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30. Me gusta Tarantino

Un par de chicas bonitas y carismáticas me piden el nombre de la canción. Unos chicos guapos y altos me hacen un par de preguntas sobre mi vida... que nunca pensé algún día responder. ¡Estoy que no quepo en mí de felicidad! Nunca me habían abordado tanto en una fiesta. Aún no puedo creer que haya hecho algo así, fue tan audaz, tan intrépido, valiente, impulsivo e inesperado para mí. Todavía no salgo de la impresión, jamás me creí capaz de algo así.

—Eres... ¿Linda? —me pregunta un chico de pelo alborotado. Me alegra no ser la única con el pelo hecho trizas.

—Hermelinda —lo corrijo amablemente, y extiendo la mano en su dirección—. Pero todos me dicen Meli.

Se ríe y acepta mi saludo.

—Un placer.

—También es un placer. —La palma de su mano está caliente, y la comisura de su boca está embarrada de lápiz labial rosa.

—Tienes un talento innato.

—Ah, gracias —me sonrojo intentando recuperar mi mano.

—¿Quieres un trago? —No me suelta.

—Yo no bebo.

—¿Un cigarro? —me insiste.

—No fumo.

Fumar me recuerda a mi tío, y él no era un tipo... precisamente amable. ¿Por qué sospecho que él tampoco es como aparenta? Para empezar debe ser porque no libera mi mano por mucha incomodidad que muestren mis ojos ante su agarre.

—¡Atención! ¡Préstenme su atención, por favor! —Ahora es Lucía la que ha tomado el mando del micro—. ¡Prepárense para la película! ¡La función empezará en diez minutos!

Me es imposible dejar de ver su llamativo vestido con escote pronunciado que no deja nada a la imaginación. Sus muslos de pole dance están al aire libre, y juro que puedo distinguir donde comienza el encaje de su ropa interior. Tiene una voz chillona de ebria, pero eso no quita que sea amable y simpática. Al menos siempre se ha portado bien conmigo.

—¡Pasen todos a la sala de cine en casa! —los invita con armonía desbordante, derramando el líquido de su vaso azul mientras apunta a una puerta oscura.

Se dirigen al sótano. Incluso el chico en silla de ruedas puede ver la película gracias a la rampa junto a las escaleras. Cielos, los Bonnet piensan en todo.

—¿Quieres sentarte junto a mí?

—No planeaba bajar —recupero mi mano.

—¿Quieres ir arriba?... Estoy seguro que una de estas habitaciones está vacía.

—¿Qué...? No, yo no.

En ese momento caigo en la cuenta... de que estamos solos, sin un alma en pena que pueda ver o ayudarme a hacer un acto de espejos o un «abracadabra» delante de este alborotado para distraerlo lo suficiente y salir corriendo.

—Vamos, te vas a divertir conmigo.

Intenta tomar mi muñeca, pero mis reflejos son rápidos y mantengo las distancias. Su ceño se frunce ante mi rechazo.

—¡Alejandro! ¡Aquí estás! —lo llama un tipo alto a mis espaldas.

—¡Amigos! —Su respuesta me pone en estado de alerta.

Son tres chicos los que están frente a mí; y me dan mala espina. Van como una cuba, incluido el más pequeño del grupo. Es incluso más chaparro que yo por centímetros. Guau. No creí que existiera un hombre que pudiera medir 1.50 m.

—¿Quién es Caperucita roja? —me pregunta uno de sus amigos, un tipo con el pelo pintado de rosa.

—Sí, ¿quién es? —le pregunta el chaparro.

Alejandro les sonríe.

—Es mi amiga... Neli.

—Meli —respondo como si quisiera hacerle un tajo en la cabeza.

—Como sea.

—¿Y no quiere venir con nosotros a la piscina? —le pregunta el más alto del grupo. Me recuerda a Peter La Anguila.

Alejandro me inspecciona de arriba abajo con sus negros ojos lascivos antes de responder:

—Sí, debería acompañarnos.

