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23. Es Oscar Wilde

Demoro un segundo en asimilar sus palabras. A pesar de que no fueron dirigidas a mí directamente, me sentí como si esa ira descomunal, que irradia hacia su padre, salpicara mis pies y manchara los cuadros rojos y negros de mi falda universitaria.

Todos los presentes en la mesa están petrificados, patidifusos, con la boca abierta rozando la fina porcelana de los platos, mientras el reloj antiguo sigue funcionando, mientras Nadia continúa en la cocina, mientras su padre traga, digiere y deja que asiente en su estómago el insulto de su hijo. Se recupera, tosiendo y bebiendo agua de su copa de cristal, carraspeando y aclarándose la garganta segundos después de haber asimilado la reacción natural de su hijo.

—¿Qué dijiste?

—Dije que eres un imbécil, padre —le repite en voz alta.

—Nick... —empieza a decir Regina, pero su marido la calla con un amago.

—¡Discúlpate! —le exige Daniela. Toma la mano de su madre y le da un apretón suave.

—¿Por qué? ¿Por qué soy un imbécil? —lo desafía su padre—. ¿Porqué quiero que aproveches tu potencial? ¿Porqué no quiero verte mendigando cuando seas mayor?, ¿que sigas desperdiciando el dinero que te doy comprando un par de libros al día que te vuelven cada hora más estúpido, más soñador? ¿Porqué... quiero que tengas estabilidad, dinero, una casa estable y éxito? ¿Porqué no quiero que te mueras de hambre?

—Ese sería asunto mío, ¿no crees? Mis decisiones no afectan a nadie —le responde.

—¡No vas a conseguir nada si sigues siendo ordinario, Nicholas! ¿Es que acaso no piensas en el futuro?

«Ayyy...» Esa palabra me recuerda a mi hermano Ángel. Hubo un tiempo en el que mi padre también lo llamó «ordinario» sólo porque quería dedicarse a la música.

—¡Eres un chico inteligente! ¡¿Por qué alguien inteligente querría dedicarse a escribir?!

Nick inhala hondo, y su padre le lanza otro ataque:

—¡Antes tenías planes, metas, ideas que pudieron evolucionar negocios! ¡Mírate! ¡Eres como una bola de nervios que a veces sale de esta casa más por obligación que por gusto!

—Lamento haber nacido con ansiedad social, papá.

—Cuidado con ese sarcasmo, Nicholas.

Entendí porqué a Nick le gusta tanto leer, esconderse, no ser nadie; porque a él, tanto como a mí, no nos entiende casi nadie, no nos agrada la gente, no nos gusta conversar; porque muy en el fondo, sabemos que gastar nuestro tiempo y energía en gente que no va a entender nunca, el modo en cómo nos sentimos en realidad, no vale la pena siquiera intentar conocerla. Un día pensé: «¿Para qué intentarlo? De todas maneras, las personas siempre terminan decepcionándote. ¿Cuál es el punto? ¿Por qué debería ser distinto esta vez?» Sospecho que... con esta familia, él debe pensar lo mismo que yo a diario.

—¡¿Por qué no eres más como tus hermanos?! —brama—. ¡Ellos tienen planes! ¡Metas! ¡Una vida por delante con sus carreras!

Nick vuelve a inhalar hondo. Su pierna tiembla y sus músculos se inquietan. Sus manos forman dos puños violentos que palidecen sus nudillos. Sus ojos, a pesar de emanar odio puro y real hacia su padre, también muestran una tristeza profunda que sólo podrían expresar esos ojitos de electroshock mientras su padre continúa soltando puras tonterías acerca de la carrera que eligió.

Poso mi mano sobre la pierna ansiosa de Nick, y, como por arte de magia, ésta se detiene. Sus bonitos ojos grises me miran y me piden... Me piden que lo estabilice, que no lo deje, que lo ayude a caminar entre vidrios rotos de botella y piedras filosas. Le doy un apretón suave y lo acaricio con dulzura por debajo de la mesa. Nuestros ojos se intimidan y también se hablan. Intento algo nuevo con él, a mí me funciona la mayoría de las veces. Con la mirada le digo que respire, que inhale y exhale con beatitud, que no es malo quebrarse y es bueno volver a juntar las piezas que dejaste caer al suelo para perderlas, pero que has cambiado de opinión y ahora quieres volver a tenerlas contigo.

