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16-Edmundo. Mi familia

Me llevaron en auto al que sería mi nuevo hogar; la ciudad me pareció tenebrosa, los edificios me asustaban y las personas en la calle me parecían falsas, era mi primera vez fuera del convento y no la disfruté para nada. Viajamos por horas, mientras que con nerviosismo solo podía optar por el paisaje extraño y desconocido, o mirar al que sería mi Padre.

Decidí mirar mis manos, que en ese momento estaban calientes por los nervios; me suele pasar cuando estoy impaciente o estresado.

Al llegar a mi nuevo hogar, suspiré aliviado. Era de lo más parecido al convento. Antiguo, de piedra y madera, solitario y enorme. Creí que todo iría bien. El lugar tenía un gran jardín, me divertía demasiado corriendo por todos lados. Otro aspecto parecido a mí anterior vida, comparándolo con la grandeza de los árboles detrás del convento, claro.

Al entrar nos recibieron una fila de ordenados sirvientes que se inclinaron cuando mi Padre entró. Mientras que lo seguía de cerca, miraba por toda dirección completamente ilusionado; el lugar era tan hermoso por dentro como por fuera.

Ahí fue cuando conocí a mis Hermanos. Habíamos caminado hasta una gran habitación donde se celebraba una ilustre cena. Era un lugar tan lujoso, tan lleno de brillo.

–Bienvenido Padre –todos los comensales eran personas adultas, y se levantaron cuando nos vieron entrar. No había ningún niño en aquella habitación, a mi excepción. La mujer que habló era una joven de cabello color caramelo y ojos verdes. Los mismos de mi Padre.

–Gracias Rebecca –a pesar de su tono amable, pasó de ella para sentarse a la cabeza de la mesa. Permanecí detrás de él, dudoso. Tenía todos los ojos puestos en mí.

–Dijiste que nos presentarías a alguien importante –otro adulto habló–. No puedo evitar pensar que nos estás gastando una broma trayendo a ese crío aquí –me señaló con molestia en sus palabras.

–Andrés, contrólate –un adulto de cabello oscuro intentó calmarlo–. Deja que se explique –se trataba de mi hermano mayor, Esteban.

–Esto es el colmo –el hermano más joven no tuvo remedio que obedecer al primogénito.

–Ponte a mi lado –me susurró mi Padre. Caminé hasta ponerme a su altura–. Laura –llamó a una de las sirvientas.

– ¿Qué desea, señor?

– ¿Podrías poner una silla más justo a mi lado?

–Enseguida, señor –y un hombre trajo en segundos una silla igual de grande que las que rodeaban la mesa repleta de comida.

–Gracias, ahora... Edgar –me miró intensamente. Acababa de rebautizarme y desechar mi anterior nombramiento–. Siéntate, para que estés más a gusto.

–Sí, gracias.

–Queridos hijos, querida familia, mis más fieles sirvientes... hoy en este día de otoño, me complace presentarles al nuevo ocupante de la casa. Será legalmente su hermano, por lo que gozará de los mismos privilegios que ustedes...

– ¿Los mismos privilegios? –mi hermano Andrés se levantó–. ¿Significa que también heredará?

–Es mi hijo, Andrés.

– ¡Padre! ¡Estás demente!

– ¡Andrés! –una mujer sentada a su lado le sujetó para que se calmara–. Mantén la compostura–. Resoplando tomó de nuevo su lugar.

–El pequeño aún es menor de edad. Le faltan mucho para dejar de serlo, mi intención es educarlo para que siga en lo posible mis pasos, que aspire a lo suyo y que sea un pilar en la familia. Como mis vástagos, no espero que comprendan mis acciones pero, como sabrán, soy el que manda, siempre lo decidiré todo por mí mismo. Por ahora, solo déjennos comer con tranquilidad, el viaje ha sido largo y el pobre debe estar hambriento.

Ahí estaba yo, un niño de diez años, con mi anticuado uniforme del convento, con mi ridículo peinado de primaria y con una mirada perdida. Todo frente a esos devoradores de alma que buscaban que su camino fuese más fácil, con esto que mi vida se complicara.

Me otorgaron una habitación para mí solo. Pero fuera de eso, no tenía muchos objetos personales; ningún juguete, solo libros que podían ser de cualquier tema que quisiera, una verdadera biblioteca a mi entera disposición, por suerte la falta de tecnología en el convento me había vuelto fan de la lectura.

Otro aspecto que no cambió a mi vida en el convento, fue que evitaban que saliera a la ciudad, y para que esto se mantuviera formal contrataron maestros para enseñarme en casa. En las fiestas a las que íbamos también me quedaba solo, ya fueran reuniones, cenas o eventos. Nadie me prestaba atención, si es que acaso asistía.