Se me erizan los vellos de la nuca y los brazos cuando los escucho decir «piscina». El agua y yo no nos llevamos bien. ¿Loco no? Porque vengo de un municipio al que lo caracterizan sus playas turísticas.

Tengo que salir de aquí.

—No, gracias. Mis amigos me están esperando —miento; no se me ocurre decir otra cosa para librarme de ésta.

—Vamos... Te vas a divertir mucho —dice el chico del pelo rosa.

—No, en serio; no quiero. —Intento huir.

—¿Por qué no? —me pregunta el tal Alejandro; no es nadie sin que su ejército de mandriles lo respalde. Cobarde.

—Qué nerviosa te estás poniendo, linda. —El tipo alto me rodea los hombros con su brazo.

¿Nerviosa? Yo diría ¡HISTÉRICA! ¿Qué demonios planean estos simios? ¿Por qué me están molestando? ¿Por qué a mí?

Éstas son las razones por las que prefiero no salir o socializar; sólo con perros e incluso gatos. ¡Al diablo si me consideran una ermitaña! La gente habla de todas maneras, ¿qué más me da si son todos contra mí? Me gusta vivir dentro de mi burbuja sin que nadie opine o moleste mis ideales. ¿Qué tiene eso de malo?

—Qué bonitas piernas tienes, Neli.

—¡No me toques!

Estallo.

Le doy una patada en los huevos al del pelo rosa. Me suelta. Hago acopio de todas mis fuerzas y empujo al chico alto dándole un merecido puñetazo en el estómago, haciendo que éste caiga como costal de papas y encoja las piernas por el dolor. Una de las ventajas de crecer bajo la influencia de la violencia doméstica, es aprender a repetir patrones de golpes y no conformarse con dar mundanas cachetadas.

—Vaya, vaya, se sabe defender la niñita —se burla de mí.

Lo fulmino con la mirada.

—«Niñita» tu madre, enano de circo —espeto en su cara.

Un «Uhhh» se escucha del tal Alejandro, el único que sigue de pie, y ahoga una sonora carcajada de burla cuando termina de asimilar que su supuesta víctima les esté contestando con grosería a sus intimidaciones. No hay miedo, sólo odio. El chaparro abre sus ojos como platos y, encabronado hasta la médula, intenta abalanzarse sobre mí con toda la intención de ahorcarme con sus pequeñas y peludas manos de un hombre adulto, pero... alguien se lo impide.

La bebida del enano cae al suelo, cuando su cuerpo es pateado por la suela de una bota e impacta de costado contra el suelo, provocando que sus huesos se agrieten y sus encías se ensangrienten. No reacciono, no protesto. El más alto se levanta, pero vuelve a azotar la res cuando es empujado con una fuerza... que jamás he visto antes y, esta vez, se queda en donde está por mucho que intente incorporarse. El chico del pelo rosa retrocede y alza las manos cuando denota las intenciones de Nick en ir contra él, pero ni sus súplicas lo salvan del golpe que le rompe la nariz de un solo esfuerzo.

Y, cuando creo que terminó con la extinción de los mandriles, posa sus ojos fúricos en el jefe del grupo y camina hacia él con decisión. La lívida expresión de Alejandro no tiene precio.

—No, no, amigo. Por favor —le pide, temblando y sudando como un niño en un cine viendo una película de terror.

En lugar de responder, Nick lo toma de su chaqueta y lo acerca a su cara, nariz con nariz. Los pies del pobre quedan suspendidos en el aire, a centímetros del suelo.

—Si te vuelves a acercar a ella, a mirarla o a intentar hablarle siquiera... te mato —lo dice de una manera tan convincente que suena a juramento firmado e incluso aceptado por todos los jueces dentro de su cabeza que ya cedieron ante las consecuencias de un homicidio—. ¿Me escuchas? Te ma-ta-re.

—Nick... —lo llamo en un suave susurro, tan ligero de entendimiento que no sé si él me ha oído. Parece que no.

—No sabía que tuviera novio —se apresura a responder en un trémulo de voz—. Lo siento, lo siento mucho, viejo. No sabía que tenía novio. No lo sabíamos, ¿verdad, chicos? —Sus amigos apenas consiguen asentir—. ¿Lo ves? No sabíamos.

