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Tiempo.

La oscuridad viajaba
entre los pétalos espumosos
de la mar bravía.
Pude verla llevándose
la arena del camino.
Las rosas en mi paladar
volvieron agrio su sabor.
Hicieron crecer sus espinas
clavándolas en mi calavera,
el ancla de mis sueños.
La brisa detuvo su movimiento
entre las hebras de mi cabello,
calmó la lluvia
incesante
y contaminó mis labios
del amargo sabor
de los besos pasados.

La arena del vidrio
evaporó su materia
microscópica,
los segundos,
minutos,
horas.
Miedo.
Entonces el cielo,
con violenta voracidad,
gritó en mi memoria
el pasado de los trenes
aquellos que cerraron
sus puertas
cuando yo no estaba
todavía en la estación.
Cuando me apeé
en la parada incorrecta.
Tú no estabas.

La argenta luz
de las sonrisas
emborronaba los pétalos
de mi tiempo restante.
Cabalgó desbocado
como el dolor de las amapolas
o el silencio
de los ferrocarriles.
La brisa anudó en mi pecho
el clamor de los lazos
que sostenían el vibrante
hormigón de sueños.
Futuro.
Me acechaba
la celosía virgen
de los enchufes exangües.

Ellos arrojaron sus manos
en la vertiente sonora
de las trompetas
cosmológicas.
El cielo plegó las sillas
para sentar sus enredaderas,
el cabello sonrojado silbó
en los astros tenues.
Los folios rasgaron sus fibras
y la tinta fue desbordándose
por el silente rumiar
de mi garganta.
Algunos niños,
quietos,
germinaron en la sonrisa
de los rosados labios
agrietándose.
Soñaron con el plomo
de las tuberías del corazón
que mantenían anclada
mi calavera en la piedra.
Soñaron, en la lúcida
vigilia, el transcurso
de mi piel oscurecida.
Soñé con la arena solidificada
en bloques cincelados,
y éstos sostenían
aquellos viejos edificios
alzados en siglos.

La brisa enmudeció
el bramido sincero
de los pies que borran
el polvo de las aspiradoras.
Viví en esa ciudad
donde los abrazos
cálidos
vienen solo tras el alcohol.
Donde las calles
cantan en la alborada,
y los gorriones sostienen
la rutina en la sucesión
de las melancólicas
y cínicas estaciones.
Viví en aquella ciudad
donde los dientes
caen al cemento
de los interruptores
apagados.
Los motores silencian
el aleteo de la marcha atrás
de los pocos ascensores
donde todavía quedan
besos para pintar
como sueños lejanos
un día guardados
para usarlos
cuando no quedara nada.
Pero la ausencia yantó
los cables luminiscentes
que la sostuvieron
sobre el abismo
del olvido.

Esta gran biblioteca
donde duermen entre cartones
las voces disonantes
del pasado
corroe desde el interior.
Consumidos vi caer
aquellos ladrillos
agrietados por las raíces
de las pequeñas flores
asomando sus finos pétalos
como el rubor surgido
en añoranza etérea.

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