CAPÍTULO 19
Era bien entrada la noche cuando Yoel se desplomó sobre una de las camas en una posada de Illya. No estaban en la ciudad, sino en un pueblo cercano a las murallas, pero era tan grande que podría haber pasado casi como la ciudad principal de Luarte.
Aunque tampoco es que le hubiese tomado por sorpresa, no era la primera vez que viajaba hasta allí.
La primera vez que puso un pie en Illya había tenido diez años. En aquella ocasión sí que le habían resultado chocante las diferencias entre la capital en la que se encontraba y la capital en la que había nacido. Mientras que gran parte de la distribución de Luarte eran bosques, granjas y pequeños pueblos, Illya era todo grandes ciudades y centros de entrenamiento. No por nada era la capital en la que se encontraba la sede del Ejército Imperial.
Aquella vez su padre le había arrastrado hasta allí para que aprendiese a pelear de los mejores, pues los Richmond debían ser capaces de proteger con sus propias manos lo que era suyo. Lo había dejado en un centro con personas que no conocía, la mayoría mayores que él, aunque también había habido niños, y le había dicho que volvería cuando fuese capaz de vencer a todos sus compañeros, incluido el soldado a cargo de su instrucción.
Tuvo claro en ese momento que jamás volvería.
Era obvio que él, un niño de apenas diez años, no iba a ser capaz de vencer a personas que le doblaban la edad, y eso su padre lo sabía muy bien. Era la forma perfecta de librarse de su molesto bastardo sin ensuciarse las manos.
No le gustaba pensar en ello, pero debía admitir que las primeras semanas habían sido francamente horribles. Era consciente de lo que su padre sentía por él, pero por aquella época seguía siendo demasiado inocente y una parte de él se había sentido dolido por el abandono. Después de todo, ni siquiera su propio padre parecía capaz de quererlo.
Más tarde se había dado cuenta de que no le servía de nada autocompadecerse, por lo que había agarrado una de las espadas de madera que le dio su instructor y había entrenado con él día y noche.
Dos años después estaba de vuelta en "casa", pese a odiar ese lugar. Casi prefería el ejército, pero ser capaz de ver la estupefacción en la cara de su padre, de pie frente a la residencia Richmond, con una carta escrita por su maestro asegurando que ya no tenía nada más que enseñarle, fue suficiente recompensa.
Le había probado que estaba equivocado, que no había nada que no pudiese conseguir si se ponía a ello. Ese sentimiento de reafirmación fue lo que hizo que Yoel empezase a creer en él mismo.
Y es que a fin de cuentas, no necesitaba nada más.
Cansado, ahogó un suspiro. Se había jurado a sí mismo que por mucho que su sangre corriese por sus venas, jamás tendría nada que ver con ese hombre, pero había terminado faltando a esa promesa. Cuando los soldados los habían rodeado, dispuestos a deshacerse de ellos, a expulsarlos ahí fuera, no había tenido más remedio que gritar su maldito nombre.
No lo había hecho por él, de una forma u otra encontraría la forma de sobrevivir, sino por esos niños cuyos padres ya no estaban en este mundo, en buena parte por culpa del suyo. Tumbado sobre las sábanas blancas, en aquella habitación diminuta, casi podía sentir la mirada de Birdwhistle ardiendo en su cuello y la incomprensión en los enormes ojos de Lieberman.
Para poder ayudarlos había tenido que admitir esa parte de él que odiaba y en un irónico giro del destino, ahora ellos lo odiaban a él. Estaba acostumbrado a que lo repudiasen, a que lo temiesen, y por supuesto a que lo detestasen, pero por algún motivo, esta vez se sentía mal por ello.
Ya mismo debía amanecer y de todas formas estaba claro que no iba a ser capaz de conciliar el sueño, por lo que pateando las sábanas, Yoel se incorporó, dispuesto a dar un paseo.
