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Capítulo 7


Los días pasaron en un suspiro. El mismo que Celestine soltaba el jueves por la tarde.

Una leyenda decía que cada fotografía capturaba parte del alma de las personas. La anciana podía sentir esa verdad plasmada en el álbum familiar.

Sentada a un costado de la cama, lo desempolvaba cada vez que la inquietud visitaba su corazón.

—¿Por qué no has venido a visitarme? —murmuró, acariciando una fotografía de su hijo.

Al nacer, había tenido las mejillas redondeadas y el cabello con ligeros reflejos caoba. A los seis meses, sus iris grises de bebé se fueron inclinando hacia el verde primaveral con pinceladas castañas. Su pequeño había heredado sus ojos avellana, una indicación de que vería el mundo con más colores que el resto.

Soltó un suspiro nostálgico. Lo amaba más que su propia vida. ¿Por qué la estaba evitando? ¿Cuándo los secretos familiares se convirtieron en murallas?

—Irá pronto, Celestine, no te lamentes —la consoló Elay a través del auricular.

—Los jóvenes son así, querida —agregó Ofelia desde su propio intercomunicador, el sonido de música ligera y risas de fondo—. Se estrellan contra varios árboles antes de reconocer el valor del nido materno.

—Cometí muchos errores en el pasado —murmuró la anciana—. Tardé demasiado en construir el hogar feliz que necesitaba.

Cinnia, su hija mayor, era incluso más distante.

Fue hasta la pequeña biblioteca y tomó un pesado manual titulado Cien años de historia de la economía y política nacional, el único libro que sus hijos no tocarían ni por curiosidad.

Aunque el lomo y las tapas fueran normales, las páginas estaban pegadas y tenía una pequeña cerradura entre ellas.

La llave se encontraba en el cajón de su mesa de luz. Tras sentarse en la cama, lo abrió.

Docenas de papeles se ocultaban en su interior. Una ecografía de seis meses le dio la bienvenida. La primera imagen de su pequeño.

Los médicos habían advertido que era un embarazo de riesgo, pero el estrés y la tristeza resultaban imposibles de controlar. Las lágrimas la consumían todas las noches, gritos post terrores nocturnos resonaban por la casa de madrugada.

¿Cómo evitarlo? Mientras la nueva vida crecía, la familia estaba atravesando el peor de los duelos.

Un mes atrás, Celestine había perdido al hombre que fue su alma gemela, su compañero de batallas y sueños.

Cinnia había visto morir a su adorado padre, creando un daño irreparable en su espíritu de apenas dieciocho años. Él había sido más que su progenitor. Era su mentor, su confidente, el intermediario cuando las personalidades de madre e hija chocaban.

El abismo entre ambas mujeres no hizo más que crecer al ver el amor que Celestine le dedicó al nuevo integrante de la familia. No eran celos de hermana mayor, Cinnia tenía heridas emocionales que su madre fue incapaz de reconocer.

Los ojos de Celestine se cerraron. Los recuerdos de esa tarde permanecían congelados en su memoria como una vieja película de casette...

El sol había estado en lo alto. Una brisa veraniega mecía sus rizos caoba y jugueteaba con el ala del sombrero.

Ella estaba regando su pequeño jardín. Palabras de afecto escapaban de sus labios hacia las hojas. Aspiró una bocanada de perfume floral y una sonrisa curvó sus labios.

Siempre había tenido una conexión con las plantas, especialmente aquellas aptas para el consumo humano. Como una humilde ama de casa, su pasatiempo favorito era experimentar con distintos sabores de infusiones. Una fantasía lejana e imposible era fundar su propia casita de té.

Todo indicaba que sería un día maravilloso... Hasta que los gritos de Cinnia destrozaron aquella armonía.

Aterrada, Celestine se lanzó a la casa. Atravesó las habitaciones corriendo hasta llegar al salón principal. Lo que encontró hizo que la sangre abandonara su rostro.