Nick me mira buscando alguna objeción de mi parte, una excusa para volver a partirles la cara a esos idiotas, pero sólo encuentra veracidad en mi expresión. Porque es verdad, ellos no sabían (ahora sí) que tengo un... ¿novio? Bueno, yo no lo llamaría de esa forma. Nick es... más bien, una persona especial que aparece cuando más lo necesito y menos pensado tengo en saludarlo (con el tiempo suficiente para pensar en una excusa que me ayude a salir corriendo a un baño cercano y calmar el sonrojo en mis cachetes).

Nick no es mi novio, y en ningún momento me ha llamado o visto sólo como su «amiga», o, dado un título semejante a «una chica que me gusta y me muero por conocer e iniciar una relación romántica de novela». Así que no, no estoy segura de lo que somos, o, de lo que quiere de mí con exactitud. Me aleja, me busca, me persigue, me tiene, juega conmigo en un buen sentido y también en malos tratos.

¿Qué somos?

Y..., ¿por qué me lastimo el cuello dándole vueltas a lo que somos, cuando hace unas horas creí que lo odiaba por cómo me trató en su auto? ¿Qué me sucede a mí también? ¿Por qué no me decido? ¿Por qué ésta no sólo es una historia más que leo y comento y voto y puedo olvidar pasando página? ¿Por qué no puedo mandar a la mierda a este personaje que me está calando los huesos? ¿Por qué no me agito los hombros y me digo a mí misma «Amiga, date cuenta»? ¿Qué me impide salir corriendo? No lo sé. Sólo sé que mi alma se alegra de que esté aquí, que llegó justo a tiempo, y que no me abandonara o saliera huyendo cuando la situación se volvió en mi contra.

—¡Lárgate de mi casa! —le ordena y tira al suelo junto a sus amigos—. ¡Largo de mi casa! —brama.

El único que se levanta es el enano, y un segundo después, lo siguen los otros. Quizá no hacía falta tanta agresividad, ¡pero me da igual! Se lo merecían. Tal vez estén ebrios y no saben a ciencia lo que hacen, pero eso no justifica o quita que sean unos imbéciles y les dé el derecho de molestarme. ¡Sabrá Dios lo que querían hacer conmigo!

Desaparecen de nuestra vista.

Miro a Nick, sus nudillos están rojos, cortados y sangrando. Bueno, no demasiado. Él está bien, él está bien. Desvío los ojos de sus manos y me concentro en sus botas, tienen ligeras machas de sangre como si hubiera salido de una escena del crimen en donde él sólo pudo ser el testigo clave y no el asesino.

Tal vez deba agradecerle que no los haya matado. Sí..., quizá deba hacerlo. A lo mejor está esperando a que yo diga algo.

—Esa falda es muy corta —dice, y rompe el encanto de mis intenciones.

Aprieto los dientes en respuesta.

—¿En serio me vas a regañar por mi manera de vestir?

—No, sólo digo que es muy corta para salir.

—Ah, ¿entonces fue mi culpa?

—¿Por qué todo lo que te digo lo malinterpretas?

—No lo malinterpreto.

—Ah, qué necia eres, Dios mío.

—Sí, el detalle es que yo soy la espectadora aprendiendo del maestro.

Me mira de arriba abajo, y una sonrisa ladina se dibuja en sus labios.

—Pronto me llamarás «maestro» para referirte a otras cosas.

Se me encienden los cachetes de conejo e infla el corazón. Mis arterias endurecen y calcinan los músculos que pensé que siempre se mantendrían tensos y calculados para repetir una y otra vez los mismos movimientos.

¡Me lleva...!

—Ay, eres... —No puedo acabar mi frase.

No quiero pelearme con él. No es el momento. Está alterado, asustado, enojado y... raro. Esa es la palabra adecuada para describir a Nick Bonnet: es un rarito.