La posada no era muy grande, pero al ser un sitio de descanso reservado únicamente para los soldados, todas las habitaciones estaban libres. Poder dormir solo y en un colchón no estaba mal, además de que habían podido asearse y les habían proporcionado una cena bastante en condiciones. Aunque para ser sincero, después de la porquería que habían estado comiendo durante las últimas semanas, cualquier cosa le habría sabido bien. Labelle no era del todo mal cocinero, pero no es que hubiese tenido mucho con lo que trabajar. Después, cuando lo hirieron, el título de chef había recaído sobre Archer y Relish.
Mira que había comido bazofias, pero lo de esos bastardos tenía delito.
Lo que no habían hecho los soldados, sin embargo, era encargarse de las heridas de Labelle y el mocoso. Era obvio que desconfiaban de ellos, lo cual podía entenderse, pero no le había gustado que les negasen algo tan primordial como era la atención médica. No era así como recordaba al ejército.
O no a todos ellos, por lo menos.
—Salvajes, es lo que son —escuchó decir justo antes de doblar la esquina que llevaba hasta el salón-comedor—. No deberíamos haberlos creído, esos nomads nos rajarán el cuello en cuanto cerremos los ojos.
Era uno de los soldados que los habían escoltado hasta la posada. Tenía una mueca de desagrado que solo se iba cuando daba un sorbo del jarro de cerveza en su mano. Con la otra se aferraba firmemente a su espada, como si realmente pensase que alguien le saltaría al cuello tan pronto como parpadease, lo cual era fácilmente una de las cosas más estúpidas que jamás había escuchado.
Les habían requisado todas y cada una de sus armas, además de cualquier otra pertenencia que llevasen encima. Casi les habían hecho darle las gracias por no quitarles también la ropa, y él casi les había dado un puñetazo de agradecimiento.
—Relájate, ¿vale? No tienen armas y sería una estupidez de su parte —aseguró la soldado que parecía a cargo—. Además, si ese chico es realmente quien dice ser, nos conviene tenerlo de nuestra parte.
Asqueado, Yoel giró sobre sus talones y se alejó antes de poder escuchar nada más. Si lo que pensaban es que él se sentiría en deuda con ellos y en algún momento les recompensaría, no podían estar más equivocados. La única persona con la que tenía alguna deuda era consigo mismo.
Y tampoco pensaba pagarla.
Decidió que le vendría bien un poco de aire fresco, pero como tenían prohibido salir, buscó algún tipo de terraza o balcón en el que pudiese relajarse. Cerca de las habitaciones, en la planta de arriba, encontró uno. Abrió las puertas de cristal de par en par y salió al pequeño espacio sintiendo el frío del invierno golpear contra su fina camisa.
Las vistas no eran gran cosa; se encontraba sobre un callejón bastante estrecho, alumbrado a duras penas por una única farola. En frente tenía lo que parecía ser una vivienda particular. Aunque no era gran cosa comparada con la mansión en la que habría crecido, nada tenía que ver con las diminutas casas de su ciudad natal. Los pasos de transeúntes y caballos retumbaban en el suelo de piedra de una calle cercana, estableciendo otra diferencia con los suelos de tierra de Luarte.
Apoyó las manos sobre la fría barandilla del balcón y observó el paisaje frente a él, sintiéndose repentinamente nostálgico. Un suspiro se escapó de sus labios y su aliento ascendió formando espirales hacia el cielo. Se preguntó si alguna vez sería capaz de volver a Luarte.
—Es todo muy raro, ¿no?
Una voz a sus espaldas le hizo girarse sobresaltado. Sentado en una esquina, tan encogido que parecía a punto de desaparecer, se encontraba Thomas Birdwhistle, observando el callejón con fascinación. Su boina se encontraba sobre el suelo, reposando a su lado, y a la luz de la luna, su cabello, su piel, sus ojos, todo en él parecía plateado.
Yoel se quedó congelado.
