Capítulo 1: El último concursante
Felix.
Abro y cierro la tapa del mechero que me regaló Rachel, mi hermana mayor. Un zippo plateado con la inscripción: si no puedes con ello, quémalo. Es una broma que tenemos entre nosotros. La manera de romper el hielo al inicio de cada casting, prueba o competición.
Está anocheciendo cuando cruzo el paso de peatones con la mirada fija en ningún punto en concreto, atento solo al sonido de las bisagras del mechero para mantener la calma. ¿Me dejarán entrar con él en As de Picas?
La gente que camina a mi lado va tan atenta a sus vidas y teléfonos que no se dan cuenta de que una furtiva lágrima me recorre la mejilla. Un chico que aparenta mi edad, con una mochila sobre sus hombros, más grande que su espalda, choca conmigo y se disculpa.
—¿Este año también vas a ver As de Picas? —Escucho hablar a dos chicos que pasan por mi lado.
—¿Estás loco? No me lo perdería por nada del mundo.
—Locos están los que participan en las pruebas. —Ríen al unísono.
Trago con fuerza. Los que participamos no tenemos más remedio. En mi caso, era participar de forma "voluntaria" y firmar el contrato o pagar en veinticuatro horas los quinientos millones de wones que debo a P.Y.J. Aprieto la tapa del zippo hasta que las uñas se me ponen blancas. Los intereses de estos usureros son abusivos. Pedí un préstamo de noventa mil wones para poder vivir un mes más aquí y mira en qué lío me he metido. Volver a Australia con mi familia y lo puesto sería un fracaso que no estoy preparado para digerir.
Me recoloco la cuerda de la bolsa en la que llevo el poco equipaje que necesito para enfrentarme a las pruebas. Ocho mudas limpias, ocho pares de calcetines, una camiseta negra y un vaquero. El día de la firma del contrato, el representante de The póker, fundador y jefe de la P.Y.J, me dio unas indicaciones básicas. Nada de objetos punzantes. Nada de utensilios para la higiene personal. Nada de aparatos electrónicos que tengan acceso a internet. Nada de comida. Tampoco las joyas y otros complementos están permitidos. Lo que sí podía llevar era justo lo que cargo a mi espalda.
Miro el reloj de muñeca (con la correa demasiado gastada para ponérmela) que guardo en uno de los bolsillos de mi pantalón de falsa tela vaquera gris. Faltan dos horas para que empiecen las pruebas, y todavía tengo que llegar a la parada de bus que va a dejarme en Itaewon. Espero no llegar tarde.
La parada está vacía, y la verdad es que me resulta muy extraño. Giro el cuello de izquierda a derecha, y caigo en la cuenta de lo desértica que está la calle para ser un día entre semana. No hace mal tiempo, el cielo está despejado y corre una brisa fresca que no cala los huesos. Frunzo el ceño, introduzco una mano en el bolsillo, balanceo los pies y abro y cierro tres veces la tapa del zippo antes de que el autobús pare en frente de mí. Los frenos chirrían demasiado y los cristales de las puertas automáticas están plagados de huellas.
Como era de esperar el autobús está lleno. No hay ningún asiento libre y apenas quedan dos soportes triangulares en las barras para los pasajeros que se quedan de pie.
Me abro paso, después de pagar el viaje, entre los pasajeros que hacen tapón en el pasillo tras la cabina del conductor. El motor ruge y da un fuerte tirón al ponerse en marcha que me hace perder el equilibrio y pisar por accidente a un chico con la cabeza rapada y decolorada.
Agacho la cabeza a modo de disculpa, pero él ni se molesta en mirarme, centrado en la música que sale a través de sus auriculares inalámbricos.
Me aferro al soporte con una mano, apoyo la cabeza en el antebrazo y miro fijamente al cristal. Con la mano que me queda libre abro y cierro dos veces más el zippo antes de que una anciana me mire con mala cara.
No sé si pasan veinte minutos, una hora o diez años cuando llego a Itaewon. Me sudan las manos, la frente y la espalda. Incluso me cuesta abrir la tapa del mechero con el temblor de manos que tengo. Cuando lo consigo, dejo la tapa subida y resoplo con fuerza.
—Baja en la primera parada de Itaewon, camina recto hasta una cafetería llamada Coffee Prince. Después gira a la derecha. Al final de la calle verás el letrero blanco y dorado del restaurante DanBam, ve hacia él. Dobla la esquina y verás una fachada rosa neón con un grafiti verde en el que puede leerse As de picas: sala de ocio nocturno juvenil. —Repaso las indicaciones del representante en mi mente.
Llego a As de picas sin complicaciones. Me quedo quieto frente a la fachada rosa neón. El corazón se me desboca. Dos chicos y dos chicas de no más de catorce años entran al local.
¿Y si salgo corriendo? ¿Y si no me presento y que le den por culo a las dichosas pruebas?
—La deuda se considerará impagada y al deudor insolvente; y toda la familia será aniquilada, desde los progenitores, hermanos, tíos y abuelos. —La voz de aquel hombre joven y trajeado, con un Bonghwang tatuado asomándole por encima de la corbata, me corta la respiración.
La respuesta que me dio cuando le pregunté qué pasaría si me negaba a firmar el contrato y no pagaba la deuda en veinticuatro horas me golpeó la boca del estómago; y ahora también lo volvía a hacer.