Se me acerca y me mira directamente a los ojos. El gris y el azul en su mirada atormentada me endulza y sensibiliza hasta torturar el aire que nos abriga. Levanta su mano hacia mí y su pulgar alisa la arruga de mi entrecejo que siempre se mantiene fruncido. Estoy a punto de apartarme cuando su otra mano se coloca en mi cintura, pero la seguridad que transmite su reacción a sus propias intenciones me sosiega.

Su rostro se aproxima al mío. Su frente me acaricia y su nariz me hace cosquillas. Su aliento a menta me encanta... ¡Oh, Dios!, ¿y si masticó apenas una hoy... por mí? ¿Se peinó también? ¿Se arregló por mí? Me siento como una quinceañera. Su boca, y todo lo que puede hacer con esos labios que me gustan muchísimo besan con suavidad mi frente, y a mí se me escapan los corazones que se duplican y triplican y cuadruplican y amenazan con explotar mi pancita en un suspiro de ensueño.

Pero él, otra vez, rompe la magia creada entre nosotros. ¿Por qué a los hombres se les da por bajarnos de la nube?

—Tengo algo que es tuyo.

—Raúl no es mío —digo antes de poder analizar mi respuesta.

Nick sonríe al escucharme. Mientras su pulgar acaricia mi labio inferior, yo me concentro en la comisura de su boca. Es perfecto. Atisbo un lunar en su mentón, y otro en su mejilla. Algunos piensan que los ojos, la mandíbula, el pelo, los pechos de una mujer, o los pectorales de un hombre son el atractivo del cuerpo humano; pero yo no. Los lunares y las pecas son mi debilidad. Siempre he pensado que los lunares son símbolo de belleza y perfección. Son como la marca personal de Dios. Un día tomó un pincel, y de lo cansado que estaba por haber creado tantas maravillas empezó a salpicar a sus obras sin ton ni son como si lo estuviera enloqueciendo el trabajo.

Quizá por eso todos estamos locos.

Mis rodillas tiemblan como si me aguantara las ganas de ir al baño. Sus dedos fríos en el doblez de mi falda me enganchan a su boca. Su aliento me quema las fosas nasales, pero es una sensación buena, refrescante, cautivadora... Me gusta. Me gusta estar con él, la sensación que produce en mi estómago, y las chispas que veo y él aviva en el interior de mi coraza usualmente helada donde duermen mis latidos hasta que él habla, cuando él está cerca, cuando él me escucha o sólo me mira con esos ojos que brillan y me prometen en silencio quedarse junto a mí.

¡Maldición!

¡Hombres, como siempre arruinándolo todo!

—¡Meeeliiii! —exclama una voz que proviene de la escalera. Mi cuello gira y visualizo a Raúl sentado a los pies de ésta—. ¡Te extrañé, nena!

Me aparto de Nick y corro a ver a Raúl. Tiene el rostro empapado en sudor, los ojos en un mar rojo por culpa del alcohol, y el pelo convertido en un estallido como si hubiera sacado la cabeza por la ventanilla de un auto a una velocidad impresionante. Si no fuera por conocer su historial familiar, estaría encabronadísima con él. Bueno, sí lo estoy, pero al menos un poco más calmada que hace un rato. Está ebrio y va como una cuba, pero está completo de pies a cabeza, sin ningún rasguño.

«Se merece todo lo malo que le pase», pensé.

Debo pensar antes de dictar mis sentencias. La culpabilidad de verlo hecho mierda me está atormentando.

—¡Qué bueno que estás aquí!

—Raúl.

—¿Qué...? ¿Qué haces aquí, Mel?

—Estaba preocupada por ti, idiota. Te fuiste del departamento. Por cierto, tu madre está al borde de la locura por encontrarte.

—Qué consuelo.

—¿«Consuelo»? No debiste irte y mucho menos haber bebido de esta manera. ¡Sabrá Dios lo que has hecho! Y mírate nada más, armando un escándalo y dejando tu nombre y apellido por los suelos.

—Deja de hablar, maldita sea.

