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Capítulo 8


Al caer la noche, la vida en la plaza central se inundó de color. Las farolas iluminaron esos senderos bordeados por piedras decorativas. Música folclórica sonaba a un volumen que daba paso a las conversaciones. En medio del césped, un grupo de paletas heladas se preparaban para una nueva función de baile.

Cada tienda ambulante desprendía su propio perfume. Los de comida rápida atraían a su clientela con el aroma de la carne asada o las papas fritas. Los heladeros habían colgado maquetas o carteleras con sus especialidades.

Familias enteras paseaban por los caminos de la plaza, la mayoría con niños deseosos de devorar cuanto helado permitieran sus padres.

De pie ante un puesto bajo la leyenda Eventos Venus, un pote de helado con piernas y brazos largos ofrecía vacitos con muestras gratis a los turistas.

—¿Por qué tú eres el cono esbelto y a mí me tocó ser el pote obeso? —soltó Mía, la vergüenza filtrándose en su orgullosa voz—. Me siento como una hamburguesa con patas.

—Creo que te ves linda —la consoló Eira mientras frotaba las espátulas metálicas como si afilara cuchillas.

Ante sí descansaba una superficie metálica conectada a un congelador. A su izquierda, una vidriera con distintas clases de golosinas y frutas frescas cortadas en trozos. En un balde al fondo guardaba la crema que usaba de base.

Después de horas pensando qué llevar a La Noche de las Heladerías, conscientes de que el tiempo apremiaba, ambas jóvenes se habían decantado por el helado tailandés. Como los rollitos se preparaban en el momento acorde a los gustos de cada cliente, no necesitaban horas de cocción ni cajas ornamentadas.

Mientras Eira preparaba todos los agregados comestibles y la crema base, Mía se encargó de alquilar el equipamiento, comprar material descartable e imprimir la etiqueta de la empresa para cada vasito.

La artista no tuvo corazón para decirle que nadie leía eso. Simplemente comían el helado y tiraban el vaso descartable al bote de reciclaje.

Ya habían organizado fiestas de helado antes, pero era su primera vez en un festival así. Como necesitaban destacar, Eira había tenido la idea de usar disfraces.

A pesar del frío que la rodeaba, sus mejillas se sentían calientes. Las pupilas resplandecían por la emoción de interactuar con tantas personas desconocidas. Normalmente estaría muriendo de vergüenza y su timidez le impediría hablar, pero la máscara cubriendo su rostro le daba libertad.

—¡Me siento como Batman! —chilló, emocionada.

—Apostaste que la mayoría de los vendedores irían disfrazados —gruñó Mía, devolviéndole la bandeja vacía para que preparara más muestras—. ¡Somos las únicas!

—Sabes que no tengo suerte en el juego —musitó con un mohín—. Pero sí estamos vendiendo bien. Y todos los niños se sacan fotos con nosotras. Cuando las suban a sus redes, ¡le harán publicidad a Eventos Venus!

—Me encanta tu optimismo. —Bajó la vista a la faja gruesa que rodeaba el pote de su disfraz. El logotipo de Eventos Venus era inconfundible, un copo de nieve dentro de una media luna—. Al menos ya recuperamos lo que invertimos.

—¿Las ventas a partir de ahora serán nuestras ganancias?

—Sí. Necesitamos atraer más clientes. —Dio un golpecito impaciente al suelo con sus zapatos—. Debiste haberte puesto los tacones que te ofrecí. Combinaban más con tu disfraz que esas zapatillas blancas.

—No creo que romperme el cuello al intentar caminar sobre esas agujas asesinas atraiga clientes... ¿O sí? —Se llevó una espátula a la barbilla enmascarada—. El morbo vende. ¿Quieres que me lance al suelo y me retuerza mientras ofreces nuestras tarjetas de presentación?

Mía soltó una risa baja. Se acercó a la pizarra instalada frente a su stand.