No solía pasarle, pues no era fácil de sorprender, pero de todas las personas, jamás habría esperado encontrarse ahí con Birdwhistle. Por si fuera poco, era inquietante hasta qué punto era capaz de pasar desapercibido. Puede que se debiese a que había bajado la guardia y se había permitido perderse en sus pensamientos, cosa que no hacía muy a menudo, pero no había sido capaz de reparar ni una pizca en la presencia del chico.
—Me refiero a Illya. No se parece en nada a Luarte —aclaró Thomas al no obtener respuesta.
Tenía un papel en su regazo y en su mano izquierda sostenía la pluma con la que habían redactado el mensaje para los soldados, y que más tarde les habían confiscado. Desde su posición no podía ver bien de qué se trataba, pero podía distinguir unos finos trazos sobre el papel. Intuyó que el chico había estado dibujando.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó señalando con la cabeza.
No pretendía sonar brusco, pero Yoel nunca había sido el tipo con más tacto y acabó pareciendo que le estaba regañando.
—Aidan —reconoció Thomas bajando la cabeza—. Le dije que no hacía falta, pero él me aseguró que estaba bien siempre que los soldados no se diesen cuenta. Me ayuda a relajarme.
Admitió lo último con voz tan baja que Yoel tuvo que hacer un esfuerzo para comprenderle. Se quedó allí de pie, sin saber qué hacer o decir. El chico había estado hablándole como siempre, pero había descubierto lo que había hecho su padre, que sus abuelos habían muerto en su maldita fiesta de cumpleaños, por lo que debía odiarle, ¿no?
Incómodo, se masajeó el cuello. Por un instante pensó que no estaría tan mal ser como Archer, siempre capaz de llegar hasta los demás con esa extrema facilidad, o como ese larguirucho de Labelle, de alguna forma firme pero cercano. Sin embargo, en seguida negó con la cabeza; tal vez él no tuviese la capacidad de dar un enorme y convincente discurso para trasmitir lo que sentía, pero no por eso sus sentimientos eran menos verdaderos, así que optó por expresarse de la única forma que sabía; simple y sinceramente.
—Lo siento.
Se volvió hacia Thomas y se inclinó hacia adelante, con las manos pegadas a los costados y agachó la cabeza todo lo que pudo. Todo su ser se retorció, su orgullo herido, mientras hacía una reverencia hacia un niño por algo que él ni siquiera había hecho. Y aun así no pudo evitar sentir que después de todo era su deber.
Cuando se irguió de nuevo, se encontró con la mirada asombrada de Thomas. No se sentía capaz de sostenérsela por mucho tiempo, y de todas formas no tenía nada más que decir, así que sin añadir nada más comenzó a caminar hacia el interior de la posada.
—¡Espera! —exclamó Thomas agarrándolo de la muñeca—. Entonces es cierto. Tu padre era ese tal Richmond. La fiesta era por tu cumpleaños.
Incapaz de mirarlo de frente, Yoel asintió una sola vez, sin moverse del sitio. Se esperó que montase una pataleta, tal vez incluso se abalanzase sobre él dispuesto a darle algún golpe. Si eso pasaba, no pensaba detenerle.
Pero el golpe nunca llegó
En su lugar, Thomas soltó su manga, y apartando la boina, dio unos golpecitos en el suelo para que se sentase a su lado. Sin saber qué esperar, obedeció a la indicación del niño. Una vez a su lado, pudo ver por fin qué era lo que había dibujado.
Era una imagen del callejón frente a ellos, nada demasiado elaborado. Sin embargo, a pesar de que cuando se había asomado le había parecido un sitio más bien deprimente, sin nada que resaltar, el callejón que Thomas había plasmado tenía un aspecto mágico.
—¿Era un buen hombre? —preguntó después de un momento.
Ni siquiera tuvo que pensarse la respuesta.