Raúl se inclina y devuelve los líquidos consumidos en la calle, en la fiesta, en su auto. Saca una mezcla desagradable, verde y transparente de su sistema, manchando los escalones y apestando no sólo su ropa, sino también la mía. Casi me gana el asco; pero no me dejo llevar por su emesis e intento levantarlo. Tengo que llevarlo a casa.

—¿Me ayudas a llevarlo a su auto... por favor?

Nick asiente. Raúl protesta, pero sí se deja ayudar. Echa a Raúl sobre su hombro, y en ese momento recibo un mensaje de Carolina.

¿En dónde diablos estás? Sólo me faltaba que a ti también se te diera por rebelde y desaparecer.

Pongo los ojos en blanco. Esta mujer es una...

Inhalo y exhalo y tecleo:

Estoy con Raúl. Está bien.

¿En dónde están?

En casa de la familia Bonnet.

Demora unos segundos antes de responder:

Voy para allá. Quédense ahí.

Te mando la ubicación.

—¿Miel?

—Es Carolina, dice que viene en camino.

—Va a tardar.

—Casi una hora.

Como si me leyese la mente, Nick sube por las escaleras (esquivando el vómito, gracias al cielo). Me mira por encima de su hombro libre del cuerpo de Raúl y me pregunta:

—¿No vienes?

Se me encienden los cachetes de conejo.

—Ajá.

Abre la puerta de una habitación. Es una recámara equipada con lo necesario, con las paredes y techo pintadas de blanco que me provocarían dolor de cabeza si no fueran por los girasoles, pequeños, medianos y grandes que adornan las monocromáticas paredes del cuarto.

—Es el de visitas —dice Nick, tumbando de costado a Raúl en la cama matrimonial.

—Está lindo.

—A mi madre le encantan los girasoles.

—¿Y a ti?

—A mí no me gusta nada —se limita a responder.

Enarco una ceja, y lo miro con una cara de «Ay, ajá, mentiroso».

—¿Por qué lo acuestas de costado? —le pregunto, cambiando de tema.

—Porque inhaló un poco de lo que mi hermana consume. Me cae mal y eso, pero no quiero que su fantasma me persiga para toda la eternidad dentro de mi propia casa —bufa como si en realidad se planteara la posibilidad de que Raúl algún día lo atormentara como los fantasmas de arcilla en la Cumbre Escarlata—. Sólo le faltaría eso para intentar molestarme.

—¿Qué? —No lo puedo creer.

En primera: no sabía que Daniela consumiera drogas. En segunda: ¿por qué a Raúl le gusta meterse esas porquerías en su sistema?

—En pocas palabras es por si acaso, por si vomita. Llegó hace media hora. Ya venía tomado, eh.

—Increíble. —Alucino en un susurro.

Nick se aleja de la cama y cierra la puerta.

—Gracias.

—No es nada, princesa.

Sonrío a escondidas y me sonrojo. La primera vez que me llamó así fue en la cafetería, y hasta me recitó y todo como cantantes que le dedican un concierto a sus novias, como los poetas que escriben para sus musas, como los directores que le dedican una película súper romanticona a sus enamoradas empalagosas.

Mi sonrisa desaparece cuando Raúl persiste en su vómito.

Ash... ¡Hombres, como siempre, rompiendo la magia!

Me apresuro a ir en su dirección. Lo pongo un poco más de costado hasta que termina de devolver lo que sea que consumió hace pocas horas. Me preocupa que esté vomitando así. No sé cuántas veces lo haya hecho ya, pero se ve demasiado pálido.

—Estará bien.

—Eso espero.

—¿Por qué no bajas y disfrutas la función? —sugiere—. Iba a quedarme aquí de todas maneras.

—No, gracias. Me quedo contigo —me muerdo el labio inferior, rezando porque no tome eso con un doble sentido.

Qué bueno que no es así. Menudo ridículo el que haría si me obligara a enfrentarlo. Cuando mi cara deja de sentirse caliente, y mis piernas un bombón relleno de chocolate espumoso, me doy la vuelta con las palmas de mis manos sudando y tirando de mi falda como si de repente la considerara demasiado corta para estar cerca de Nick.

