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Capítulo 35


El atril descansaba en medio del jardín, rodeado de brochas, un tarro de barniz y paños. Sentado con las piernas cruzadas, Valentín daba las últimas pinceladas de protección a una obra que llevaba cuatro meses creando.

El cuadro estaba despertando bajo la luz del atardecer. El lienzo recreaba las mismas montañas que en ese instante se asomaban desde el horizonte. La vegetación bailaba al ritmo del viento y un río fluía a los pies de un valle. A la orilla del río, bajo la sombra de un tilo, una mujer de rizos plateados tomaba una taza de té.

El joven se inclinó hacia adelante y, con un pincel fino impregnado de barniz, se dedicó a proteger los detalles de ese rostro femenino. Estaba parcialmente cubierto por la taza, la cual levantaba en un brindis silencioso. La sonrisa desprendía serenidad, sus pómulos eran redondeados y su barbilla estaba levantada en un último desafío.

En su memoria estaba fresco el momento de su partida. Causas naturales, fue el diagnóstico médico. Algo inevitable, supuestamente imprevisible.

El muchacho estaba convencido de que un ser invisible, a quienes los escépticos llamarían instinto, le había advertido a Celestine de su inminente partida. De ahí su desesperación por reconciliarse con su hija y marcharse sin dejar asuntos pendientes.

—No tenías que soportarlo sola —musitó Valentín al lienzo mientras sumergía el pincel en el barniz y daba trazos lentos, medidos—. Si lo hubiera sabido, yo...

La habría tratado con guantes de seda. Él no era hábil ocultando su incertidumbre y tristeza. Habría abandonado su propia vida para arrastrarla a infinitos chequeos médicos.

Celestine habría odiado verlo actuar diferente, tan aferrado a la realidad. Ella lo amaba tal como era, despistado y gentil, con su mirada soñadora perdida en las nubes.

También habría amado este cuadro. Le habría sacado una foto y compartido con orgullo en todas sus redes.

Por cada gota de acrílico, el muchacho había derramado una lágrima. De furia ciega, de risa desesperada y de profundo dolor.

Era su terapia personal. La inició tras el funeral, convencido por sus amigos. Ellos sabían que el artista necesitaba aferrarse a algo antes de volverse loco. Le hicieron prometer que, si al terminar esa pintura su corazón dejaba de sangrar, le daría otra oportunidad a la vida.

Levantar un lápiz sin llorar le tomó más tiempo que la pintura misma. Al principio, sus seres queridos se turnaban para visitarlo. Se aseguraron de que almorzara y tomara algo de sol durante su periodo más oscuro. Así fue durante tres largos meses.

Un mes atrás, inició una lenta y progresiva mudanza hasta la casa que su madre le había heredado. El primer día trajo una taza. El segundo, un cuadro. El tercero, las herramientas de trabajo que ella le regaló para que usara allí mismo. Al cuarto día, se atrevió a dormir en la cama.

Por la mañana, en la mesa de luz encontró un folleto sobre las virtudes de donar objetos de seres queridos que ya no volverán. Y otro sobre los peligros de convertirse en un acumulador aferrado al pasado.

"Reina del sarcasmo y las indirectas, astuta y previsora hasta el final", había pensado con una sonrisa agridulce.

Contrario a lo que sus amigos temían, ver las cosas de Celestine, el hogar donde había impregnado tanto amor, aliviaba su espíritu. Le hacía sentir que no había arrepentimientos.

Hizo todo lo que estuvo en sus manos para ser un buen hijo y hacerla feliz. Le dijo cuánto la amaba en cada oportunidad. Se convirtió en un hombre del que estaba orgullosa.

Por momentos quería creer que Celestine saldría por la puerta a su espalda, con una taza de té y galletitas recién horneadas.

Gradualmente, estaba aceptando la realidad. Su tiempo juntos en este viaje había concluido. Ahora debía ser paciente y continuar por su cuenta.

¿Su consuelo? Así como se conocieron en cada una de sus vidas, volvería a encontrarla en la siguiente.

—Me hiciste descubrir un mundo donde puedo ser yo mismo —susurró Valentín a través del nudo en su garganta—. Me ayudaste a dejar atrás el temor a fallar. Nunca te diré adiós porque, cada vez que la tinta roce mi piel o tome una decisión con el corazón, sé que estarás allí. —Sus dedos se detuvieron a milímetros del rostro en el cuadro, consciente de que nunca más podría acariciarlo—. Escucharé tu risa en cada uno de mis éxitos y serás el abrazo que necesitaré cada vez que tropiece. Fuiste mi maestra de vida, mi verdadero hogar... Gracias, mamá.

Dejó el pincel sobre un vaso con disolvente. Un suspiro escapó de su boca al ver el cuadro terminado.

"Tenías razón, ma. Este es un gran lugar para crear arte", pensó. Descruzó las piernas adormecidas y se acostó sobre el césped con los brazos abiertos.

Comenzaba a sentirse listo para retomar sus proyectos abandonados y comenzar alguno nuevo. En sus cuadernos dormían bocetos que medio año atrás prometió convertir en cuadros. Cassio venía con frecuencia a tantear el terreno de su estabilidad emocional, esperando a su compañero de aventuras.

Aún dolía. Era consciente de que tenía una herida que jamás terminaría de sanar. Pero, poco a poco, la vida recuperaba su color. No olvidaba la única obligación que su madre le exigía desde que tenía uso de razón: ser feliz.

El cuerpo de Celestine D'Angelo podría haberse convertido en cenizas, pero la huella que dejó en los corazones sería imborrable.

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