Nick captura mis pensamientos y los medita. Se toma su tiempo para asimilar las duras palabras de su padre, pero también para respirar entre ellas.

—¡Deja de comportarte como un niño!

—¡Carlos! —exclama Regina, harta de escuchar los insultos de su esposo.

—Tranquila, mamá —contesta. Una vez calmado añade—: "Que hablen mal de uno es espantoso, pero hay algo peor. Que no hablen".

Nick continúa comiendo, desprendiendo esa pasiva sensación en su piel que me cala hondo, dando por hecho que la conversación se terminó. Pero no, porque su padre no es de los que dejan las cosas sin terminar, sin exprimir hasta que uno de los dos pierda los estribos y le termine gritando al otro. Las fosas nasales de Carlos se inflan y deshinchan mientras advierte a su hijo con sus oscuros y profundos ojos.

—No me cites a William Blake, Nicholas —masculla en un aviso.

Mis ojos alternan entre uno y el otro.

—Es Oscar Wilde —interfiero, respondiendo con educación.

Nick me mira. Carlos me mira. Gabriel me mira... Todos en la bendita mesa posan sus ojos en mí. Ay, no. Otra vez vuelvo a ser el centro de atención.

Trago duro.

—Ya saben —continúo, pese al rubor que asciende de mi cuello y se instala en mis orejas. No me gusta cuando la gente me mira fijamente, como ellos; y ellos tienen la mirada muy intensa. Pero, así como hice en mi primera clase de universidad, no me doblego—. El retrato de Dorian Gray —digo—. El fantasma de Canterville. El abanico de Lady Windermere.

Todos me miran como si viniera de otra galaxia. Lo considero un halago porque sí, siempre me he sentido como si hubiera nacido en otro planeta, que me entregaron a la familia equivocada, que no debí haber nacido... Por estas cosas, el modo en cómo me hacen sentir, son por las que me quedo callada la mayoría de las veces.

—"Creo que los feos y los necios tienen la mejor parte en este mundo, viven como todos deberíamos vivir: tranquilos, indiferentes y sin sacudidas" —recita Nick.

Mi rostro gira en dirección al sonido, hacia las comprensivas y protectoras palabras de Nick, las que dijo específicamente para mí, para esta niña de baja autoestima que se considera fea, torpe y bruta; pero que a los ojos de este gringo de ojos tiernos, soy una versión 2.0 que tiene pupilas que brillan, rostro de película, mirada de ángel o que sé yo. Alguna gracia debo tener para que este güero se haya fijado en mí.

—Esa es una de las mejores cosas de ser un incomprendido —le respondo con una sonrisa.

—Eso y el hecho de ser diferente. Los libros te transformas en alguien más valioso, más ambicioso, más intrépido, un poco menos solitario.

—"Vivir es lo más raro del mundo. La mayoría de la gente sólo existe, eso es todo".

—"A ti te gusta todo el mundo, o lo que es lo mismo, no te importa nadie".

No puedo creer que nos estemos recitando nuestras frases favoritas de: El Retrato de Dorian Gray. Todos a nuestro alrededor se esfuman, sólo somos él y yo, yo y él. Nadie podrá quitarnos esto jamás. Citamos a más escritores y a sus libros, Nick se ríe y enseña todos sus dientes —y su colmillo— y sus padres nos miran cohibidos y expectantes, al igual que sus hermanos, como dos marcianos que visten camisas hawaianas y sombreros de vaqueros que vinieron sin aviso a su casa a comer.

—Me retiro —anuncia Nick, poniéndose de pie—. Llevaré a Miel a su casa.

Lo miro. Veo a Gabriel lanzarle una mirada asesina a su hermano. Veo a Nick, quien no duda en corresponder su intimidación con otra. Mis ojos se posan en Daniel: luce asustado y molesto con su hermano. Con los dos.

Será mejor retirarme, no quiero que Nick y Gabriel comiencen a discutir, o que terminen agarrándose a golpes; pero eso es poco probable. Aunque, por la tensión que percibo entre ellos, es más probable que en algún momento de sus vidas, ya lo hayan hecho.

—Creo que mejor me voy —rompo la tensión en la mesa.

—Ya era hora —dice Daniela con voz burlona.