—¿Segura? Las chicas escogieron una romántica.

—¿Tengo cara de que me guste el romance?

—Se llama Perdona si te llamo amor.

—Hum... No me gusta Federico Moccia —le confieso.

—¿Y Blue Jeans sí?

—Es diferente. No me siento una simple espectadora cuando se trata de leer ciertos libros que hacen correr mi sangre, los que valen la pena para mí y resuelven mis dilemas —me detengo porque creo que le he dicho demasiado.

—No te muerdas el labio así, te vas a lastimar.

—Lo siento —digo, pero lo vuelvo a hacer— es que estoy nerviosa.

—¿Me tienes miedo?

—No... —pronuncio un «no» que suena a «sí».

—No tienes porqué estarlo. No pienso volver a tocarte hasta que tú quieras —me promete.

Dejo salir un aliviado suspiro.

—Okey.

—Si te hubieran dado a elegir...

—Ajá.

—... ¿cuáles serían tus películas para ver esta noche?

—Mmm... —Lo pienso—. Los 8 más odiados, o... Del crepúsculo al amanecer. No me importaría si todos se ponen cachondos al ver a Salma Hayek hacer su debut en el Santanico Pandemonium. Sería divertido ver algo así.

Me gano una suave y pequeña carcajada, y su clásico (pero sexi) colmillo aparece en escena. Me cautiva sólo con sonreír.

—Sabía que ibas a decir una de esas.

—Me gusta Tarantino.

—¿No te gustan las románticas? ¿Qué te parece la escena del abandono de Alex?

—Muy aburrida —digo—. Yo le agregaría un par de vampiros en una taberna o unos bastardos para acabar con los nazis.

Continúa deschavetando su risa. Está como un niño: feliz y adorable.

Mi celular vibra en mi mano. Es un mensaje.

Dile a Raúl que le espera una grande... cuando pise el departamento.

Es de Sarah.

A mí también me espera un fuerte regaño cuando las vea; lo presiento. Miro a mi amigo, se ha quedado dormido. No quiero despertarlo aún, pero debo hacerlo si es que quiero que mi plan resulte. Su madre va a sulfurar cuando lo encuentre en este estado de inconsciencia. Tal vez si comienzo a moverlo o a despabilarlo, le pueda ahorrar a Carolina la molestia y sus gritos.

Me dirijo hacia él.

—¿Qué haces?

—Voy a despertarlo.

—No podrías conseguirlo aunque lo golpearas. El tal Ricardo se drogó a muerte con la puta de mi hermana y la zorra de Lucía.

Me quedo boquiabierta; escucharlo emplear ese tipo de lenguaje para referirse a su hermana y a Lucía es degradante y horrible. Sé que Daniela no es una santa, y probablemente merezca que la llamen así, pero... no es correcto. Me atrevo a defenderla. ¡A las dos!

—No llames de esa manera a tu hermana, y tampoco quiero que te expreses así de Lucía.

Se encoge de hombros.

—No he dicho nada que no sea cierto.

—Es tu hermana —le recuerdo—. Y... a propósito, Nick, si sabes que está usando drogas, entonces tu deber es corregirla o buscar ayuda para ella, no esperar a que un día se mate con una sobredosis —lo reprendo.

Okey, quizá esté siendo demasiado dura con él, pero no pueden juzgarme. Digamos que los temas como el suicidio, las drogas, el alcohol o las infidelidades están prohibidos a hablarse en mi familia. No porque los consideremos temas indiscutibles, sino por las historias que cada uno relaciona con esas clases de temas sensibles. Es demasiado doloroso recordar lo que pudo hacerse de manera diferente.

Tengo malas experiencias con las drogas. Tengo experiencias suficientes como para escribir un libro. Mi primo murió a causa de una sobredosis. Estela las consumió por vez primera cuando ambas estudiamos la secundaria. Y por poco inhalo cocaína cuando estudiaba la preparatoria en escolarizado; el estrés académico me estaba matando. Claro, ya no. La lectura y la escritura me salvaron la vida.

Me pregunto: ¿qué lo salva a él?

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