—No. Era lo peor, e incapaz de querer a nadie. Solo le preocupaba el maldito dinero y sus estúpidos títulos. Jamás se molestó en hacer nada por mí y cuando los Oscuros invaden Luarte, él va y me monta una fiesta de cumpleaños. Manda narices.
A su lado, Thomas rio por lo bajo, y aunque por un instante le pilló desprevenido, no pudo evitar sonreír él también, no sin cierta amargura. Parecía increíble, sin duda, pero así es cómo habían resultado las cosas. Miles de años desde la construcción de las murallas, ni un solo Oscuro capaz de traspasarlas, y tenían que hacerlo justo el día que su maldito padre había reunido a todo Luarte en su mansión, a punto de caramelo.
Casi parecía hasta planeado.
Un escalofrío sacudió a Yoel y su corazón comenzó a bombear con rapidez mientras se detenía a pensar en que, efectivamente, todo parecía demasiado conveniente.
—Si de verdad era tan malo y lo odiabas tanto, ¿por qué te disculpas por él?
Las palabras de Thomas lo trajeron de vuelta al presente. Estaba añadiendo unos trazos más a su dibujo, por lo que no había reparado en la cara que se le había quedado a Yoel. Descolocado, pestañeó un par de veces, tratando de retomar la conversación sin que el chico notase lo perturbado que se sentía. Lo último que necesitaba ese niño en esos momentos, eran más preocupaciones.
—Porque si no hubiese sido por mí...
—Seth me ha dicho que nadie debería pagar por los actos de otra persona y yo pienso lo mismo —lo cortó Thomas—. No solo porque me lo haya dicho él, sino porque realmente creo que tiene sentido. Tú no le pediste que hiciese nada por ti, tú no te saltaste la orden de reclusión y tú no hiciste que la guardia abandonase sus puestos, así que no tiene nada que ver contigo. Aunque eso sí, a tu padre sí que lo odio.
Yoel sonrió de nuevo, esta vez más abiertamente. Era estúpido, lo sabía, pero se sentía como si se hubiese quitado un peso de encima. ¿En qué momento había empezado a preocuparse por lo que aquellos mocosos pensasen de él? No tenía ni idea, pero algo estaba claro, tampoco se sentía mal por ello.
—Pues ya somos dos —reconoció.
Cuando bajó la vista hasta Birdwhistle, aún concentrado en su dibujo, no pudo evitar pensar en sí mismo, en aquellos años en los que aún no había descubierto su propia fortaleza. Solía tocar el piano cuando las cosas iban mal, se sentaba horas y horas y se perdía en las melodías, igual que Thomas se perdía en sus dibujos.
No le gustaba pensar en ello. Se las había arreglado para enterrarlo muy profundo, pero había habido una época en la que no se había sentido tan capaz de sobrellevarlo todo, en la que había sido débil.
Salvo que no había sido realmente débil, sino un niño asustado, solo en el mundo. Descubrió con un punzada de culpa que el motivo por el que había sentido tanta aversión hacia Thomas hasta hacía poco, era porque le recordaba a esa parte de sí mismo de la que tanto tiempo atrás se había desecho.
—Thomas —llamó al niño. Él se giró en seguida, con sus ojos plateados reluciendo curiosos—. Tienes que seguir avanzando. Aunque se vuelva más y más difícil, aunque estés cansado y te sientas solo. Incluso aunque tengas miedo. Da igual lo que digan, da igual cuantas personas piensen que no lo lograrás, tienes que hacer lo que tú creas justo. Tienes que creer en ti mismo. Eres muy joven para rendirte.
La pluma de Thomas se mantuvo inerte en su mano. Los dibujos que con tanto cuidado había trazado, comenzaron a emborronarse, la tinta deslizándose sobre el papel y mezclándose conforme las lágrimas iban cayendo.
Yoel se mantuvo en silencio en el sitio, escuchando como el niño sorbía una y otra vez. Sabía que necesitaba escuchar esas palabras porque él mismo había necesitado escucharlas hacía mucho tiempo. Dolerían, las palabras podían tener ese poder, e incluso después de un tiempo seguirían haciéndolo. Luego empezarían a escocer, conforme la herida empezase a cicatrizar, pero al final, traerían paz. O al menos con eso contaba.
