapor. Era todo lo que los conformaba.
El ladrón escapó saltando, y en cuanto la detective y la reina voltearon en busca de Audrey, no la encontraron.
Había huido.
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