Su marido yacía en el suelo. Una mueca deformaba su rostro y una mano apretaba su pecho como si buscara arrancarse el corazón.

Cinnia gritaba en un rincón contra la pared, cubriendo sus propios oídos.

—¡Es mi culpa! ¡Es mi culpa! ¡Es mi culpa! —sollozaba con la voz rota, presa del pánico.

Celestine tardó cinco segundos en reaccionar. Su primer impulso fue llamar a una ambulancia. El teléfono fijo estaba en la cocina.

Mientras lo buscaba, sus labios pronunciaban ruegos desesperados. Habría caído de rodillas a rezar si el tiempo lo hubiera permitido. Sus manos temblaban tanto que necesitó tres intentos para marcar a emergencias.

Cuando finalmente atendieron, un escalofrío recorrió su espalda. Su propio corazón empezó a latir en sus oídos. Mantuvo los ojos muy abiertos en horror, la respiración se atascó en su garganta.

Entonces lo supo. Fue la misma sensación que experimentó cuando sus propios padres murieron en un hospital décadas atrás. Su instinto le dijo que ya era tarde.

Su esposo se había ido.

Cuando los paramédicos confirmaron la defunción, Cinnia colapsó. Pasó un mes en el hospital tratando de recuperarse... o rogando que la dejaran morir junto a su padre.

Se encerraba en sí misma cada vez que Celestine trataba de visitarla. El rechazo a su madre fue tal que los médicos le aconsejaron abstenerse de visitarla.

—No fue tu culpa, mi niña —susurró la única vez que pudo quedarse en su habitación, mientras la joven dormía—. Su corazón estaba delicado, los médicos nos habían advertido que debía cuidarse... Lamento habértelo ocultado.

Cuando Cinnia fue dada de alta y regresó a casa, el silencio se convirtió en un invitado permanente. Celestine trató de nadar hacia su hija, pero la corriente la llevaba cada día más lejos.

El nuevo integrante de la familia llegó como una luz en medio de la oscuridad. A causa de tanto estrés materno, nació prematuro ocho semanas antes.

Era como un muñequito en su caja de cristal, conectado a cables y un respirador que cubría su carita. Celestine pasó cada día sentada frente a la incubadora, llorando, rogando al cielo que no le quitara más seres queridos.

Cinnia se negó a conocerlo. Se quedó en la casa de su novio durante meses. Poco después, consiguió un trabajo a tiempo completo. Enviaba dinero a Celestine, pero evitaba encontrarse en persona.

Lo que otros verían como egoísmo o celos hacia un bebé inocente era, en realidad, una depresión cada vez más profunda.

Celestine estuvo ciega ante lo evidente. Creer que el bebé la necesitaba más que su hija casi adulta fue el mayor error de su vida.

Cuando el pequeño al fin pudo salir del hospital, rebosante de energía y esperanzas, Celestine esperaba que los tres se convirtieran en una familia otra vez.

Sin embargo, la habitación de su hija estaba vacía. Todas sus pertenencias habían desaparecido. En la mesa de luz, encontró una nota escrita a mano.

Cinnia se había ido.

—¡¿Son ellas?! —la voz alarmada de Ofelia interrumpió sus pensamientos.

—Esto no lo vi venir. —Rafael soltó una carcajada ahogada—. La señorita Eira está haciendo honor a la dulzura de su apellido.

—Informe de la situación —ordenó Celestine, haciendo a un lado su caja fuerte y sus recuerdos.

Regresó a la biblioteca, a la pantalla que mostraba los distintos escenarios de esta operación.

—Eira y Mía acaban de salir de los vestidores —explicó Ofelia, quien estaba descansando en un banco de la plaza. La cámara conectada al broche de su vestido transmitía en tiempo real—. Están... tienes que verlo por ti misma.

La pantalla enfocó dos figuras tambaleantes caminando por un sendero de la Plaza Central.