—No descarto la idea. Pásame las tizas. Mejor abrimos una happy houer.

***

Sentado con las piernas cruzadas en medio de la plaza, Valentín devoraba una paleta helada en forma de corazón. Había sido una verdadera suerte encontrar dos cupones de regalo al salir de su apartamento. Era una invitación irresistible para un joven criado con tartas e infusiones experimentales.

Después de un cálido reencuentro con su madre, había intentado invitarla a este festival. Pero ella lo rechazó sin vacilar, alegando que a su edad lo mejor era irse a la cama temprano.

Fue una coincidencia desconcertante que Cassio lo invitara al mismo lugar dos horas después.

En ese momento observaban a los actores disfrazados. Interpretaban un drama musical acerca del amor prohibido entre un cono pizza y un cono de helado sabor piña, que solo podían verse cuando se ocultaba el sol y la decencia dormía.

—¿Desde cuándo te gustan los lugares concurridos? —curioseó Valen.

—¿De qué hablas? —Cass lo señaló con su propia paleta en forma de dinosaurio—. Soy el alma de las fiestas. Mi casa es punto de encuentro familiar. Cada domingo tengo más hermanos y sobrinos que ganas de vivir.

En ese momento descansaba la espalda contra el tronco de un árbol, sus pupilas de halcón escaneaban el festival en busca de algo. En cierto momento había tomado un par de fotos con su celular. Luego, se limitó a ver la función.

"Sospechoso", pensó Valen con los ojos entrecerrados.

—Ya, confiesa. ¿Quién te contrató?

—¿Qué clase de adicto al trabajo crees que soy? —expresó, ofendido—. ¡Vine con mi mejor amigo a tomar un helado porque han pasado años desde que hemos podido ir a una fiesta! No me insultes, Valentín D'Angelo.

Valen levantó el rostro y lo miró a los ojos, inexpresivo. Tres latidos pasaron.

—Conozco hasta tu graduación de miopía y astigmatismo, idiota. Solo usas lentes de contacto de noche cuando estás alerta. Escúpelo todo.

Cass soltó una risa por lo bajo. Su ira fingida desapareció. Terminó su helado y lanzó el palillo a un bote que estaba cerca.

—Terminé la misión hace cinco minutos —explicó orgulloso, con un encogimiento de hombros—. Un supuesto caso de infidelidad. El tipo volvía tarde a su casa, oliendo a frutas. Siempre salía con un bolso de ropa limpia. Inventaba excusas mediocres para no ver a su novia. Ella le encontró una peluca rosada en el auto.

El artista soltó un silbido. El objetivo debía ser un fetichista bastante peculiar. "Bueno, cada quién es libre de hacer lo que quiera con su trasero, mientras no dañe a otros ni a sí mismo...", pensó.

—¿Cómo lo resolviste, Sherlock? No te he visto mover de ese árbol.

—Ahí tienes al objetivo. —Señaló con la cabeza a los bailarines—. Es el helado de fresa, el mejor amigo del protagonista. Salvó el día con el poder del cringe cuando hizo ese baile extraño. Se nota que ensayó bastante, no cualquiera consigue inspirar ese nivel de vergüenza.

Valentín trató de ocultar su risa tras un ataque de tos.

—Pobre. Qué secreto más oscuro guardaba.

—Sospecho que perdió una apuesta.

—El arte no debería ser juzgado —defendió Valen—. Quizá el tipo disfruta este tipo de baile... actuación... dramática cómica... con guiones que parecen haber sido escritos bajo los efectos de alucinógenos.

—Claro. Lo disfruta tanto que está rojo de la vergüenza y no le contó a nadie.

—A veces también me avergüenzo de mis tiras cómicas, pero aún así las amo.

—Perdió una apuesta.

—¡Lo hizo por amor al arte! —insistió, terco.

—¿Quieres apostar cuáles fueron sus motivos? —Le extendió una mano para que se levantara y cerraran el trato.