Camino, un pie detrás de otro, como un preso que va directo a cumplir pena de muerte. Niego con la cabeza. Esto es Corea del Sur, no Estados Unidos. Los juegos, perdón, las pruebas no pueden ser tan peligrosas, ¿verdad? He estado tentado a buscar información en la Deep Web sobre As de Picas, sobre otras ediciones, pero en el último momento cerraba el portátil y me alejada de él como si quemara.
Echo un vistazo a través de las puertas dobles acristaladas, con una mano por encima de la frente a modo de visera, pero el interior es tan oscuro que apenas distingo un haz de color cálido.
—Vamos, Felix. Si fuiste valiente para pedir un préstamo tú solo ahora también tienes que serlo —me animo.
Las puertas se cierran solas cuando entro en el local. Las miro de reojo y resoplo, con el corazón en un puño. La entrada al principio es oscura y después va tomando un color anaranjado. Saludo con un gesto de cabeza al chico que está tras el mostrador y no articulo palabra. No me atrevo. Este me mira con las cejas fruncidas por encima de unas gafas de montura plateada. Tiene los ojos verdes (lentillas, supongo) y el cabello peinado hacia atrás del mismo color. Cuando me hace un gesto altivo con la barbilla, que interpreto como un "qué quieres", un mechón de flequillo le cae sobre la ceja.
Saco del bolsillo la tarjeta que me dio el representante una vez estuvo firmado el contrato y se la tiendo.
El chico enciende la lámpara minimalista del mostrador y coge la tarjeta con una sonrisa en los labios. Lleva guantes de cuero (que no pegan nada con su outfit casual), pero estos tienen espacio únicamente para cuatro dedos, el pulgar queda fuera. Levanta la tarjeta, la enseña a la cámara de seguridad y, en ese momento, veo que tiene la mano tatuada como si fuera una mano esquelética.
—Nombre —exige, sacando de debajo del mostrador una tablet.
—Felix Lee —digo con voz trémula.
Se muerde el labio inferior mientras busca mi nombre en lo que supongo que es un listado. Asiente un par de veces cuando lo encuentra, y me señala con la mano hacia dónde tengo que ir, devolviéndome la tarjeta.
—Que te diviertas. —Suena a mofa.
Noto sus ojos clavados en mi nuca mientras voy directo a donde me ha indicado. Imagino que tendrá una ceja levantada y que estará partiéndose de risa de mí, de lo que me espera en As de Picas.
—Menuda mierda —susurro entre dientes, aunque parece más un siseo.
Camino entre adolescentes, jóvenes y unos pocos adultos que están enfrascados en sus ordenadores y otros recreativos y arcade. Un chico con boina y americana de colores chillones me llama la atención, ¿quién viene de esa guisa a un lugar como este para jugar a League of Legends? El chico se da cuenta de que lo estoy mirando, se gira y me analiza de arriba abajo. Parpadea más veces de las necesarias. Sube los pies a la silla gamer y se saca del bolsillo de la americana un bote de suero fisiológico. Antes de perderlo de vista observo como se echa un par de gotas en cada ojo.
Atravieso la cortina de cuencas. Una música ensordecedora me taladra los oídos. Miro a izquierda y derecha y considero que debo ir a la izquierda, pues a la derecha hay una sala llena de humo con una muchedumbre bailando como posesos.
—¡Eh, tú! —me grita un hombre con el pelo malva y una túnica del mismo color con estampado ornamental dorado—. ¿Dónde crees que vas? ¿No sabes leer? —Hace un gesto con la cabeza hacia el cartelito de la puerta que tengo a tres pasos de mí.
—Zona restringida —leo en voz queda.
—Exacto —dice levantando un palo de golf a la altura de mis ojos—. ¿Quién eres?
Camina hacia mí con paso seguro y ligero, con el mentón bajo y mirándome a través de sus pestañas. Tiene los labios apretados y la mandíbula tensa.
—Felix Lee. —Saco la tarjeta y se la doy.
Clavo la vista en las cadenas de oro que le cuelgan del cuello. Respiro hondo por la nariz sin hacer ruido.
Sonríe de lado al devolverme la tarjeta, me mira de reojo y abre la puerta. Me hace un gesto para que entre, un gesto que no sabría decir si es burlón o amable. Apuesto por lo primero. ¿Aquí no hay nadie normal? ¿Ni personal ni clientes?
Bajo las escaleras en completa oscuridad, más tiempo del que me gustaría. Joder, qué coño, estoy a punto de darme la vuelta cuando veo una luz roja al final del tramo. ¿Qué llevo, diez minutos bajando escalones sin parar? ¿Dónde estoy, en el subsuelo?
Al terminar las escaleras, un pequeño pasillo conecta con a una sala. Una sala enorme del tamaño del tatami donde entreno taekwondo todos los días. Me dio mucha pena mentirle a la señora Go Ah-young, pero tenía que excusar mi ausencia de los entrenamientos de alguna forma. Espero que no llame a mamá, su amiga de la infancia, para preguntarle cómo está Olivia.
Nada más poner un pie en la sala, esta se ilumina con una luz blanquecina que me deja ciego. Y no soy el único. Por lo menos, hay cincuenta personas aquí dentro. Todas cegadas. Todas quejándose del fogonazo de luz.
Y, por supuesto, todas con la misma tarjeta negra y dorada de con la palabra DEUDOR impresa en ella.
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