Por la izquierda, un esbelto cono de helado con cabello pálido tan esponjoso y suave como crema de vainilla. Sus piernas estaban enfundadas en unas calzas color beige. Para concluir, una galleta triangular ocultaba todo su rostro a excepción de los ojos.

A su lado, caminaba un pote de helado de chocolate con largas y tonificadas piernas enfundadas en una calza marrón. Luchaba por mantener el equilibrio en sus tacones a juego. Todo su rostro estaba cubierto por una máscara en forma de cereza.

—Bueno... Sin afeitarse, Valentín se disfrazó de monstruo del pantano. Creo que hacen buena pareja —comentó Rafael desde la furgoneta estacionada en la orilla de la enorme plaza. Controlaba los drones instalados entre los árboles.

—¿Para qué es la juventud, sino para humillarte a ti misma y tener anécdotas para reír en tu vejez? —replicó Ofelia, sin que su voz perdiera su encantadora sonrisa.

—Tú debes tener un abundante repertorio de esas, ¿no? —se burló Rafael mientras daba un largo trago a su café—. Me llevas más de veinte años de ventaja.

—Y también recuerdo historias tuyas, mi querido amigo. Como la vez que debí rescatarte de ese bar alternativo. ¿Tu hermano sabe por qué empezaste a temerle a las zanahorias?

El hombre se ahogó con la bebida. Un ataque de tos le impidió responder.

—¿Esto era parte del plan? —preguntó Celestine desde su casa, con los ojos entornados.

Sus dedos ocultaron las imágenes de su equipo. Luego, dividieron la pantalla táctil para abrir el archivo de la estrategia.

—Me temo que no —respondió Elay, su voz tensa. Era un artista perfeccionista que veía su obra tambalear—. Si Eira mantiene su rostro cubierto, Valentín no la recordará. ¿Alguien puede confirmarme si Valentín ya se afeitó?

—Hasta ayer seguía igual.

—No sean pesimistas, la niña definitivamente dejará una impresión deliciosa. Y a lo mejor ella es fan de La Bella y la Bestia —afirmó Ofelia por lo bajo mientras se iba acercando al stand de las muchachas. Fue directo al conito de vainilla—. ¡Buenas tardes, chicas! Soy Ofelia Román, una de las administradoras del festival. ¿Puedo ayudarles en algo?

—¡Hola! —Los ojos de un cálido caramelo sonrieron antes de ofrecerle una mano enguantada—. Se lo agradezco, por ahora estamos bien.

—Este año veo rostros nuevos. ¿Es la primera vez para ustedes? Por supuesto que sí, no olvidaría a dos chicas tan encantadoras. ¡Llegaron temprano! Esto recién se activará cuando caiga la noche. ¿Están emocionadas? —La mujer hablaba tan rápido que un ligero acento se filtraba en su inclinación a alargar las sílabas finales—. Cualquier inconveniente que tengan con los congeladores o la iluminación, pueden acercarse a la casilla del staff y preguntar por mí. ¿Qué productos trajeron para deleitarnos? ¿Esas frutas son para preparar helado tailandés? ¿Qué precio tienen?

—Ofelia, desactiva el modo papagayo —señaló Rafael a través del auricular—. Y tráeme uno de esos helados. Con chocolate.

—Idiota.

—¿Qué? —preguntó Eira.

—¡Qué idiota!, me dije a mí misma. —La mano de Ofelia pasó sobre la cámara y el equipo supo que la había llevado a su frente en un gesto dramático—. Acabo de recordar que no activamos la iluminación en el ala sur, volveré pronto para...

Un ruido en el dormitorio alertó a Celestine.

Apagó al instante la pantalla y fue hacia la chimenea. Presionó un interruptor oculto a la derecha. Un cajón largo se desplegó hacia un costado. De su interior sacó un rifle.

Su querida mascota había partido al más allá el año pasado. Ahora la protección del hogar dependía de sí misma, e ignorar un ruido era un error que podría costarle caro. Con paso lento pero decidido, se dirigió a su habitación.