La realidad es que él no podía hacer mucho más.
Su padre le había arruinado la vida, se la había arruinado a tanta gente... No quería tener nada que ver con él, eso era cierto, y mucho menos estaba ahí para limpiar sus cagadas solo por llevar su sangre. Pero aunque odiaba seguir órdenes e iba a odiar todos y cada uno de sus días en el ejército, como también había odiado el entrenamiento, decidió que permanecería junto a ellos y que se aseguraría de que aquel chico no se rindiese jamás.
Igual que aquella persona había hecho con él.
—¿Incluso aunque sea un monstruo, aunque haya hecho cosas terribles? —preguntó Thomas, restregándose las lágrimas que no paraban de caer.
No sabía por qué aquel niño podría pensar que era un monstruo, qué había hecho a su corta edad. Pero por experiencia sabía que ese tipo de pensamientos no se debían tanto a lo que uno pudiese o no ser, sino a lo que dijesen los demás que eras.
—Seas lo que seas, hagas lo que hagas —suspiró, cogiendo la boina del chico y presionándola contra su cabeza—. Está bien cagarla de vez en cuando, simplemente asegúrate de limpiarlo después.
Con el fin de no saturar a nuestro venerado Consejo, se llegó a la conclusión de que era necesario crear un sistema por el que cada capital fuese capaz de encargarse de sus propios asuntos, si bien siempre podían contar con el apoyo del Consejo. Por ello, el control de cada capital se le fue concedido a una persona, que sería la máxima responsable de que los recursos que debían producirse para el resto de capitales y de que no hubiese grandes incidentes entre las gentes, entre otras cosas. El método de elección de los mismos difiere al utilizado para elegir a los miembros del Consejo: cualquier inner es capaz de presentarse como voluntario para ejercer este encomiable cargo. La elección final se basa en una votación, en la que pueden participar todos y cada uno de los miembros de la capital. Es una decisión en la que todos participamos, así lo decidió El Consejo en su infinita sabiduría. La duración del mandato se extenderá tanto como la vida del Gobernador, a no ser que se produzca algún tipo de incidente que lo incapacite para llevar a cabo su labor. En cuyo caso, el magistrado superior de cada capital tendrá la potestad para tomar cartas en el asunto y convocar unas nuevas elecciones. De esta forma se garantiza la integridad de nuestro sistema, un sistema altamente competente.
Alethea Nikolaou, Historia de Prymrai
Es un sistema que garantiza la integridad. O eso dicen. Según mi propia experiencia, no lo calificaría exactamente de esa forma. En la teoría parece la idea perfecta, pero puesta a la práctica tiene muchos matices, como todo cuanto sale del Consejo. Para empezar, no todos pueden optar a ser Gobernador. Hay que tener cierto poder económico, un apellido de renombre o haber hecho los méritos suficientes. Con El Consejo siempre se trata de méritos, aunque esos muchas veces estén distorsionados o simplemente se hayan conseguido mediante las razones o métodos equivocados. Tampoco todo el mundo puede votar. De nuevo sale a flote la cuestión del poder económico o familiar. Por si fuera poco, en muchas de las capitales hace cientos de años que sus gentes no tienen la oportunidad de elegir verdaderamente a su Gobernador. Se llevan a cabo votaciones, sí, pero solo como mera pantomima, ya que muchas veces solo hay un voluntario, o si hay varios está claro cuál de ellos será el ganador. Siempre hay alguien que se ocupa de que así sea. Los Gobernadores de las capitales se eligen por votación, o eso dicen, pero la realidad es que lleva siglos siendo un cargo hereditario. Y nadie hace nada para evitarlo.
Benjamin Blank, Reflexiones sobre el mundo y otras cuestiones
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