Las manos de Nick se cierran en dos puños duros y fríos, por enésima vez, el día de hoy. Envalentonado, canaliza las palabras que se atascan en su manzana de Adán, pero consigue decir:

—Daniela. Te quiero mucho, hermanita. Pero si vuelves a abrir la boca, sólo para burlarte de Meli, voy a tener que emparejar la situación y soltar un par de cosas sobre tu vida privada... que no creo que ni a mamá o a papá les convenga saber. ¿No crees?

En silencio observo el enfrentamiento entre Nick y su hermana. Daniel hace ademán de hablar, pero opta por quedarse callado y no interponerse en la batalla que libra el mayor y la menor de la familia. Y yo, permanezco sentada, luciendo una genuina sorpresa que reprimo lo mejor que puedo, así como mi sonrisa; no esperaba que me defendiera. Qué bonito.

—Muy bien —carraspea su padre, intentando poner paz entre ambos—. ¿Por qué no la lleva Gabriel a casa? Al fin y al cabo, es su compañera de estudios, ¿no?

—Buena idea, papá —le da la razón como un consentido—. ¿Mell?

Gabriel me mira esperando una respuesta. ¿Qué hago? Me lo estoy tomado demasiado a pecho. Debo pararme, pero no quiero. No me quiero ir con Gabriel, ni siquiera quiero pasar un minuto más en la misma mesa que él.

—Creo que deberías llevar a Lucía a su casa primero —se mete Daniela.

—No es necesario —se apresura a negarse; a pesar de que en el fondo, se le note que quiera estar con Gabriel.

—Es una buena idea. Gabriel, lleva a Lucía a su casa. Y Nick, tú llevas a Meli a la suya —dicta su madre.

—Pero, ma...

—Sin peros, Daniela —le avisa, utilizando el dedo índice como amenaza.

—Ya está decidido —dice Nick—. Miel y yo nos retiramos.

Se levanta y dirige a la puerta. No se despide de sus padres o sus hermanos. Bueno, en realidad sí le dice «adiós» a uno, a Regina, con una mirada rápida de complicidad que ella acepta y entiende que es su manera dulce de mostrarle afecto. Eso significa un mundo ante sus ojos.

Se lleva muy bien con su madrastra. Normalmente las madres así tienden a ser mujeres estiradas, ricachonas y despectivas que sólo buscan dinero y tratan mal a los hijos de otra. Pero Regina me ha demostrado lo contrario a un estereotipo de Disney. Es una mujer dulce, paciente y tolerante de carácter humano y también rudo cuando es necesario. Ella es todo lo que Carlos nunca será.

—¡Miel! —me llama el gringo que se muere por mis huesitos.

No se me pasa por alto que me llamó «Miel», en lugar de Meli. Recuerdo cuando me preguntó como me gusta que me llamen. Y yo, como a veces soy bien sincera y tengo mis momentos de soltura, le contesté con la verdad a un completo extraño. Quizá porque nadie me había preguntado eso antes. Quizá porque me pareció atractivo el güero ahí sentado, leyendo. Quizá porque dejé que me descubriera en el lugar menos romántico para coquetear. Quizá porque quería enfrentar el riesgo a mantener una conversación.

No lo sé. Quizá porque al mirarlo a los ojos encontré la pieza crucial de mi rompecabezas interno.

Lo normal es decir: «Hola», «¿Cómo te llamas?» Pero Nick es distinto. Es más dulce, cómodo, agradable, chispeante e impulsivo que otro ser humano que haya conocido. Es diferente, real, medio loco y extraordinario. Es ese personaje secundario del que te enamoras en una escena y piensas que debería ser el principal.

Me levanto, recojo mis cosas y me despido de todos, incluso de Daniela; tiene unas arrugas de anciana en la frente que me provocan escalofríos en las manos. Y no es para menos, su hermano se salió con la suya, su madre la ignoró y su padre no la defendió. Es normal sentirse enojada. Lucía sonríe como una tonta al saber que Gabriel la llevará a casa. A Gabriel parece darle igual. Daniel ni siquiera me mira cuando me despido; pero no le tomo importancia.

Salgo del comedor. Escucho a Carlos cuchichear con sus hijos y esposa antes de cruzar las puertas francesas.

—Le dijo.... ¿Miel?

—Eso creo, cariño.

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