—Hecho. ¿Qué quieres perder?

—La vida.

Valen soltó una carcajada. Una familia que pasaba los miró con preocupación. Seguramente deseaban ofrecerles terapia. A veces, el artista olvidaba que las referencias a querer morir no eran entendidas por otras generaciones.

Sonrió con calidez. Había extrañado demasiado esto. Conversaciones sin sentido con su hermano del alma. Noches en la plaza donde venían a dormir cuando estaban demasiado ebrios para regresar a sus casas.

Aquí mismo fue donde Valen vendió sus primeros cuadros. Instalaba dos bancos y un cartel ofreciendo retratos a los turistas.

De esa forma ahorró para su primer viaje. Aunque su madre ofreció cubrir todos los gastos, Valentín disfrutaba de dibujar y conversar con desconocidos. Le servía de práctica y ganaba su propio dinero.

Qué rápido pasaba el tiempo. En su niñez, se imaginaba a los veintisiete años como un artista famoso, ya casado y con hijos.

La realidad es que su carrera iba hacia un excelente rumbo. Respecto a la parte de tener descendencia, eligió Posponer alarma por siete años. Actualmente era independiente pero apenas podía cuidar de sí mismo. A veces olvidaba alimentarse, y llevaba una semana necesitando una barbería.

—Tengo hambre. ¿Vamos por una hamburguesa?

—Yo invito. —Cass se enderezó. Sacudió las astillas de su espalda—. Esta misión fue dinero fácil.

—El postre corre por mi cuenta. Tengo un cupón de una tienda llamada... —Sacó un trozo de papel de su bolsillo trasero y lo estudió con la curiosidad de un diseñador gráfico. El logo le parecía familiar— Eventos Venus.

***

En la furgoneta, Rafael se ahogaba a cucharadas de helado enrollado.

—¿Cuál es tu secreto para comer como puerco todo el día sin engordar? —preguntó Ofelia.

Desde sus sillas giratorias frente a unas pantallas, ambos monitoreaban lo que ocurría en el festival. La mujer tenía los codos sobre el escritorio y la barbilla descansando en sus manos. En cualquier momento sacaría su lima de uñas.

—Mucho ejercicio de alcoba. ¿Celosa?

—Ni un poco, no olvides que en casa mi marido y yo no tenemos televisor —replicó ella con sus ojos perversos.

—El primer encuentro se está tardando demasiado —los interrumpió Elay desde la oficina subterránea de Dulce Casualidad—. ¿Necesitamos intervenir, Ce?

Sentada en un sofá de su living, Celestine estudiaba las imágenes que captaban los drones de la plaza. Tenía media docena de agentes infiltrados en esta operación, cada detalle había sido planeado por los mejores.

Sería un encuentro casual. Un choque de miradas que sacudiría sus corazones, seguido por un intercambio de palabras gentiles y una despedida reticente.

Los días siguientes, sus caminos se cruzarían por coincidencia hasta que uno de los dos diera el paso de invitar a salir. A partir de entonces todo fluiría naturalmente.

A los ojos de esta cupido de la tercera edad, Eira y Valentín eran almas gemelas que solo necesitaban un pequeño empujón. Conocerse. Técnicamente, reconocerse, considerando que sus caminos se cruzaron muchos años atrás.

Esta noche era la indicada. Su instinto se lo decía.

Se estaba impacientando. En ese momento, el joven se alejaba cada vez más de Eira, y la muchacha parecía haber echado raíces en su tienda.

La fundadora de Dulce Casualidad se llevó una taza de té a sus labios, con la elegancia del líder que saboreaba una buena copa de vino.

—Ofelia, necesito que hagas una intervención.

—¡Ya era hora! —La mujer saltó de su asiento como una adolescente dispuesta a la acción. Se frotó las manos—. Estoy a tus órdenes, querida.

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