Laura se volvió mi niñera personal, cuidaba de mí y me enseñaba cosas que no tuvieran que ver con la escuela, como a cuidar de las plantas, buenos modales, incluso aceptó enseñarme a cocinar. Puedo decir que la consideraba una Madre, pasaba la mayoría del tiempo a su lado. Era una mujer de piel morena, cabello oscuro y figura esbelta. Me contó historias sobre antes de mi llegada, de la vida de mis Hermanos, de sus hijos y de sus antepasados; sobre mi Padre, de su repentina intención y deseos de adoptar a un joven prometedor, de su repentino cambio de humor y de personalidad.

Me ilustró sobre el idioma que a veces utilizaban y que desconocía por completo, me explicó acerca del continente que era su verdadero hogar, América y sobre aquella hermosa otra nación, México.

Estudiaba con locura y era tratado como un adulto, mis maestros eran estrictos, buscaba un momento para leer por pasión y no por obligación. Aprendí cosas que no he olvidado con el tiempo; pero caminaba con inseguridad, mis pasos no eran firmes, parecía que vivía en un castillo de arena.

Con mi actitud de estudiante comprometido y con un libro siempre entre las manos, mi hermano Andrés no perdía la oportunidad para desorientarme aún más, con comentarios tan soases como: "Deberías hacer algo útil y no desperdiciar tu tiempo leyendo" o "Un chino en la familia, es realmente desalagador para todos nuestros ancestros", etc...

Veía con poca frecuencia a mi Padre. No lograba encontrarme con él dentro de la casa, parecía estar siempre ocupado, lo único que sabía era que esperaba que arrasara en los estudios para así enviarme a una prestigiosa universidad lo más pronto posible.

Las únicas veces que pasábamos tiempo juntos era durante los viajes anuales a México, el país de origen de mi Familia; con esos viajes pude aprender el idioma y una nueva cultura. Durante todo el tiempo que pasábamos en México, no había estudios, eran vacaciones... momentos de paz.

Todo el día estaba libre para ir a donde quisiera, ya que la zona en la que nos encontrábamos era muy pacífica. Los vecinos comúnmente decían que se podía dejar las puertas de las casas abiertas. Pero ya había escuchado e investigado que México era un país muy peligroso, problemático y donde era fácil que te robaran, que te vendían drogas junto con el pan, había perros callejeros por todos lados, la gente manejaba borracha, balaceras por las noches, toques de queda, ahorcados por las calles. Un sinfín de noticias sobre el narcotráfico.

Con temor fui llevado la primera vez, pero conforme pasaba el tiempo me arriesgué a conocer mi nueva comunidad. La primera "excursión" fue cuando acompañé a Laura a comprar a la zona rural.

Ahí conocí el popular tianguis. Era parecido a un mercado, solo que en medio de la calle, donde había personas que usaban sus casas como puesto, mientras otras ponían carpas para cubrirse del sol. Me encontré rodeado de demasiada gente, parecía que todos se habían reunido en aquel lugar. Se vendía todo tipo de cosas, desde comida, libros, ropa, maquillaje, juguetes, todo se mezclaba de una forma sincronizada y perfecta. Me gustó pasear por ahí.

–Oh, doña Laura –un hombre que arrastraba un carrito se acercó a nosotros–. ¿Es su hijo?

– ¿Cómo cree Donato? –puso una mano en mi hombro y me acercó a ella–. Es el hijo del patrón, no habla muy bien español.

–Mucho gusto pequeño Edgar –colocó una mano sobre mi cabeza mientras sonreía–. ¿Por qué no lo llevas a la feria?, van a montar un montón de juegos geniales.

– ¿Cómo sabe mi nombre? –mis ojos brillaron de asombro y duda.

–Es que tu Padre es requetebién conocido, así que ya todos sabemos un poquitito de ti.

–No sé si le den permiso –contestó Laura–, ya sabes lo estricto que suele ser el Señor. Me ha dejado traerlo porque sabe que la zona no da problemas.

–Pobre chico, tan pequeño y tiene que vivir en un mundo de adultos –Donato negaba con la cabeza–. Bueno, tengo algo de prisa solo quise saludar.

–Nos vemos.

Ahí pude entretenerme con los primos que no eran conscientes de la penosa situación que vivíamos en Japón, no como con los que compartía casa, esos niños eran igual de antipáticos conmigo como sus padres; aunque no puedo culparlos, sus amorosos padres se los pedían cariñosamente.

Durante mi estancia en México a veces realizaba un juego tonto. Tomaba un espejo de mano y caminaba por toda la casa de espaldas, me gustaba ver lo diferente que era todo del otro lado. Pero, en una ocasión, todos los espejos del corredor y de mi pertenencia se rompieron misteriosamente, simplemente amaneció un día y todo mi cuarto estaba lleno de astillas.

–No volví a jugar de esa forma. Crecí creyendo que todo había sido planeado por mis familiares; bien suena como una historia de terror –reí preocupado. No lo había notado hasta contarlo en voz alta después de tantos años.

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Seguimos con la historia de Makishima, falta uno capítulo más para que logre decir "TODO".

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