A través de la puerta entreabierta, la anciana consiguió distinguir la ventana por donde se había colado el intruso. Las cortinas estaban descorridas.

Se trataba de un vagabundo de rizos oscuros, barba abundante y prendas holgadas. Sentado a los pies de la cama, hurgaba entre los documentos importantes que Celestine protegía cual tesoro de dragón.

No encontraría efectivo en esta casa. Hoy en día todos los pagos que realizaba la jefa de Dulce Casualidad eran electrónicos.

Cuando el intruso levantó la vista y descubrió el rifle, soltó tal grito que sobresaltó a Celestine. Los papeles se desparramaron por el suelo.

—Santo cielo, ¿pero es que quieres matarme de un ataque o de un disparo? —jadeó él, llevándose una mano al pecho.

—Eso debería preguntar yo. —La anciana bajó el arma al reconocer esa voz—, ¿qué clase de vagabundo ha entrado por la ventana? Si quieres un pan, puedes pasar por la casa de té.

—Quería darte una sorpresa, ma.

Se puso de pie con calma. Era al menos una cabeza más alto que ella. Esos ojazos avellana sonrieron, estudiaron el rostro de la mujer que le había dado más que una vida.

—Y vaya que lo hiciste. —La anciana acarició esa mejilla cubierta de vello—. ¿Qué demonios te pasó? Si necesitabas dinero, pude habértelo enviado. ¿Estuviste en la cárcel? Veneciano tiene contactos que pueden limpiar tu expediente.

Valentín soltó una carcajada.

—¿Por qué todo el mundo me dice eso? ¡Estoy recién duchado! Solo olvidé comprar tijeras y afeitadoras. —Sus pupilas se deslizaron hacia los documentos en el suelo. Se agachó para recogerlos. Esa sonrisa espontánea vaciló—. ¿Qué es todo esto, mamá?

—Nada importante. Recuerdos de hace muchos años. —Le arrebató las hojas y las lanzó a la caja fuerte, que luego abrazó como un niño a su conejo de peluche—. ¿Por qué no has llamado en toda la semana?

—Parece importante para ti —insistió con suspicacia, inclinando ligeramente su cabeza—. ¿Soy yo el de las ecografías?

—Sí. —Soltó una risa suave mientras le daba la espalda para guardar el libro y el rifle en el placar—. Te la pasabas pateando pero te relajabas al sonido de mi voz.

—Nunca hablas de esa época... ¿Es porque mi llegada vino acompañada de la muerte de papá?

—¡¿Qué tonterías dices?! Tú solo has traído cosas bellas a mi vida. Has sido mi luz en los momentos de oscuridad.

—¿Por qué siento que me estás ocultando algo?

—¿El mismo niño que hablaba con extraños en los parques ahora me mira con desconfianza?

—Es solo que...

La voz del muchacho se apagó. Sus iris de un verde primaveral con pinceladas de caramelo no sonreían. Se mantenían perdidos en sus manos.

Valentín podía ser muy distraído, pero un artista tenía su dosis de observador. Y había algo que no encajaba en ese complejo rompecabezas llamado Celestine D'Angelo.

Ella conservaba esa mirada de cordero inocente. Arrugas se formaban en las esquinas de sus ojos y labios, rastros de una vida sonriente.

Cualquier persona ajena a la familia la vería como una anciana frágil. Valentín había sido testigo de sus gritos y carcajadas, de alegrías reflejadas en tardes de galletitas y lágrimas ocultas dentro de sus tacitas de té.

Inofensiva nunca fue.

Se miraron a los ojos, idénticos cual dos gotas de agua, durante cinco latidos. Entonces él dejó escapar una risa y la atrapó en un abrazo de oso que estuvo a punto de elevarla en el aire.

—Te extrañé mucho, mi niño —sollozó Celestine contra su hombro, intentando plasmar en su abrazo todo el dolor que la había embargado durante su ausencia.

—Yo te extrañé más —respondió Valentín con los ojos cerrados—, mamá.

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